En los años que siguieron pasó de todo. El gobierno militar devolvió a Perón la momia de Evita, que estaba intacta en una ignorada tumba de Milán. Durante algún tiempo, el general no supo qué hacer con ella: al final, prefirió conservarla en el altillo de su casa madrileña. Después regresó a Buenos Aires. Mientras un millón de personas lo esperaba cerca del Aeropuerto de Ezeiza, las facciones rivales del peronismo se atacaron con fusiles, horcas y manoplas. Un centenar de combatientes murió y el avión del general aterrizó lejos de las hogueras. Perón fue elegido presidente de la República por tercera vez, pero ya estaba quebrado, enfermo, sometido a las voluntades de su secretario y astrólogo. Gobernó nueve meses, hasta que lo fulminó la fatiga. El astrólogo y la viuda, mujer de pocas luces, tomaron las riendas del poder. A mediados de octubre de 1974, los Montoneros secuestraron al ex presidente Aramburu por segunda vez. Se llevaron el ataúd de su majestuoso mausoleo en el cementerio de la Recoleta y exigieron, para devolverlo, que se repatriaran los restos de Evita. En noviembre, el astrólogo viajó en secreto a Puerta de Hierro en un vuelo especial de Aerolíneas Argentinas y regresó con la ilustre momia. El ataúd de Aramburu apareció esa misma mañana en una camioneta blanca abandonada en la calle Salguero.
Alcira me contó que, la noche anterior al trueque, el Mocho Andrade se presentó en la casa de Martel tan fresco como si jamás se hubiera ido. Ya no estaba teñido ni gastaba bigotes. Sólo unas patillas largas, a la moda de la época, y pantalones muy anchos en los tobillos. Le pidió a la señora Olivia que cocinara tallarines con salsa de carne, bebió dos botellas de vino y cuando le hacían alguna pregunta, rompía a cantar con su voz de gallos y medianoche los versos de Caminito:
Se dio una ducha y, al salir, preguntó si en el Sunderland seguían las animadas milongas de los fines de semana. Esa noche, Martel debía cumplir dos turnos de guardia en la funeraria, pero el Mocho lo obligó a faltar. Le planchó el traje negro de las galas y le eligió una camisa blanca mientras desentonaba:
– Quería desahogarse de su historia, -me dijo Alcira. Cuanto más alegre parecía, tanto más lo desgarraba lo que había vivido. Martel consiguió una mesa en una esquina apartada del Sunderland, lejos del paso de la gente, y pidió una botella de ginebra.
– Yo secuestré a Aramburu, -dijo el Mocho después de la primera copa, con una voz sin arrugas, como si acabara de ponérserla. Estuve en el primer secuestro y en el segundo, el del cadáver. Pero ya ha terminado todo. Van a encontrar el ataúd mañana por la mañana.
A Martel le pareció que las parejas se detenían en mitad de la pista de baile, que la música se retiraba y el tiempo quedaba congelado en su cristal de ninguna parte. Temió que los vecinos de las otras mesas oyeran, pero el tango de los altavoces derrotaba todos los demás sonidos y, cada vez que la orquesta llegaba al acorde final, el Mocho encendía un cigarrillo, callado.
Estuvieron allí hasta las cinco de la madrugada, fumando y bebiendo. Al principio, la historia que contó no tenía pies ni cabeza, pero poco a poco fue adquiriendo sentido, aunque el Mocho nunca reveló dónde había estado los últimos tres años ni por qué, después de verlo abandonar la casa de la calle Bucarelli, los Montoneros aceptaron que tomara parte del segundo secuestro, que era aún más arriesgado. Parte de lo que Andrade dijo aquella noche había sido publicado por los propios autores del primer secuestro en una revista montonera, pero el final de la trama era entonces desconocido y aún hoy sigue pareciendo inverosímil.
– Soy un aventurero, como sabés, la disciplina militar me lastima, -le dijo el Mocho a Martel, y así me lo contó Alcira. He tenido pocos amigos, y a todos los he ido perdiendo. Uno de ellos murió en La Calera; dos más cayeron por torpeza en una pizzería de William Morris. Las mujeres de las que me enamoré fueron dejándome, una detrás de la otra. También me abandonó Perón, que dejó el país desquiciado, en las manos de una viuda histérica y de un brujo asesino. Sólo me quedan vos y alguien del que no puedo repetir el nombre.
Hace tres meses conocí a un poeta. No cualquiera. Uno de los grandes. Dicen que soy el mejor poeta nacional, ha escrito. Dicen, y a lo mejor es cierto. Nos encontrábamos casi todas las noches en su casa de Belgrano, junto al puente donde la calle Ciudad de La Paz es cortada por las vías del tren. Hablábamos de Baudelaire, de René Char y de Boris Vian. A veces, jugábamos a las cartas, tal como vos y yo en otros tiempos. Yo sabía que, poco antes de la vuelta de Perón, el poeta había estado preso en la cárcel de Villa Devoto, y que era un militante mítico: lo contrario de místico, Téfano, un gozador de la comida, de las mujeres, de la ginebra. Pequeño burgués, le decía yo. Y él me replicaba: pequeño nunca. Yo soy un gran burgués.
Una noche, en su casa, después de algunas copas, me preguntó si me asustaba la oscuridad.
– Vivo en la oscuridad, -le dije. Soy fotógrafo. La penumbra es mi elemento. Ni la oscuridad ni la muerte ni el encierro.
– Sos, entonces -me dijo- uno de mis hombres. Había preparado un plan perfecto para robar el cadáver de Aramburu.
Empezamos a las seis de la tarde, dos días después. Éramos cuatro militantes. Nunca supe, nunca voy a saber quiénes eran los otros audaces. Entramos al cementerio de la Recoleta por la puerta principal y nos ocultamos en uno de los mausoleos. Hasta la una de la madrugada estuvimos inmóviles. Nadie habló, nadie se atrevió a toser. Yo me entretenía trenzando los hilos de unas carpetas que encontré en el suelo. El sitio estaba limpio. Olía a flores. Era pleno octubre, la noche cálida. Al salir del encierro, teníamos las piernas entumecidas. El silencio nos quemaba las gargantas. A veinte pasos, en una avenida central, estaba la bóveda de Aramburu. Violentarla y retirar el ataúd fue sencillo. Más trabajo nos dieron los candados del cementerio, que hicieron un ruido atroz cuando los rompimos. Una lechuza voló entre los álamos y lanzó un silbo que me pareció de mal agüero. Afuera, sobre la calle Vicente López, nos esperaba el furgón robado a una funeraria. La calle estaba desierta. Sólo nos vio una pareja que salía de los telos de la calle Azcuénaga. Se persignaron al ver el ataúd, y apuraron el paso.
– Recordarás, -me dijo Alcira, que Isabel y el astrólogo López Rega habían ordenado en esos meses la construcción de un altar de la patria, en el que pensaban reunir los cadáveres de los próceres adversarios. La avenida Figueroa Alcorta estaba rota a la altura de Tagle, y los autos se enredaban en un desvío dibujado por algún urbanista del cubismo. El edificio que se proyectaba era una pirámide faraónica: a la entrada iba a estar el mausoleo de San Martín. Detrás, los de Rosas y Aramburu. En lo alto de la pirámide, Perón y Evita. Sin Aramburu, el proyecto quedaba incompleto. Cuando el brujo advirtió que le habían robado uno de sus cadáveres, montó en cólera. Lanzó una turba de policías para que peinaran las calles de Buenos Aires en busca del cuerpo perdido. Quién sabe cuántos inocentes habrán sido asesinados esos días. Aramburu estaba allí, sin embargo, a la vista de todos.