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Esperé al Tucumano en el salón reservado del café. Me gustaba adivinar desde allí la silueta de las palmeras y de las tipas en el parque Lezama, e imaginar los grandes jarrones de mampostería en la avenida del centro, sobre pedestales de yeso en los que la diosa de la fertilidad estaba tallada en bajorrelieves idénticos. A la madrugada, el sitio era hostil y nadie se atrevía a cruzarlo. A mí me bastaba saber que estaba al otro lado de la calle. En aquel parque había nacido Buenos Aires y desde sus barrancas se había extendido por los campos chatos, desafiando la ferocidad de las sudestadas y el barro voraz del río. Por las noches, la humedad se hacía sentir allí más que en otras partes, y la gente se asfixiaba en el verano y se helaba los huesos en el invierno. El Británico, sin embargo, se las arreglaba para que no se notara.

A mediados de octubre hubo buen tiempo, y perdí muchas horas de trabajo oyendo al mozo evocar las épocas de patriotismo frenético, durante la guerra de las Malvinas, cuando el café tuvo que llamarse Tánico, y enumerar las veces que Borges había pasado por allí para beber un jerez, y Ernesto Sabato se había sentado a la mesa que yo mismo ocupaba en ese momento para escribir las primeras páginas de su novela Sobre héroes y tumbas. Sabía que los relatos del mozo eran mitologías para extranjeros, y que Sabato no tenía por qué ir a escribir tan lejos cuando disponía de un estudio cómodo en Santos Lugares, fuera de los límites de la ciudad, con una biblioteca caudalosa a la que podía acudir cuando necesitaba inspiración. Por las dudas, nunca volví a esa mesa.

El Tucumano llegó con media hora de retraso. Yo iba a todas partes con mi ejemplar del Índice -por el que cualquier anticuario habría pagado quinientos dólares en aquel momento- y un par de libros de teoría poscolonial, con los que me proponía analizar el concepto de nación a través de los tangos mencionados por Borges. Durante las primeras horas de la madrugada, sin embargo, mi atención volaba hacia cualquier cosa, ya fueran los porrones de Quilmes Cristal o las ginebras dobles que pedían los clientes, o el ataque al flanco del rey de las piezas negras en el tablero de ajedrez donde se batían dos viejos solitarios. Salí de mi abstracción cuando el Tucumano me puso ante los ojos una esfera de utilería, del tamaño de una pelota de pingpong, como las que adornan los árboles de Navidad. La superficie estaba compuesta por espejitos, algunos coloreados, y destellaba al reflejar la luz de las lámparas.

– Más o menos así es el ale, ¿no?, -dijo, pavoneándose.

Quizá fuera un buen señuelo para los incautos. Ciertos detalles se ajustaban a la narración de Borges: era una esfera tornasolada, diminuta, pero su fulgor no resultaba intolerable.

– Más o menos, -respondí. Los turistas tragamos cualquier cantina.

Yo trataba de jugar con el léxico subterráneo de Buenos Aires, pero lo que al Tucumano se le daba con naturalidad a mí me confundía. A veces, en las reflexiones que escribía para mi tesis, se me escapaban algunas de esas palabras fugaces. Las suprimía apenas me daba cuenta, porque al volver a Manhattan ya las habría olvidado. La lengua de Buenos Aires se desplazaba tan rápido que primero aparecían las palabras y después llegaba la realidad, y las palabras seguían cuando la realidad ya se había marchado.

Según el Tucumano, un electricista podía iluminar por dentro la esfera o, mejor aún, dirigir hacia ella un rayo de luz halógena que le diera cierta apariencia espectral. Yo le sugerí que, para acentuar el efecto dramático, pasara el casete en el que Borges, con su voz vacilante, enumera lo que se ve en el aleph. La idea lo entusiasmó:

– ¿Ves, fierita? Si no fuera por don Sexostrix, agarraríamos una buena teca y romperíamos Buenos Aires.

