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Observé el cubil con detenimiento mientras Bonorino se entretenía hojeando el pesado volumen de Prestel. Una y otra vez le oí decir, ante el dibujo de la ciudad de Jericó atrapada en un laberinto de murallas y ante el misterioso laberinto sueco de Ytterholmen, esta frase que nada significa: "Si quiero llegar al centro no debo apartarme del costado, si quiero caminar por el costado no puedo moverme del centro".

Además del encierro, el sótano estaba cubierto por películas de polvo que se alzaban a la menor provocación. En un extremo, bajo la ventana, vi un catre maltrecho con una frazada de color indiscernible. Algunas camisas estaban colgadas de clavos en los pocos sitios que las fichas no habían invadido; junto a la cama, dos cajones de fruta servían, quizá, de bancos o veladores. El bañito, sin puerta, constaba de un inodoro y de un lavatorio, en el que Bonorino debía abastecerse de agua porque la cocinilla, más estrecha que un armario, disponía sólo de una tabla y de un calentador a gas.

El lenguaje de Bonorino contradecía su ascetismo: era florido, elíptico y, sobre todo, esquivo. Nunca conseguí que respondiera de manera directa a las preguntas que le hice. Cuando quise saber cómo había llegado a la pensión, me dio un largo sermón sobre la pobreza. A duras penas discerní que el dueño anterior había sido un noble búlgaro, artrítico, al que Bonorino leía por las tardes las escasas novelas que conseguía en la biblioteca de Montserrat. Lo deduje de una miríada de frases entre las que recuerdo, porque lo anoté, "tuve que saltar de las felonías de monsieur Danglars a las de Caderousse y no me detuve hasta que el inspector Javert cayó al fango del Sena". Le pregunté si eso significaba que había leído de un tirón El conde de Montecristo y Los miserables, hazañas imposibles hasta para el adolescente insomne que yo había sido, y me respondió con otro acertijo: "Lo que es duro no perdura".

Mientras hablábamos, advertí que el piso, debajo del último peldaño de la escalera, estaba limpio y despejado, e imaginé que Bonorino se tendía allí a menudo, en posición decúbito dorsal, como impone el cuento de Borges. Desconté que era así como contemplaba el aleph y sentí, lo confieso, una envidia abyecta. Me parecía injusto que aquel bibliotecario Quasimodo se hubiera apropiado de un objeto al que todos teníamos derecho.

El té que bebimos estaba frío y a los quince minutos de conversación yo desfallecía de aburrimiento. Bonorino, en cambio, hablaba con entusiasmo, como todas las personas solitarias. Con paciencia, fui desgajando de su verba frondosa algunos datos que me interesaban. Así averigüé que jamás había pagado un centavo por la covacha y que, por lo tanto, resultaría fácil desalojarlo. Nadie le disputaba el sótano, porque era una celda insalubre que servía sólo como depósito de herramientas y bebidas. Pero si en ese lugar persistía el aleph, entonces era más valioso que el edificio, más que la manzana entera, y acaso tanto como Buenos Aires, ya que abarcaba todo lo que la ciudad era y lo que sería. Sin embargo, aunque mencioné una y otra vez el cuento de Borges, Bonorino soslayó el tema y prefirió ponderar las bellezas del pasaje Seaver, del que recordó la suave pendiente, las casas con techo de pizarra, las escaleras que ascendían a la calle Posadas. Me propuso que camináramos por allí alguna vez, y no me atreví a decirle que el pasaje había desaparecido décadas atrás, cuando la avenida 9 de Julio fue prolongada hasta los paredones de Retiro.

Llegué al café Británico a las dos y media de la mañana. Habría unas seis o siete mesas ocupadas, el doble de lo que era usual a esa hora. Vi a los habituales jugadores de ajedrez, a un par de actores que volvían del teatro y a un compositor fracasado de rock que templaba acordes sueltos en la guitarra. Advertí que todos ellos se movían con ansiedad, como los pájaros en vísperas de un temblor de tierra, pero ni yo ni nadie habría sabido en aquel momento decir por qué.

Esa noche avancé apenas en la escritura de mi tesis y, cuando me di cuenta de que todo salía mal, traté de leer algunos libros sobre cultura subalterna, pero ni siquiera podía concentrarme para tomar notas. La idea de quitar a Bonorino de en medio para que el Tucumano pudiera armar su exhibición del aleph no me dejaba en paz. Aunque yo hacía casi todo lo que el Tucumano me pedía, lo que de verdad ansiaba era tener el sótano para mí. En mis ráfagas de sensatez, me daba cuenta de que la existencia del aleph era ilusoria. Se trataba de una ficción de Borges, que sucedía en un edificio demolido más de medio siglo atrás. "Me estoy volviendo loco", dije, "me falta un jugador." Apartaba la idea a manotazos y ella regresaba a mí. Aun contra toda noción de realidad, yo creía que el aleph estaba debajo del último escalón del sótano y que, si me acostaba decúbito dorsal en el piso, podría verlo como lo veía Bonorino. Sin el aleph, el bibliotecario no habría podido dibujar con tanta exactitud el vientre de un Stradivarius ni reproducir el instante en que Borges se besó con Estela Canto en el parque Lezama. Era una esfera indestructible y fija en un punto único del universo. Si la pensión fuera alcanzada por un rayo o Buenos Aires desapareciera, el punto seguiría allí, quizás invisible para los que no supieran verlo pero no por eso menos real. Borges había sido capaz de olvidarlo. A mí me atormentaba incansablemente.

Mis días habían sido hasta entonces rutinarios y felices. Por las tardes me sentaba en los cafés y visitaba las librerías de viejo; en una de ellas conseguí una primera edición de Elderly Dallan Poets, de Dante Gabriel Rossetti, por seis dólares, y el volumen de Samuel Johnson sobre Shakespeare publicado por Yale a un dólar cincuenta, porque las tapas estaban rotas. Desde antes de que yo llegara, la desocupación crecía sin freno y miles de personas estaban liquidando sus bienes y yéndose del país. Algunas bibliotecas centenarias se vendían por su peso en kilos, y a veces las compraban libreros de lance que no tenían idea de su valor.

Me gustaba también ir al café de El Gato Negro, en la calle Corrientes, donde me adormecían el olor del orégano y el del pimentón, o instalarme junto a la ventana de El Foro para ver pasar a los abogadillos y su cortejo de escribientes. Los sábados prefería la vereda soleada de La Biela, frente a la Recoleta, donde todas las frases felices que se me ocurrieron para la disertación fueron destrozadas por la intrusión de los mimos y por aterradores espectáculos de tango en el espacio que se abría ante la iglesia del Pilar.

A veces, hacia las diez de la noche, me dejaba caer por La Brigada, en San Telmo. Al frente había un mercado que cerraba tarde y era añejo como el siglo que habíamos dejado atrás. En los zaguanes de entrada estaban apostadas hileras de bolivianas con sus atavíos coloridos vendiendo bolsas de especias misteriosas que tendían sobre un paño. Dentro, en el dédalo de galerías, se codeaban los kioscos de juguetes y los escaparates de botones y puntillas, como en un zoco árabe. El núcleo de la manzana estaba repleto de medias reses que colgaban de sus ganchos junto a parvas de riñones, tripas y morcillas. En ningún otro lugar del mundo las cosas han conservado tanto el sabor que tenían en el pasado como en esta Buenos Aires que, sin embargo, ya no era casi nada de lo que había sido.