Un niño se puso a gritar:
—Por favor, señor, no sabíamos que era malo. Timmy Smith nos dijo que era un juguete que los niños de antes solían tener. Los encontramos por todas partes, sólo que ya no funcionaban…
—¿Quién —insistió Gordon— es Timmy Smith?
—Un chico. Los últimos dos años su padre ha venido desde Creswell con una carreta para comerciar. Timmy nos cambió ésta por veinte viejas que habíamos encontrado y que no funcionaban.
Gordon recordó el mapa que había estado estudiando en su habitación aquella tarde. Creswell se hallaba un poco más al norte, no lejos de la ruta que había proyectado seguir hasta Eugene.
«¿Es posible?» La esperanza que albergó era demasiado ardiente y súbita para resultar placentera, o incluso aceptada.
—¿Dijo Timmy dónde había conseguido el juguete? —Trató de no intimidar a los niños, pero algo de su urgencia debía de haberse manifestado y se habían asustado.
Una niña lloriqueó.
—¡Dijo que lo había conseguido en Cíclope!
Entonces, en asustada confusión, los niños se fueron, desaparecieron por los pasillos del polvoriento almacén. Gordon de repente se quedó solo, quieto, observando a los diminutos invasores descender en el fulgor de la pequeña pantalla gris.
Crunch, crunch, crunch, marchaban.
El juego emitió un tono victorioso. Después, comenzó otra vez.
3. Eugene
El caballo resoplaba visiblemente mientras avanzaba con paso cansino bajo la densa llovizna, conducido por un hombre con un poncho impermeable. Su única carga era una silla de montar y dos abultadas sacas, cubiertas con un plástico para ser protegidas de la humedad.
La gris autopista interestatal relucía porque estaba mojada. Había charcos hondos, como pequeños lagos, en el hormigón. El polvo había invadido aquella autopista de cuatro carriles durante los años de sequía de la posguerra, y la hierba empezó a crecer cuando volvieron las antiguas lluvias del noroeste. Gran parte de ella era ahora una pradera, una plana incisión en las boscosas colinas que dominaban un agitado río.
Gordon alzó su impermeable formando como una carpa para consultar el mapa. Delante, a su derecha, se había formado un gran pantano donde los afluentes al sur y este del Willamette se unían antes de dirigirse al oeste entre Eugene y Srpingfield. Según el viejo mapa, más abajo había un moderno parque industrial. Ahora sólo unos pocos tejados viejos rompían la superficie cenagosa. Los carriles, aparcamientos y céspedes eran dominio de las aves acuáticas, que no parecían en absoluto disconformes con la humedad.
En Creswell le habían dicho que un poco más al norte del punto en que se encontraba la interestatal era intransitable. Tendría que atravesar la misma Eugene, encontrar un puente abierto sobre el río y volver después de alguna forma a la autopista de Coburg.
Los de Creswell le habían dado detalles poco precisos. Pocos viajeros habían efectuado ese recorrido desde la guerra.
«Está bien. Durante meses Eugene ha sido una de mis metas. Echaremos un vistazo a lo que queda de ella.»
Por poco tiempo. Ahora la ciudad sólo era un alto en el camino hacia un misterio más profundo que lo aguardaba más al norte.
La intemperie aún no había vencido a la interestatal. Aunque estaba cubierta de hierba y charcos, los únicos puentes hundidos que había pasado todavía mostraban evidentes señales de violencia. Cuando el hombre construía bien, al parecer, sólo el tiempo o el hombre mismo podían destruir su obras. «Y construyeron bien», pensó Gordon. Acaso futuras generaciones de americanos, cuando anduvieran por los bosques comiéndose unos a otros creerían que eran creaciones de los dioses.
Meneó la cabeza. «La lluvia me ha deprimido.»
Pronto llegó ante un gran indicador, medio hundido en un charco. Gordon apartó los escombros esparcidos por allí y se arrodilló para examinar la oxidada placa, como un rastreador que estudiara una vieja huella en una senda del bosque.
—Avenida Treinta —leyó en voz alta.
Una ancha carretera penetraba en las colinas hacia el este, alejándose de la interestatal. Según el mapa, el sector comercial de Eugene estaba justo después de aquel frondoso camino ascendente.
Se levantó y dio una palmaditas a su animal de carga.
—Vamos, Dobbin. Mueve la cola y haz la señal de giro a la derecha, A partir de ahora hemos de dejar la autopista y seguir por calles pavimentadas. —El caballo resopló estoicamente cuando él dio un suave tirón de las riendas y lo condujo hacia la ladera que se desviaba al oeste.
Desde la cumbre de la colina una sutil neblina parecía suavizar de algún modo el desastroso aspecto de la ruinosa ciudad. Las lluvias se habían llevado hacía mucho las marcas del fuego. En las grietas del pavimento brotaban escuálidas plantas trepadoras, que cubrían muchos de los edificios, ocultando sus heridas.
La gente de Creswell le había advertido lo que le esperaba. Aun así, nunca era fácil entrar en una ciudad muerta. Descendió a las calles fantasmales, salpicadas de cristales rotos. En el pavimento mojado por la lluvia centelleaban los fragmentos de vidrieras de otra época.
En las calles de las zonas más bajas de la ciudad crecían alisos sobre cieno allí depositado cuando un río de lodo, procedente de las presas reventadas de Fall Creek y Lookout Point inundó la ciudad. El derrumbamiento de aquellos embalses había borrado la Ruta 58 al oeste de Oakridge, lo que obligó a Gordon a dar un gran rodeo hacia el sur y el oeste por Curtin, Cottage Grove y Creswell antes de enfilar hacia el norte otra vez.
La devastación era casi absoluta. «Y sin embargo —pensó—, resistieron aquí. Según todas las referencias, casi lo lograron.»
En Creswell, entre las reuniones y celebraciones —la elección del nuevo Jefe de Correos y los excitantes proyectos para extender la nueva red postal al este y al oeste— los ciudadanos habían entretenido a Gordon con historias de la valiente lucha de Eugene. Le contaron cómo la ciudad había resistido durante cuatro largos años después de que la guerra y la epidemia la aislaran del resto del mundo. En una extraña alianza de la comunidad universitaria y animosos granjeros de la región, la capital había logrado superar todas las amenazas… hasta que al final los grupos de bandidos acabaron con ella haciendo explotar a la vez todos los embalses de la meseta, cortando el suministro de energía eléctrica y agua sin contaminar.
La historia constituía ya una leyenda, casi como la caída de Troya. Y sin embargo los narradores no la habían contado con tristeza. Era como si ahora consideraran el desastre un revés temporal que verían superado.
Porque Creswell había sido un oasis de optimismo incluso antes de la llegada de Gordon. Su historia de unos «Estados Unidos Restablecidos» era la segunda dosis de buenas noticias para la ciudad en menos de tres meses.
El pasado invierno había llegado otro visitante. Procedía del norte, y era un tipo risueño que vestía túnica blanca y negra y repartió asombrosos regalos entre los niños; después se marchó, pronunciando el mágico nombre de Cíclope.
Cíclope, había dicho el forastero.
Cíclope volvería a poner las cosas en orden. Cíclope devolvería la comodidad y el progreso al mundo y redimiría a todos de los trabajos penosos y de la prolongada desesperanza, el legado de la guerra Fatal.
Lo único que la gente tenía que hacer era reunir toda la vieja maquinaria, en particular la electrónica. Cíclope recibiría sus donaciones de aparatos inútiles y estropeados, y quizás alguna pequeña cantidad de comida para mantener a sus voluntarios servidores. A cambio, Cíclope les daría cosas que funcionaran.