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Bajó de la escalera y se detuvo a pensar. Las cartas de recomendación de la enfermera estaban, sin duda, falsificadas, y ella había sido una tonta al no confirmarlas por teléfono. Quizás era falso lo que decían pero todo lo demás, sin duda, era reaclass="underline" los escudos con anclas y los nombres en relieve de los oficiales. No podía perder tiempo. Ya habían pasado casi dos horas. Volvió a empujar la escalera hacia la biblioteca y puso los adornos en su lugar. Luego, con la tranquilidad aprendida en los años de esclavitud, llamó al teléfono que estaba al pie de los membretes. La atendió un suboficial de guardia. "Es un tema de vida o muerte", -dijo, según Alcira me contó después en el café La Paz. El operador le preguntó desde qué número hablaba y le ordenó esperar en la línea. Antes de dos minutos el capitán de fragata estaba en la línea. "Qué suerte, usted", le dijo Violeta. " ¿La enfermera que contraté no será la misma que cuidó a su esposa?" "Dígame con qué nombre se ha identificado esa mujer. Nombre o nombres", exigió el oficial. Tenía la voz áspera, impaciente, como la del rufián que la había comprado en el café Parisién. "Margarita Langman", -dijo Violeta. De pronto, ella también se sentía acosada. El interminable pasado se le echaba encima. "Descríbala", la apremió el capitán. La anciana no sabía cómo hacerlo. Habló de la foto con el niño y el hombre aindiado. Luego, le dictó su dirección en la Avenida de los Corrales, le declaró con pudor sus setenta y nueve años. "Esa mujer es un elemento muy peligroso", -dijo el oficial. "Ahora mismo vamos para allá. Si llega antes que nosotros, reténgala, distráigala. Más vale que no se le escape, ¿eh? Más vale que no se le escape".

Yo, Bruno Cadogan, supe entonces que las camelias dejadas por Sabadell en la plazoleta del Resero no eran para evocar los mataderos bárbaros de Echeverría y de Faena sino otros más despiadados y recientes. Alcira Villar me dijo en el café La Paz que, si se habían quedado sólo unos pocos minutos en aquella esquina de la muerte, era porque Martel quería honrar a Catalina Godel no en el punto final de sus desgracias sino en la casa donde había estado oculta casi seis meses, después de haberse fugado de la Escuela de Mecánica de la Armada. No entiendo, entonces, le dije a Alcira, por qué Martel pidió las recovas para un recital que nunca dio. Si lo hubieses conocido, me respondió ella, sabrías que ya en ese momento jamás cantaba en público. No le gustaba que lo vieran demacrado, decaído. Quería que nadie lo molestara cuando Sabadell ponía el ramito de llores y él recitaba en voz baja un tango para Catalina Godel. Tal vez su primera intención fue bajar del auto y caminar hasta el dispensario, no sé qué decirte. Los designios de Martel eran inalcanzables como los de un gato.

CUATRO

Catalina Godel abandonó la casa familiar a los diecinueve años, cuando se enamoró locamente de un maestro de escuela rural que estaba de paso en Buenos Aires. De nada valieron los llantos de la madre, los discursos del padre sobre la infelicidad que le depararía un hombre de otra religión y de clase social baja, ni las maldiciones de los hermanos mayores. Se fue a trabajar a la escuela perdida de su amante, en los desiertos de Santiago del Estero. Allí supo que él militaba en la resistencia peronista y, sin vacilar, abrazó la misma causa. A los pocos meses ya había aprendido a armar bombas molotov con rapidez, era diestra en la limpieza de armas y en el tiro al blanco. Se descubrió audaz, dispuesta a todo.

Aunque su compañero desaparecía a veces por semanas enteras, Catalina no se inquietaba. Se acostumbró a no preguntar, a disimular y a hablar lo imprescindible. El silencio sólo le pesó la noche del Año Nuevo de 1973, cuando quedó sola en la pequeña escuela, cercada por una tempestad de polvo mientras la tierra parecía arder bajo sus pies. Por la radio se enteró, días más tarde, que el compañero había caído preso cuando intentaba capturar un puesto caminero en la avenida General Paz, en Buenos Aires. La acción le parecía insensata, enloquecida, pero ella entendía que la gente ya estaba harta de abusos y que necesitaba actuar como pudiera. En una valija de tela guardó las pocas ropas que tenía, las fotos de la infancia, y un libro de John William Cooke, Peronismo y revolución, que sabía casi de memoria. Caminó hacia el pueblo más cercano y allí tomó el primer ómnibus a Buenos Aires.

