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De nuevo, le pareció que parte del ruido procedía de fuera de la casa. Pero cuando se detuvo y escuchó atentamente, no oyó nada. Dominado por la impaciencia, se agachó y apartó las telarañas para escudriñar el escondite.

Dentro había una caja metálica grande. Buscó alrededor esperando hallar algo más. Después de todo, las cosas que un médico de preguerra podía haber guardado en un cofre cerrado, dinero y documentos, serían menos útiles para él que alimentos enlatados escondidos en un arrebato de acaparamiento propio de tiempos de guerra. Pero no había nada más que la caja. Gordon la sacó con esfuerzo.

«Bueno. Pesa mucho. Ahora esperemos que no sea oro o alguna fruslería por el estilo.» Las bisagras y la cerradura estaban oxidadas. Alzó el mango de su cuchillo para romper la pequeña cerradura. Entonces se detuvo bruscamente.

Ahora no había duda. Las voces estaban cerca, demasiado cerca.

—¡Creo que venía de esta casa! —exclamó alguien desde el descuidado jardín exterior. Los pies se arrastraban entre las hojas secas. Se oyó ruido de pasos en el porche de madera.

Gordon envainó el cuchillo y cogió su fardo. Dejó la caja junto a la cama y salió rápidamente de la habitación hasta el hueco de la escalera.

Éstas no eran las mejores circunstancias para conocer a otros hombres. En Boise y en otras ruinas de montaña había existido casi un código: los expoliadores de los ranchos de los alrededores podían probar suerte en la ciudad; y aunque los grupos e individuos eran cautelosos, rara vez se atacaban entre sí. Sólo una cosa podía reunidos a todos: el rumor de que alguien había visto a un holnista en alguna parte. De lo contrario, permanecían aislados.

En otros sitios, sin embargo, la territorialidad era la norma, ferozmente impuesta. Quizá Gordon estaba buscando en el coto de uno de estos clanes. En cualquier caso una huida rápida sería prudente.

Aun así… volvió a mirar la caja fuerte con ansiedad. «¡Es mía, maldita sea!»

Las botas pisaban ruidosamente en el piso de abajo. Era demasiado tarde para cerrar la trampilla o para esconder el pesado cofre del tesoro. Gordon maldijo en silencio y corrió con tanto sigilo como pudo por el rellano hasta la estrecha escalerilla del desván.

Éste era pequeño, poco más que una simple buhardilla en forma de A. Ya había buscado antes allí, entre los inútiles recuerdos. Lo que ahora deseaba era un escondite. Se mantenía pegado a las inclinadas paredes para evitar los crujidos del entarimado. Escogió un baúl junto a una pequeña ventana que daba al tejado, y allí dejó el saco y el carcaj. Rápidamente, preparó el arco.

¿Buscarían? En ese caso, sin duda la caja fuerte llamaría su atención.

Si la encontraban, ¿lo tomarían como un ofrecimiento y le dejarían una parte de su contenido? Sabía que tales cosas ocurrían, en lugares donde existía un primitivo concepto del honor.

Haría blanco en cualquiera que entrase en el desván, aunque no sabía de qué le iba a servir eso, acorralado como estaba en un edificio de madera. Los habitantes del lugar conservarían sin duda, incluso en una época oscura, la capacidad de producir fuego.

Ahora se oían al menos tres pares de pies calzados con botas. Subieron la escalera con rápidos y fuertes pasos, y llegaron al rellano todos a la vez. Cuando estuvieron en la segunda planta, Gordon oyó un grito.

—¡Eh, Karl, mira esto!

—¿Qué? Coges a una pareja de muchachos jugando a los médicos en una vieja cama ag… ¡Mierda!

Se produjo un fuerte estrépito, seguido del martilleo de metal sobre metal.

—¡Mierda! —Gordon meneó la cabeza. Karl tenía un vocabulario limitado aunque expresivo.

Se oyeron ruidos de arrastre y forcejeo, acompañados de más exclamaciones escatológicas. Al fin, un tercero habló en voz alta.

