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– No se va a gastar, -me dijo la mujer. El dueño ya casi ni lo usa.

El bastón carecía de peso. La madera estaba muy bien trabajada y la imagen de Gardel sólo podía ser obra de un maestro filetero. Mis ponderaciones fueron reprimidas por el hombre de la camiseta, que deseaba cerrar el club -dijo- e irse a dormir. Yo me había repuesto ya y le pregunté a la mujer si no le importaba que saliéramos juntos del laberinto hasta la parada de los colectivos.

– Me espera un taxi en la esquina de Triunvirato, -dijo. Puedo guiarte hasta ahí.

Aunque de su cartera sobresalía un mapa con varios puntos marcados, ella no parecía necesitarlo. No equivocó el rumbo ni una sola vez. Cuando empezamos a andar, me preguntó cómo me llamaba y qué estaba haciendo allí.

– Es raro ver en Parque Chas a una persona que no sea del barrio, -dijo. En general, nadie viene ni sale de acá.

Le repetí lo que me había contado Bonorino sobre el recital inesperado de Julio Martel en una esquina. Le hablé de la pasión con que yo estaba buscando al cantor desde hacía meses.

– Es una lástima que no nos hayamos conocido antes, -me dijo, como si fuera lo más natural del mundo. Vivo con Martel. Te lo podría haber presentado. El bastón que vine a buscar es de él.

La miré bajo la luz calcinada. Caí en la cuenta entonces de que era la misma mujer a la que había visto en la calle México subiendo a un taxi con el cantor. Por increíble que parezca, estaba encontrándola en un laberinto, donde todo se pierde. La creí alta, pero no lo era. Su estatura crecía cuando se la comparaba con la del ínfimo Martel. Tenía un pelo espeso y oscuro, y el sol no la afectaba: caminaba a la intemperie como si su naturaleza fuera también de luz, sin perder el aliento.

Puede presentármelo ahora, dije, sin atreverme a tutearla. Se lo ruego.

No. Ahora está enfermo. Vino a cantar a Parque Chas con una hemorragia interna y no lo sabíamos. Cantó tres tangos, demasiados. Al salir, se desmayó en el auto. Lo llevamos al hospital y se le complicó todo. Está en terapia intensiva.

Necesito hablar con él, insistí. Cuando se pueda. Voy a esperar en el hospital hasta que usted me llame. No me voy a mover de ahí, si no le importa.

Por mí hacé lo que quieras. Martel puede estar semanas, meses, sin que le permitan ver a nadie. No es la primera vez que le pasa. Yo he perdido ya la cuenta de los días que llevo en vela.

Las calles curvas se repetían, monótonas. Si me hubieran preguntado dónde estábamos, habría respondido que en el mismo lugar. Vi otras cortinas iguales en las ventanas y perros también iguales asomando el hocico. Al doblar una esquina, sin embargo, el paisaje cambió y se volvió recto. Durante el corto paseo, conté todo lo que pude sobre mí, tratando de interesar a la mujer en las reflexiones de Borges sobre los orígenes del tango. Le dije que había llegado a Buenos Aires para trabajar en mi disertación y que, cuando se me acabara el dinero, no tendría más remedio que volver a Nueva York. Traté de sonsacarle -en vano- cuánto sabía Martel sobre los tangos primitivos, ya que los había cantado y, a su manera, los había compuesto de nuevo. Le dije que no me resignaba a que todo ese conocimiento muriera con él. Ya entonces habíamos llegado a la avenida Triunvirato. El taxi la esperaba frente a una pizzería.

– Martel está en el hospital Fernández de la calle Bulnes, -me dijo, con voz maternal. Las visitas de terapia intensiva son por las tardes, de seis y media a siete y media. No creo que podas hablar con él, pero yo voy a estar ahí, siempre.

Cerró la puerta del taxi y el vehículo arrancó. Vi su vago perfil tras los vidrios, una mano que se despedía, displicente, y una sonrisa que apagó el sol tenaz del mediodía, o de la hora que fuera. Le devolví la sonrisa y en ese momento me di cuenta de que ni siquiera sabía cómo se llamaba. Corrí por la mitad de la avenida, esquivando vehículos que iban a toda velocidad, y a duras penas la alcancé en un semáforo. Sin aliento casi, le dije lo que había olvidado.

