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Todos le creían. Y si la ilusión que creaba se derrumbaba ahora, incluso la buena gente de aquella aldea se volvería contra él.

El amurallado pueblo ocupaba un ángulo en el límite de lo que había sido Cottage Grove antes de la guerra. Su pub era un sótano amplio y acogedor con dos grandes chimeneas y una barra donde el amargo brebaje local era servido en altas jarras de arcilla.

El Alcalde, Peter von Kleek, estaba en un rincón apartado hablando con seriedad con Eric Stevens, el abuelo de Johnny y recién nombrado Jefe de Correos de Cottage Grove. Los dos hombres estaban ojeando una copia de las Regulaciones Federales de Gordon cuando Johnny y él entraron en el pub.

En Oakridge, Gordon había hecho varias veintenas de copias con un mimeógrafo manual que logró poner en funcionamiento en la vieja y desierta estafeta de Correos. Gran parte de sus pensamientos e inquietudes se habían plasmado en esas circulares. Debían tener el sabor de la autenticidad, y al mismo tiempo no mostrar ninguna clara amenaza para los hombres importantes de la localidad ni darles motivos para temer a los míticos Estados Unidos Restablecidos de Gordon… o al mismo Gordon.

Hasta entonces aquellas hojas habían sido su más inspirado apoyo.

Peter von Kleek, hombre alto y de rostro inexpresivo, se puso en pie y estrechó su mano, señalándole un asiento. El encargado llegó presuroso con dos altas jarras de espesa cerveza negra. Estaba templada, desde luego, pero deliciosa, con sabor a pan integral de centeno. El Alcalde esperó, dando unas caladas a su pipa de arcilla, hasta que Gordon dejó la jarra sobre la mesa produciendo un leve chasquido con sus labios.

Von Kleek asintió ante el implícito cumplido. Pero siguió con el entrecejo fruncido. Tamborileó con los dedos sobre el papel que estaba ante él.

—Estas regulaciones no son muy detalladas, señor Inspector.

—Llámeme Gordon, por favor. Éstos son tiempos informales.

—Ah, sí. Gordon. Por favor, llámeme Peter. —El Alcalde estaba visiblemente incómodo.

—Bien, Peter —asintió Gordon—. El Gobierno Restablecido de Estados Unidos ha tenido que aprender varias duras lecciones. Una de ellas ha sido la inconveniencia de imponer una normativa rígida a poblaciones alejadas que tienen problemas que St. Paul City ni siquiera puede imaginar, y mucho menos regular. —Se lanzó a uno de sus discursos preparados—. Está la cuestión del dinero, por ejemplo. La mayoría de las comunidades dejaron de usarlo poco después de producirse los saqueos de los centros de productos de alimentación. Los sistemas de trueque son la norma, y generalmente funcionan bien, excepto cuando las prestaciones de servicios por deudas se convierten en una forma de esclavitud.

Eso era absolutamente cierto. En sus viajes, Gordon había visto distintos casos de servidumbre glebaria por todas partes. El dinero era una farsa.

—Las autoridades federales de St. Paul —continuó— han sometido a debate el antiguo sistema de circulación monetaria. Hay demasiados billetes y monedas para la economía rural.

»Sin embargo, estamos tratando de fomentar el comercio nacional. Para empezar, aceptamos los antiguos billetes de dos dólares como pago del franqueo de las cartas repartidas por el Correo de Estados Unidos. Nunca fueron demasiado abundantes y es imposible falsificarlos con la actual tecnología. Las monedas de plata anteriores a 1965 también se aceptan.

—¡Ya hemos recaudado más de cuarenta dólares! —exclamó Johnny Stevens—. La gente está buscando por todas partes esos viejos billetes y monedas. Y han empezado a usarlos también para pagar deudas de trueques.

Gordon se encogió de hombros. Ya había comenzado. A veces las pequeñas cosas que añadía a su historia con el solo objeto de darle verosimilitud despegaban por sí mismas en formas que nunca había esperado. No le parecía que un poco de dinero puesto de nuevo en circulación, revalorizado por el mito de Estados Unidos Restablecidos, hiciese mucho daño a aquella gente.

