En medio de todo ello, metido en una enorme caja Faraday suspendida sobre un colchón de aire, habían sellado el cilíndrico refrigerador de helio que contenía a Milicromo. Al estar elevado, alimentado por dentro y protegido, no había forma de que nadie desde el exterior pudiera falsear las respuestas del cerebro mecánico.
Gordon hizo cola durante horas esa tarde. Cuando al fin le llegó el turno de avanzar y mirar las lentes de la estrecha cámara, sacó una lista de preguntas tipo test, dos adivinanzas y un complicado juego de palabras.
Había transcurrido mucho tiempo desde ese día radiante en la primavera de la esperanza, pero Gordon lo recordaba como si fuera ayer… la grave y meliflua voz, la amistosa y franca risa de la máquina. Ese día Milicromo superó todos sus desafíos y respondió con un complicado juego de palabras de su propiedad.
También le reprendió, amablemente, por no haber superado tan bien como se esperaba un reciente examen de historia.
Cuando se acabó su turno, Gordon se alejó sintiendo un gran júbilo embriagador porque su especie humana hubiera creado prodigio tan grande.
La guerra Fatal llegó poco después. Durante diecisiete pavorosos años había creído que todas las maravillosas supercomputadoras estaban muertas, como las frustradas esperanzas de una nación y de un mundo. ¡Pero, por algún milagro, allí existía una! De alguna forma, con valor e ingenuidad, los técnicos del Estado de Oregón habían conseguido mantener una máquina en marcha durante los malos años. No podía por menos de sentirse indigno y presuntuoso por haberse presentado ante esos hombres y mujeres dándose tono.
Gordon apagó reverentemente la luz eléctrica y se tendió en la cama, escuchando los sonidos de la noche. En la distancia, la música de la fiesta de Corvallis terminó al fin entre alegres aclamaciones. Luego oyó a la multitud que se dispersaba hacia sus casas.
Por último, la noche se serenó. El viento agitaba los árboles al otro lado de su ventana, y se oía el leve ronroneo de los cercanos compresores que mantenían el delicado cerebro de Cíclope superfrío y saludable.
Y había otra cosa. A través de la noche le llegaba un suave y dulce sonido que apenas podía identificar, aunque le avivaba la memoria.
Al cabo de un rato se le ocurrió. Alguien, probablemente uno de los técnicos, tenía puesta música clásica en un estéreo.
Un estéreo… Gordon saboreó la palabra. Nada tenía contra banjos y violines, pero después de quince años… volver a escuchar a Beethoven…
Al fin se durmió y la sinfonía se fundió con sus sueños. Las notas subían y bajaban, y por último se mezclaron con una voz gentil y melodiosa que le habló a través de las décadas. Una mano metálica articulada se extendió atravesando la niebla de los años y señaló directamente hacia él.
«¡Embustero! —dijo la voz con suavidad, tristemente—. Me decepcionas. ¿Cómo puedo ayudaros, creadores míos, si sólo contáis mentiras?»
6. Dena
—En esta antigua factoría es donde encontramos equipamiento para el Proyecto Milenium. Puede ver que apenas hemos empezado. No podemos comenzar a construir auténticos robots, como exigen los planes de Cíclope para más adelante, hasta que hayamos recuperado alguna capacidad industrial.
El guía condujo a Gordon hacia una serie de estantes abarrotados de utensilios de otra época.
—El primer paso, desde luego, era tratar de salvar todo lo que pudiéramos del óxido y la destrucción. Aquí sólo se guarda parte de lo rescatado. Lo que no tiene utilidad a corto plazo está almacenado en otra parte, para el futuro.
Peter Aage, un hombre rubio y larguirucho sólo un poco más viejo que Gordon, debía de estar estudiando en la Universidad Estatal de Corvallis cuando estalló la guerra. Era uno de los más jóvenes entre los que vestían la túnica blanca ribeteada de negro de los Funcionarios de Cíclope, pero incluso él tenía las sienes grises.
Aage era también el tío y único familiar vivo del niño a quien Gordon había salvado en las ruinas de Eugene. El hombre no dio grandes muestras de gratitud, pero resultaba evidente que se sentía en deuda con él. Ninguno de los que le superaban en rango entre los Funcionarios había interferido cuando insistió en ser él quien mostrara al visitante el programa de Cíclope para superar la edad oscura en Oregón.
—Aquí hemos empezado a reparar algunas pequeñas computadoras y otras máquinas sencillas —le dijo a Gordon, conduciéndolo ante piezas electrónicas clasificadas y etiquetadas—. La parte más dura es remplazar circuitos quemados en los primeros momentos de la guerra por los pulsos electromagnéticos de alta frecuencia que el enemigo lanzó sobre el continente, con las primeras bombas ya sabe.
Gordon sonrió con indulgencia y Aage se sonrojó. Levantó la mano disculpándose.
—Lo siento. Estoy tan acostumbrado a tener que explicarlo todo de forma sencilla… Desde luego ustedes los del este deben de saber mucho más que nosotros sobre las vibraciones electromagnéticas.
—No soy un técnico —respondió Gordon, y deseó no haber faroleado de forma tan convincente. Le hubiera gustado oír más.
Pero Aage volvió al tema de inmediato.
—Como estaba diciendo, aquí es donde se hace la mayor parte del trabajo de rescate. Es un duro esfuerzo, pero tan pronto como la electricidad pueda ser suministrada a mayor escala, y las necesidades básicas hayan sido cubiertas, proyectamos enviar estos microcomputadores a aldeas remotas, escuelas y tiendas de máquinas. Es una meta ambiciosa, pero Cíclope está seguro de que podemos conseguirlo en el transcurso de nuestras vidas.
El sector de almacenaje daba paso a una gran factoría. El techo estaba formado por largas hileras de claraboyas; en consecuencia, los fluorescentes se utilizaban poco. Sin embargo, se percibía un leve zumbido de electricidad por todas partes mientras los técnicos vestidos con túnica blanca acarreaban equipos de un lado a otro. Adosadas a las paredes se encontraban apiladas las aportaciones de los pueblos y aldeas circundantes, el pago por la benefactora guía de Cíclope.
Cada día llegaba maquinaria de todas clases, más una pequeña cantidad de comida y ropa para los ayudantes humanos de Cíclope. Y por lo que había oído Gordon, aquello no constituía un gran sacrificio para los habitantes del valle. Al fin y al cabo, ¿qué uso podían darle a las viejas máquinas?
No era de extrañar que no hubiesen quejas contra la «tiranía de la máquina». El precio de la supercomputadora era fácil de pagar. Y a cambio, el valle tenía su Salomón, y quizás un Moisés para guiarlos fuera de aquel desierto. Gordon recordó la amable y sabia voz que había oído hacía tanto tiempo y reconoció que era una ganga.
—Cíclope ha planeado cuidadosamente esta etapa de la transición —explicó Aage—. Ya ha visto nuestra pequeña línea de ensamblaje para turbinas cólicas e hidráulicas. Además de eso, ayudamos a los herreros de la zona a mejorar sus fraguas y a los granjeros a planificar sus cosechas. Y distribuimos viejos videojuegos a los niños del valle con la esperanza de hacerles receptivos a cosas más importantes, como computadoras, cuando llegue el momento.
Pasaron ante un banco donde canosos trabajadores se inclinaban sobre luces destellantes y pantallas iluminadas con códigos de computadora. Algo aturdido por todo aquello, Gordon sintió como si accidentalmente hubiese caído en un brillante y maravilloso taller donde los sueños rotos estuvieran siendo reparados con esmero por un grupo de diligentes y amistosos gnomos.