Nunca lo vi llegar, en verdad. Me marché de las recovas a eso de las dos y media. Quería estar lejos del mercado, lejos de Mataderos y también lejos del mundo. Un colectivo me dejó a pocas cuadras de la pensión, junto a una fonda donde me sirvieron una infame sopa de fideos. Llegué a mi cuarto poco antes de las cinco, me arrojé en la cama y dormí hasta el día siguiente.
Cuando aludía a un lugar, Martel nunca era literal, pero yo me engañaba cada vez creyendo lo contrario. Si los galancitos de La Brigada hubieran dicho que iba a evocar a las esclavas blancas de la Zwi Migdal, lo habría buscado en cualquiera de los prostíbulos que esa sociedad de rufianes administraba cerca de Junín y Tucumán, en la manzana purificada ahora por librerías, video clubes y distribuidoras de películas. No se me habría ocurrido, por ejemplo, ir a la esquina de Libertador y Billinghurst, en la que a principios del siglo XX había un café clandestino, con un tablado al fondo, donde las mujeres traídas como ganado desde Polonia y Francia eran rematadas al mejor postor. Y menos aún habría imaginado que Martel podría cantar en el caserón de la Avenida de los Corrales donde en 1977 la ex prostituta Violeta Miller mandó a la muerte a su enfermera Catalina Godel.
Lo esperé en la Plazoleta del Resero y no lo vi, porque él estaba dentro de un automóvil detenido en la esquina de la recova sur, junto con el guitarrista Tulio Sabadell.
Sólo a fines de enero, cuando estaba yéndome de Buenos Aires, supe lo que había pasado. Alcira Villar me contó entonces que el cantor tuvo aquella mañana un vómito de sangre. Al tomarle la presión, advirtió que la tenía por los suelos. Quiso disuadirlo de que saliera, pero él insistió. Estaba pálido, le dolían las articulaciones y se le había hinchado el estómago. Cuando lo subimos al auto, creí que nunca llegaríamos, me dijo Alcira. A los quince minutos, sin embargo, se recuperó. A veces la enfermedad se le escondía dentro del cuerpo, como un gato asustado, y otras veces salía de allí y mostraba los dientes. También a Martel lo tomaba por sorpresa, pero él sabía sosegarla y hasta fingir que no existía.
– Íbamos aquella mañana por la autopista de Ezeiza, -siguió Alcira, y, cuando estábamos por entrar en la avenida General Paz, los dolores se le retiraron tan imprevistamente como habían venido. Me pidió que nos detuviéramos a comprar un ramo de camelias y me dijo que, después de ver las películas de Gardel, había decidido cantar algunos tangos de los años 30. Durante los días anteriores estuvo ensayando Margarita Gauthier, que su madre entonaba al lavar la ropa. "Era un acto reflejo en ella", le había dicho Martel. "Restregaba las camisas y el tango se le instalaba en el cuerpo sin que lo llamaran.” Pero esa mañana quería empezar su recital privado con Volver, de Gardel y Le Pera.
– Sabadell y yo nos sorprendimos, -me dijo Alcira, cuando rompió a cantar en el auto, con voz de barítono, una estrofa de Volver que reflejaba, o al menos así me parecía, su conflicto con el tiempo:
Más extraño fue que repitiera la melodía en clave de fa, con voz de bajo profundo y luego, sin transición casi, que la cantara como tenor. Nunca le había oído mover la voz de un registro a otro, porque Martel era un tenor natural, y tampoco nunca volvió a jugar de esa manera delante de mí. Estaba muy atento a nuestras reacciones, sobre todo a la de Sabadell, que lo miraba con incredulidad. Yo sólo recuerdo mi admiración, porque el tránsito de una voz a otra, lejos de ser brusco, era casi imperceptible, y aún ahora no sé cómo lo hizo.