Von Kleek asintió. Pasó al siguiente punto:

—Esta parte sobre la no «coacción» sin elecciones… —Dio unos golpecitos al papel—. Bueno, tenemos una especie de reuniones ciudadanas regulares, y los habitantes de las aldeas próximas participan cuando se trata algo importante. Pero, honradamente, no puedo afirmar que al jefe de la guardia o a mí nos eligieran por votación…, no fueron unas auténticas elecciones secretas como dice aquí. —Meneó la cabeza—. Y hemos tenido que tomar algunas decisiones un poco drásticas, en especial durante los primeros días. Espero que eso no se nos tome demasiado en cuenta, señor Inspec… Gordon. La verdad es que hemos estado actuando lo mejor que sabemos.

»Tenemos una escuela, por ejemplo. La mayor parte de los niños asisten después de la cosecha. Y podemos empezar a recuperar máquinas y a hacer votaciones como dice aquí… —Von Kleek quería conseguir su confianza; estaba tratando de captar su mirada. Pero Gordon alzó la jarra de cerveza para no encontrarse con sus ojos.

Una de las mayores ironías con que se había topado en sus viajes era precisamente este fenómeno: que aquellos que menos habían caído en el salvajismo eran quienes parecían más avergonzados de haberlo hecho.

Tosió para aclararse la garganta.

—Parece… me parece a mí que ustedes han estado realizando un trabajo bastante bueno aquí, Peter. De todas formas, el pasado no importa tanto como el futuro. No creo que tengan que preocuparse de que el Gobierno Federal interfiera en absoluto.

Von Kleek pareció aliviado. Gordon estaba seguro de que allí se celebrarían elecciones al cabo de unas semanas. Y los habitantes de la zona se merecerían lo que les ocurriera si no elegían como líder a alguien que no fuese aquel hombre adusto y sensible.

—Hay una cosa que me preocupa.

Fue Eric Stevens quien habló. El vivaz anciano había sido elegido inmediatamente por Gordon como Jefe de Correos. En primer lugar, administraba el mercado local y era el hombre más culto de la aldea, pues poseía un título de grado medio de antes de la guerra.

Otra razón era que Stevens le había parecido el más suspicaz cuando llegó al pueblo, unos días atrás, proclamando una nueva era para Oregón bajo Estados Unidos Restablecidos. Nombrarlo Jefe de Correos era una forma de inducirlo a creer, aunque sólo fuera por su propio prestigio y beneficio.

También era probable que hiciera un buen trabajo. Al menos, mientras el mito durase.

El viejo Stevens hizo girar su jarra de cerveza sobre la mesa, dejando un ancho cerco oval.

—Lo que no acierto a comprender es por qué no ha venido nadie antes desde St. Paul. Desde luego, sé que para llegar hasta aquí hay que atravesar una infernal extensión de terreno en estado salvaje, casi todo a pie, según usted nos ha dicho. Pero lo que quiero saber es la razón de que no envíen a alguien en un aeroplano.

Se produjo un breve silencio en la mesa. Gordon se dio cuenta de que los aldeanos más próximos estaban escuchando.

—¡Demonios! —Johnny Stevens sacudió la cabeza azorado por la intervención de su abuelo—. ¿No te das cuenta de las consecuencias que tuvo la guerra? ¡Todos los aeroplanos y las máquinas complicadas quedaron destrozados por aquella cosa vibrante que hizo explotar todas las radios y aparatos similares al comienzo de la guerra! Después, no habrán encontrado a nadie que sepa cómo arreglarlos. ¡Y no habrá piezas de repuesto!

Gordon parpadeó ligeramente sorprendido. ¡El chico era bueno! Había nacido después de la caída de la civilización industrial, y aun así tenía cierto conocimiento de lo esencial.

Por supuesto, todo el mundo sabía que, aquel día mortal, los pulsos electromagnéticos producidos por las gigantescas bombas H que explotaron en el espacio habían destruido los ingenios electrónicos de todo el mundo. Pero la comprensión de Johnny llegaba hasta la interdependencia de una cultura maquinista.