– Ah, qué distraída soy, -respondió. Me llamo Alcira Villar.

Ahora que el azar venía en mi ayuda, no iba a permitir que se me escurriera de las manos. Fui educado por una familia presbiteriana cuyo primer mandamiento es el trabajo. Mi padre creía que la buena suerte es un pecado, porque desalienta el esfuerzo. Yo no había conocido a nadie que ganara la lotería o que sintiera la felicidad como un don y no como una injusticia. Sin embargo, la buena suerte llegaba a mi vida una mañana cualquiera, en vísperas del verano, diez mil kilómetros al sur del sitio de mi nacimiento. Mi padre me habría ordenado que cerrara los ojos y huyera de esa tentación. Alcira, dije, Alcira Villar. No podía pensar en otra cosa ni pronunciar otro nombre.

Desde la tarde siguiente me aposté todos los días, a partir de las seis, en una sala contigua a la unidad de terapia intensiva. A veces me asomaba al pasillo y observaba la puerta batiente que se abría a un largo corredor, más allá del cual estaban los enfermos, en el segundo piso del hospital. El lugar era limpio, claro, y nada interrumpía el denso silencio de los que esperábamos. A través de las ventanas se veía un patio con canteros de flores. A veces entraban los médicos, llamaban aparte a las familias, y se quedaban hablando con ellas en voz baja. Yo los perseguía cuando se retiraban para preguntarles cómo andaba Julio Martel. "Ahí va, ahí va”, era todo lo que lograba sacarles. Las enfermeras se compadecían de mi ansiedad y hacían esfuerzos por consolarme. "No se preocupe, Cogan", decían, maltratándome el nombre. "Los que están en terapia intensiva no tienen por qué morir. La mayoría pasa después a las salas comunes y termina volviendo a casa". Yo les hacía notar que Martel no estaba allí por primera vez y que eso no era una buena señal. Entonces meneaban la cabeza y admitían: "Verdad. No es la primera vez".

Con frecuencia, Alcira venía a sentarse conmigo o me pedía que la acompañase a cualquiera de los cafés de la avenida Las Heras. Nunca podíamos hablar en paz, ya fuera porque la llamaban a su teléfono celular para encomendarle alguna investigación que ella invariablemente rechazaba o porque a cada rato desfilaban puñados de manifestantes que pedían comida. Cuando encontrábamos una mesa apartada para sentarnos, siempre éramos interrumpidos por mendigas con los hijitos en brazos, o recuas de chiquillos que me tiraban del pantalón y de las mangas de la camisa para que les diera un terrón de azúcar, la galleta rancia que servían con el café, una moneda. Terminé por volverme indiferente a la miseria porque yo también, sin darme cuenta casi, estaba volviéndome mísero. Alcira, en cambio, los trataba con ternura, como si fueran hermanos perdidos en alguna tormenta y, si el mozo los expulsaba de mala manera del café -lo que sucedía casi siempre-, ella protestaba airada y no quería quedarse allí ni un minuto más.

Aunque yo tenía acumulados unos siete mil dólares en el banco, sólo podía retirar doscientos cincuenta a la semana, después de probar suerte en cajeros automáticos que estaban muy alejados entre sí, a más de una hora de viaje en colectivo. Fui aprendiendo que, en algunos bancos, los fondos de los cajeros se reponían a las cinco de la mañana y se agotaban dos horas más tarde, y en otros el ciclo empezaba a mediodía, pero millares de personas lo aprendían al mismo tiempo que yo y, más de una vez, después de salir de la avenida Chiclana, en Boedo, para llegar a tiempo a la avenida Balbín, al otro extremo de la ciudad, la fila estaba dispersándose porque se había acabado el dinero. Nunca tardé menos de siete horas semanales en reunir los doscientos cincuenta pesos que permitía el gobierno, y tampoco podía imaginar cómo se las arreglaba la gente que trabajaba en horarios fijos.