—Qué amable ha sido ese tipo, encontrando esto para nosotros. Ojalá pudiéramos darle las gracias. Deberíamos conocerlo para no disparar primero si lo encontramos otra vez.

Si aquello era un señuelo, Gordon no picó. Aguardó.

—Bueno, al menos merece una advertencia —dijo la primera voz en tono aún más alto—. En Oakridge tenemos por norma disparar primero. Más vale que se largue antes de que alguien le haga un agujero más grande que el hueco entre las orejas de un supervivencialista.

Gordon asintió, captando todo el valor de esa advertencia.

Los pasos se alejaron. Resonaron escaleras abajo y después en el porche de madera.

Desde la ventana del tejado, que dominaba la entrada delantera, Gordon vio a tres hombres abandonar la casa y dirigirse hacia el bosquecillo de abetos circundante. Llevaban rifles y abultados fardos de lona. Corrió hasta las demás ventanas cuando desaparecieron en el bosque, pero no vio ningún otro movimiento. Ninguna señal de alguien que volviera apresuradamente.

Habían sido tres pares de pies. Estaba seguro de ello. Tres voces. Y no era probable que un hombre solo permaneciera escondido de todas formas. Sin embargo, Gordon salió con cautela. Se tendió junto a la trampilla abierta del desván, el arco, la bolsa y el carcaj a su lado, y se arrastró hasta que la cabeza y los hombros estuvieron sobre la abertura, ligeramente sobre el nivel del suelo. Sacó el revólver, lo colocó ante sí y luego dejó que la gravedad balanceara su cabeza y torso vanas veces hacia abajo de una manera que alguien que estuviera emboscado difícilmente esperaría. Cuando la sangre afluyó a su cabeza, Gordon estuvo dispuesto a descargar seis rápidos disparos a cualquier cosa que se moviera.

Nada se movió. No había nadie en el distribuidor de la segunda planta.

Cogió la bolsa de lona, sin apartar la mirada del distribuidor, y la dejó caer con estrépito.

El ruido no provocó ninguna reacción.

Gordon cogió sus bártulos y se dejó caer también, agazapado. Cruzó deprisa el distribuidor, al estilo escaramuza.

La caja fuerte yacía abierta y vacía junto a la cama, rodeada de papeles revueltos. Como esperaba, había curiosidades tales como certificados de depósito, una colección de sellos y la escritura de propiedad de la casa.

Pero había algo más.

Una caja de cartón rota, cuya envoltura de celofán acababa de ser retirada, mostraba a todo color un par de felices piragüistas con sus nuevos rifles desmontables. Gordon miró las armas dibujadas en la caja y ahogó un grito de extrañeza. Sin duda allí también había habido cajas de munición.

«Malditos ladrones», pensó amargamente.

Pero los demás envoltorios abandonados casi lo sacaron de quicio. ASPIRINA CON CODEÍNA, ERITROMICINA, COMPLEJO MEGAVITAMÍNICO, MORFINA… las etiquetas y cajas estaban desparramadas, pero se habían llevado los frascos.

Cuidadosamente administrados… escondidos e intercambiados regateando oportunamente… le habrían dado entrada a Gordon en casi cualquier aldea. ¡Incluso habría podido ser miembro a prueba en una de las prósperas comunidades rancheras de Wyoming!

Se acordó de un buen médico cuya clínica situada en las ruinas de Butte era un santuario protegido por todos los pueblos y clanes de los alrededores. Gordon pensó en lo que ese santo varón podría haber hecho con aquello.

Pero sus ojos casi se quedaron ciegos de ira cuando observó una caja de cartón vacía en la que podía leerse: POLVO DENTAL.

«¡Mi polvo dental!»

Gordon contó hasta diez. No fue suficiente. Trató de controlar la respiración. Sólo le sirvió para concentrar su rabia. Se quedó allí, con los hombros caídos, sintiéndose impotente para reaccionar ante esta nueva atrocidad del mundo.

«Está bien —se dijo—. Estoy vivo. Y si puedo volver hasta mi mochila, probablemente seguiré con vida. El año que viene, si es que llega, me preocuparé por mis dientes.»