– Ya antes de que llegáramos a la Avenida de los Corrales, -me contó Alcira-, Martel entró en uno de esos humores sombríos que tanto me inquietaban, y permaneció en silencio, con la mirada en ninguna parte. Al pasar por una casa con balcones, que parecía deshabitada y cuyo único adorno eran las ruinas de un techo de vidrio, el conductor de nuestro auto intentó estacionar, obedeciendo quizás a una orden que Sabadell y yo desconocíamos. Sólo entonces Martel salió de su marasmo y le pidió que siguiera sin detenerse hasta la plazoleta del Resero.
– No bajamos del automóvil, -dijo Alcira. Martel le pidió a Sabadell que depositara el ramo de camelias a la entrada de un dispensario, en la recova sur, y que lo custodiara un momento para que nadie se lo llevara. Mientras lo hacía, permaneció con la cabeza baja, sin decir una sola palabra. A nuestro alrededor desfilaban camiones con acoplados, colectivos y motocicletas, pero la voluntad de silencio de Martel era tan profunda y dominante que no recuerdo haber oído nada, y lo que ha quedado en mí son apenas las sombras fugaces de los vehículos, y la estampa de Sabadell, que parecía desnudo sin su guitarra.
Dos meses más tarde, durante una de nuestras largas conversaciones en el café La Paz, Alcira me contó quién era Violeta Miller y por qué Martel había dejado las camelias en el lugar donde fue asesinada Catalina Godel.
– Dudo que hayas oído hablar de la Zwi Migdal, -me dijo entonces. A comienzos del siglo XX, casi todos los burdeles de Buenos Aires dependían de esa mafia de cafishios judíos. Los enviados de la Migdal viajaban por las aldeas míseras de Polonia, Galitzia, Besarabia y Ucrania, en busca de muchachas también judías a las que iban seduciendo con falsas promesas de matrimonio. En algunos casos llegaron a celebrarse esas bodas ilusorias en una sinagoga donde todo era un fraude: el rabino y los diez obligatorios partícipes de la minyan. Después de una iniciación brutal, las víctimas eran confinadas en prostíbulos donde trabajaban de catorce a dieciséis horas por día, hasta que sus cuerpos se volvían escombros.
Violeta Miller fue una de esas mujeres, me contó Alcira. Tercera hija de un sastre de los suburbios de Lodz, analfabeta y sin dote, una mañana de 1914 aceptó, a la salida de la sinagoga, la compañía de un comerciante de buenos modales que la visitó otras dos veces y a la tercera le propuso matrimonio. A la muchacha le pareció el colmo de la felicidad lo que en verdad era el principio de su perdición. En el barco, cuando emprendía el viaje de recién casada a Buenos Aires, supo que el marido llevaba otras siete esposas a bordo, y que todas ellas estaban destinadas a los quilombos argentinos.
La misma noche de la llegada la remataron con un lote de otras seis polacas. Vestida de colegiala, subió al tablado del café Parisién. Alguien le ordenó que alzara las manos y moviera los dedos si le preguntaban en Yidish cuántos años tenía, para indicar que sumaban doce. En verdad ya había cumplido quince, pero era lampiña, no tenía pechos y había menstruado muy pocas veces, a intervalos irregulares.
El chulo que la compró gobernaba un burdel de doce párvulas. Desvirgó a Violeta sin el menor preámbulo y, al amanecer, cuando la oyó quejarse, la silenció con latigazos que tardaron una semana en cicatrizar. Así, llagada y maltrecha, fue obligada a servir desde las cuatro de la tarde hasta el amanecer siguiente, saciando a estibadores y oficinistas que le hablaban en lenguas ininteligibles. Intentó fugarse, y la detuvieron a pocos metros de la casa. El rufián la castigó marcándola en la espalda con un hierro de ganado. Sufrir todos los dolores de una vez es preferible al purgatorio que está quemándome en vida, se dijo Violeta, y decidió ayunar hasta la extenuación. Aguantó una semana bebiendo sólo un vaso de agua, y se habría dejado morir si las madamas que la custodiaban no le hubieran lle vado en una caja de cartón la oreja de otra pupila fugitiva, advirtiéndole que, si no cedía, la iban a dejar sin ojos para que no pudiera defenderse.