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Gordon se llevó un dedo a los labios, rogando para que ella entendiera que aquellos hombres eran también sus enemigos. La mujer parpadeó, y por un momento él temió que hablara. Ella lanzó una rápida mirada al guardián, que seguía ocupándose de su arma.

Cuando sus ojos volvieron a encontrarse con los de Gordon, asintió levemente. El hizo un gesto de aprobación alzando los pulgares y se apartó de la galería.

En cuanto pudo, sacó la cantimplora y bebió un largo trago, pues tenía la boca seca como una piedra. Encontró una oficina en la que no había demasiado polvo —sin duda no podía permitirse estornudar— y comió un trozo de ternera de Creswell mientras se disponía a esperar.

Su oportunidad llegó poco antes del crepúsculo. Tres de los incursores salieron de patrulla. El llamado Pequeño Jim se quedó para asar en la chimenea una pata de ciervo cortada desastrosamente. Un holnista de cara sombría con tres pendientes de oro custodiaba a los prisioneros, mirando a la joven mientras sacaba punta con lentitud a un trozo de madera. Gordon se preguntó cuánto tardaría la lujuria del guardián en superar su miedo a la ira del jefe. Era obvio que se estaba armando de valor.

Gordon tenía el arco preparado con una flecha dispuesta y dos más sobre la alfombra, ante él. Su pistolera estaba abierta y el percutor de la pistola descansaba sobre un sexto cartucho. Lo único que podía hacer era esperar.

El guardián soltó la navaja y se puso en pie. La mujer abrazó al chico y desvió la mirada cuando el hombre se le acercó.

—A Uno Azul no le va a gustar —le advirtió en voz baja el bandido que estaba junto al fuego.

El guardián se irguió ante la mujer. Ella trató de no amilanarse, pero tembló cuando el hombre le acarició el cabello. Los ojos del muchacho chispeaban de rabia.

—Uno Azul ha dicho que nos la tiraremos después, por turnos. No veo por qué yo no puedo ser el primero. Quizá incluso le haga hablar de Cíclope. ¿Qué te parece, nena? —La miró con lascivia—. Si una paliza no te ha hecho soltar la lengua, yo sé lo que te va a domar.

—¿Y el chico? —preguntó Pequeño Jim.

El guardián se encogió de hombros con despreocupación.

—¿Qué pasa con él?

De repente, un cuchillo de caza apareció en su mano derecha. Con la izquierda cogió al niño por el pelo y lo arrancó de los brazos de la mujer. Ella lanzó un grito.

En aquel momento decisivo, Gordon actuó completamente por reflejo; no había tiempo para pensar. Aun así, no hizo lo obvio, sino lo necesario. En lugar de disparar contra el hombre del cuchillo, alzó el arco y envió una flecha al pecho de Pequeño Jim.

El menudo supervivencialista saltó hacia atrás y miró la saeta con vaga sorpresa. Cayó al suelo balbuceando.

Gordon colocó otra flecha con gran rapidez y se volvió a tiempo de ver al otro supervivencialista apartando el cuchillo del hombro de la joven. Ella debía de haberse interpuesto entre el niño y el agresor, para bloquear el golpe con su cuerpo. El muchacho yacía aturdido en un rincón.

Gravemente herida, la mujer todavía arañaba a su enemigo con las uñas, con lo que, por desgracia, impedía que Gordon efectuara un disparo preciso. Al principio el sorprendido criminal forcejeó, maldiciendo y tratando de agarrarle las muñecas. Al fin, logró tirarla al suelo. Encolerizado por el dolor de los arañazos, y ajeno a la muerte de su compañero, el holnista sonrió y empuñó el cuchillo para rematar su trabajo. Dio un paso hacia la mujer herida y jadeante.

En ese momento la flecha de Gordon atravesó el tejido de su ropa de camuflaje, causándole un largo corte superficial en la espalda, que empezó a sangrar. La saeta se hundió en el sofá y vibró, silbando.