– No podés imaginar cuánto empeño pusimos Martel y yo en averiguar cada detalle de esa vida, -me dijo Alcira Villar en el café La Paz veintinueve años despues, poco antes de que yo regresara a Nueva York para siempre.

La veía entonces al caer la tarde, a eso de las siete. Desde hacía dos meses yo vivía en un hotelito irrespirable, cerca del Congreso. El calor y las moscas no me dejaban dormir. Cuando caminaba hacia La Paz, el asfalto se hundía a mi paso. Aunque la refrigeración del café mantenía la temperatura a veinticinco grados constantes, el calor y la humedad tardaban horas en despegarse de mí. Más de una vez me quedé allí, tomando notas para este relato, hasta que los mozos empezaban a levantar las mesas y a lavar el piso. Alcira, en cambio, llegaba siempre radiante, y sólo a veces, cuando avanzaba la noche, se le marcaban las ojeras. Si yo se lo hacía notar, se las tocaba con la punta de los dedos y decía, sin el menor sarcasmo: "Es la felicidad de estar envejeciendo". Me contó que ella y el cantor habían descubierto la historia de Catalina leyendo las actas del juicio a los comandantes de la dictadura, y, aunque no difería demasiado de otras miles, Martel quedó hechizado y durante meses no pudo pensar en otra cosa. Se obstinó en buscar testigos que hubieran conocido a Catalina en la Avenida de los Corrales o durante los años de militancia. Una pequeña anécdota nos iba llevando a la otra, -dijo Alcira, y así apareció en escena el pasado de Violeta Miller, uno de cuyos sobrinos polacos viajó a Buenos Aires en 1993 para litigar por el caserón vacío. Por el sobrino supimos cómo había empezado todo, en Lodz.

Tardamos casi un año en armar el rompecabezas, -siguió Alcira. Las dos mujeres tenían biografías afines. Tanto Catalina como Violeta habían sido judías sometidas a servidumbre, y cada una de ellas, a su manera, había burlado a los amos. Martel creía que, si hubieran confiado más la una en la otra, contándose quiénes eran y todo lo que habían sufrido, tal vez nada les habría pasado. Pero ambas estaban acostumbradas al recelo, y así, separadas, Violeta fue vencida por el temor y la mezquindad y sólo Catalina pudo defender su dignidad hasta el fin.

Después del asalto al puesto caminero, -me contó Alcira-, el compañero de Catalina fue juzgado y recluido en la prisión patagónica de Rawson. Lo liberaron en mayo de 1973, pero año y medio más tarde ya estaba de nuevo en la clandestinidad. Perón había muerto dejando el gobierno en manos de una esposa idiota y de un astrólogo que acumulaba poder asesinando a enemigos imaginarios y reales. En esa época, Catalina decidió forjarse una falsa identidad, la de Margarita Langman, y empezó a trabajar como maestra en el Bajo Flores, donde le prestaron una piecita sin baño. Ya entonces estaba embarazada, y durante unos pocos días se le cruzó por la cabeza la idea de volver a casa de los padres, para que la cuidaran y permitieran a su hijo crecer en una atmósfera de felicidad doméstica. Esa debilidad burguesa le pareció después un mal presagio.

Su hijo nació a mediados de diciembre de 1975. Aunque el padre había sido advertido del parto por una llamada telefónica de la propia Catalina -que ingresó al hospital con el nombre de Margarita-, no apareció sino una semana más tarde. Al parecer, a la hora del nacimiento estaba sumergido en las aguas del Río de la Plata, colocando minas de demolición submarina en el yate Itatí, propiedad de los altos mandos de la armada. Durante enero y febrero estuvieron ocultos en la casa de un capataz de campo en Colonia, Uruguay, mientras el gobierno de Isabel Perón se caía a pedazos y a ellos los rastreaban por todas partes. En ese verano breve de Colonia, Margarita vivió las dichas de la vida entera. Ella y su compañero se tomaron fotos, contemplaron el atardecer desde la orilla del río y caminaron tomados de la mano por las callecitas de la ciudad vieja, empujando el coche del bebé. Regresaron a Buenos Aires cuando los militares, que ya habían dado su golpe mortífero, asesinaban a todos los que identificaran como subversivos. El ex maestro rural cayó entre los primeros, en abril de 1976. Apenas ella lo supo, dejó al niño al cuidado de la abuela y regresó al Bajo Flores. Sólo salía de allí para participar como voluntaria en los atentados suicidas que ejecutaron los montoneros aquel año.