No podía acostumbrarme a que me llamara fierita, pantera, titán. Prefería los epítetos más tiernos que se le escapaban cuando estábamos a solas. Sucedía muy pocas veces, sólo cuando yo se lo rogaba o lo llenaba de regalos. Casi toda nuestra intimidad se perdía discutiendo las estrategias para explotar el falso aleph que el Tucumano, no sé por qué, veía como un negocio redondo.

La noche siguiente me acerqué al sótano con el volumen de Prestel en la mano. De pie junto a la baranda, Bonorino tomaba notas en un cuaderno enorme, de los que solían usarse para contabilidad. Lo vi copiar también algunas frases en las fichas de colores, que estaban apiladas sobre el segundo y tercer escalón: las verdes rectangulares a la izquierda, las amarillas romboidales al medio, las rojas cuadradas a la derecha. "Tengo en la mente", me dijo, "el recorrido del tranvía Lacroze desde Constitución a Cabildo, en 1930. Los vehículos salían de la estación y se adentraban luego entre las casas soñolientas del sur, por las calles Santiago del Estero, y Pozos, y Entre Ríos. Sólo al llegar al barrio de Almagro se desviaban hacia el norte, sembrado entonces de quintas y baldíos. Era otra ciudad, yo la he visto."

Seguí admirado aquel despliegue de erudición topográfica, mientras Bonorino, lápiz en mano, escribía febrilmente el itinerario. Me habría gustado verificar si todo lo que decía era cierto. Anoté los datos en un libro de John King que llevaba conmigo: "Lacroze, línea 4. Bonor. dice que los tranvías eran blancos cruzados por una franja verde". El bibliotecario volcaba lo que sabía en las fichas, pero nunca pude averiguar cuál era su criterio de clasificación, qué datos correspondían a tal o cual color.

Durante algunos minutos, con el Prestel abierto, le hablé de los intrincados mandalas que se dibujaban en los pisos de las catedrales francesas: Amiens, Mirepoix y sobre todo Chartres. Me respondió que más apasionantes eran los que teníamos delante de nosotros y dejábamos pasar sin ver. Como el diálogo se extendió más de lo que yo pensaba, tuve la providencial ocurrencia de invitarlo a tomar una taza de té en el Británico, aun sabiendo que jamás salía. Se rascó la calva y me preguntó si me daba lo mismo tomarlo abajo, en su cocinilla.

Acepté al instante, aunque sentí una ráfaga de culpa por retrasar mis lecturas de aquella noche. Apenas llegué al tercer escalón del sótano, advertí que no se podía seguir bajando. Las fichas estaban desparramadas por todas partes, en un orden tan extraño que parecían vivas y capaces de movimientos imperceptibles.

– Por favor, espere a que apague la luz, -me dijo Bonorino. Aunque la única lámpara que alumbraba el hueco era de veinticinco vatios, atenuados para colmo por cagadas de moscas, bastaba la ausencia de esa luz para que las escaleras desaparecieran. Sentí que una mano sin huesos me tomaba del codo, arrastrándome hacia abajo. Digo que me arrastraba y me equivoco, porque en verdad floté, ingrávido, mientras oía a mi alrededor un chisporroteo que debía ser el de las fichas apartándose de mí.

La vivienda del bibliotecario era miserable. Como las ventanas que daban al ras de la calle estaban perpetuamente cerradas desde el episodio de los gatos, casi no se podía respirar. Estoy seguro de que, si alguien trataba de encender un fósforo, se habría apagado en el acto. Vi un estante con diez o doce libros, entre los que distinguí el diccionario de sinónimos de Sopena y una biografía de Yrigoyen por Manuel Gálvez. Las paredes estaban cubiertas de arriba abajo por papeles grasientos, montados unos sobre otros como las hojas de un almanaque. Allí vislumbré dibujos que copiaban a la perfección las entrañas de un Stradivarius, o indicaban cómo se distribuye la energía de alto voltaje a partir de un núcleo de hierro, o repetían una máscara de los indios querandíes, o reproducían escrituras que jamás había visto ni imaginado. Me parecieron los fragmentos dispersos de un diccionario sin fin.