A pesar de todos sus repugnantes atributos, los supervivencialistas eran probablemente los mejores luchadores del mundo. Confuso, antes de que Gordon pudiera coger la última flecha, el hombre se echó a un lado y rodó con su rifle de asalto. Gordon retrocedió cuando una rápida y certera ráfaga de disparos alcanzó la balaustrada y rebotó en los objetos de hierro situados donde él se encontraba un momento antes.

El rifle estaba provisto de silenciador, lo que obligó al incursor a disparar en semiautomático; pero las sibilantes balas resonaron en torno a Gordon mientras él rodaba sobre sí mismo y sacaba el revólver. Se deslizó hasta otra parte de la galería.

El tipo de abajo tenía buen oído. Otra rápida ráfaga hizo saltar astillas a pocos centímetros del rostro de Gordon cuando volvió a agacharse, apenas a tiempo.

Se hizo el silencio, excepto por el pulso de Gordon que retumbaba como un trueno en sus oídos.

«¿Y ahora qué?», se preguntó.

De pronto se oyó un fuerte grito. Gordon levantó la cabeza y captó un confuso movimiento reflejado en el espejo… ¡Aquella mujer menuda estaba cargando contra un enemigo mucho mayor que ella con una silla levantada sobre su cabeza!

El supervivencialista se giró en redondo y disparó. Del pecho de la joven rebuscadora brotaron unas rojas manchas y se desplomó en el suelo; la silla rodó a los pies del supervivencialista.

Gordon tal vez oyó el clic cuando se vació la recámara del rifle. O tal vez sólo se trataba de una suposición. Fuera lo que fuese, se puso en pie de un salto, sin pensar, con los brazos extendidos, y apretó el gatillo del 38 una y otra vez, disparando hasta que el percutor golpeó cinco veces en cámaras vacías y humeantes.

Su oponente permaneció en pie, a punto de colocar un cargador nuevo que sostenía en la mano izquierda. Pero unas manchas oscuras habían empezado a extenderse por el uniforme de camuflaje. Con expresión de asombro, más que de otra cosa, su mirada se cruzó con la de Gordon por encima del humeante cañón de la pistola.

El rifle de asalto se inclinó y cayó con estrépito de los dedos fláccidos, y después el supervivencialista se desplomó en el suelo.

Gordon corrió escaleras abajo, saltando por encima de la barandilla cuando llegó al final. Primero se detuvo junto a los dos hombres y se cercioró de que estaban muertos. Después se precipitó hacia la joven, que estaba gravemente herida.

Cuando él le alzó la cabeza, la mujer logró decir:

—¿Quién…?

—No hables —le dijo Gordon, y le enjugó un hilillo de sangre de la comisura de los labios.

Los ojos de la mujer, con las pupilas muy dilatadas, pavorosamente alerta en el umbral de la muerte, recorrieron el rostro de Gordon, su uniforme, la frase SERVICIO POSTAL DE EE UU RESTABLECIDOS bordada en el bolsillo de su camisa. Y expresaron asombro y deseos de saber.

«Deja que lo crea —se dijo Gordon—. Se está muriendo. Déjale creer que es cierto.»

Pero no tuvo fuerzas para hablar, para contar las mentiras que con tanta frecuencia había contado y que le habían permitido llegar hasta tan lejos durante tantos meses. Esta vez no pudo repetirlas.

—Soy sólo un viajero, señorita. —Meneó la cabeza—. Sólo soy… soy un ciudadano que trata de ayudar.

Ella asintió, al parecer sólo un poco decepcionada, como si aquello en sí mismo fuera un milagro sin importancia.

—Norte… —jadeó—. Coja al muchacho… Advierta… advierta a Cíclope…

Gordon percibió en esa última palabra, pese a que la pronunció exhalando su último suspiro, reverencia, lealtad y una absoluta fe en la redención final… todo ello en nombre de una máquina.

«Cíclope», pensó aturdido mientras dejaba el cuerpo en el suelo. Ahora tenía una razón más para seguir la leyenda hasta su origen.

No había tiempo para enterrarla. El rifle del bandido tenía silenciador, pero el 38 de Gordon había resonado como un trueno. Los otros bandidos seguramente lo habrían oído. Sólo disponía de unos instantes para recoger al chico y largarse de allí.