El Alcalde no terminó la frase. El Inspector estaba inmóvil, mirando al vacío.
—Delfos —articuló Gordon, apenas en un susurro. Entonces emprendió su apresurado viaje a través de la noche.
Los años que había vivido en el páramo habían fortalecido a Gordon, mientras los hombres de Corvallis los habían pasado en la prosperidad. Fue casi demasiado fácil deslizarse entre los puestos de guardia situados en los límites de la ciudad. Se encaminó por vacías calles laterales hasta el recinto de la UEO, y desde allí al Moreland Hall, largo tiempo abandonado. Dedicó diez minutos a secar su húmeda montura y llenarle la bolsa de la comida. Quería que el animal estuviese en forma por si lo necesitaba con urgencia.
Llegar a la Morada de Cíclope fue sólo una corta carrera bajo la llovizna. Cuando estuvo cerca aminoró la marcha, aunque deseaba desesperadamente acabar con aquello.
Se ocultó detrás de las ruinas del viejo edificio del generador cuando pasaron un par de guardianes, con los hombros encorvados bajo ponchos y los rifles tapados para protegerlos de la humedad. Estando agazapado tras el destruido cobertizo, la humedad le llevó hasta la nariz, a pesar de los años transcurridos, el olor a quemado de las ennegrecidas vigas de madera y los cables fundidos.
¿Qué era lo que Peter Aage había dicho sobre aquellos primeros días frenéticos, cuando la autoridad se estaba derrumbando y las revueltas lo destrozaban todo? Había dicho que pasaron a la energía eólica e hidráulica, después de que el generador fuera incendiado.
Gordon no dudaba de que aquello hubiera funcionado si se hubiera hecho a tiempo. Pero ¿podía haberse hecho?
Cuando los guardianes se alejaron, se apresuró hacia la entrada lateral de la Morada de Cíclope. Con una barra que había cogido para tal propósito, rompió el candado dando un golpe seco. Escuchó atento durante un largo instante y, como parecía que nadie se aproximaba, entró.
Los vestíbulos traseros del Laboratorio de Inteligencia Artificial de la UEO estaban más descuidados que los que el público veía. Estantes atestados de cintas de computador, libros y papeles, yacían bajo gruesas capas de polvo. Gordon se encaminó al corredor central de servicio y en dos ocasiones estuvo a punto de tropezar con materiales en la oscuridad. Se escondió tras un par de puertas dobles cuando alguien pasó, silbando. Luego se irguió y miró por la rendija.
Un hombre que llevaba gruesos guantes y la ropa blanca y negra de Funcionario se detuvo junto a una puerta al otro lado del corredor y dejó un gran recipiente, estropeado y humeante.
—¡Eh, Elmer! —El hombre llamó con los nudillos—. Tengo otra carga de hielo seco para tu amo y señor. ¡Vamos, date prisa! ¡Cíclope tiene que comer!
«Hielo seco», advirtió Gordon. Un denso vapor se filtraba por la agrietada tapa del contenedor aislante.
Otra voz resonó apagada junto a la puerta.
—Ah, ten calma. A Cíclope no le pasará nada por esperar un minuto o dos más.
La puerta se abrió al fin y la luz inundó el corredor, acompañada del duro golpeteo de una vieja grabación de rock and roll.
—¿Por qué has tardado?
—¡Estaba jugando una partida! He llegado hasta cien mil en Comando Misil, y no quería interrumpir.
La puerta, al cerrarse impidió oír el resto de fanfarronadas de Elmer, Gordon franqueó las puertas dobles batientes y cruzó con rapidez el vestíbulo. Poco después llegó ante otra habitación cuya puerta estaba entornada. De su interior salían una estrecha línea de luz y los sonidos de una discusión de madrugada. Gordon se detuvo al reconocer algunas de las voces.
—Sigo pensando que debemos matarlo —dijo una voz que parecía pertenecer al doctor Grover—. Ese sujeto puede arruinar todo lo que hemos levantado aquí.
—Oh, estás exagerando el peligro, Nick. No creo que constituya una amenaza tan importante —era la voz de la Funcionaría más vieja. Ni siquiera pudo recordar el nombre—. El tipo parecía realmente amable e inofensivo —añadió.
—¿Sí? ¿Oíste bien las preguntas que le planteaba a Cíclope? No es uno de esos paletos en que se ha convertido nuestro ciudadano medio después de todo este tiempo. ¡Ese tipo es agudo! ¡Y recuerda una tremenda cantidad de cosas de los viejos tiempos!
—¿De veras? Tal vez debiéramos intentar reclutarlo.
—¡De ningún modo! Cualquiera puede ver que es un idealista. Nunca aceptaría. ¡Nuestra única opción es matarlo! ¡Ahora! Y esperar a que pasen años hasta que envíen a otro a ocupar su puesto.
—Sigo creyendo que estás loco —respondió la mujer—. ¡Si la pista de ese acto condujera hasta nosotros, las consecuencias serían desastrosas!
—Estoy de acuerdo con Marjorie —era la voz del doctor Taigher—. Si nos descubrieran, no sólo la gente, nuestra gente de Oregón, se volvería contra nosotros, sino que nos enfrentaríamos a las represalias del resto del país.
Se produjo una larga pausa.
—Todavía no estoy convencido en absoluto de que…
—Pero Grover fue interrumpido, esta vez por la moderada voz de Peter Aage:
—¿Habéis olvidado todos la razón principal por la cual nadie debe tocarlo, ni interferirse en su camino?
—¿Cuál es?
La voz de Peter adoptó un tono calmado.
—Dios mío, ¿no se te ha ocurrido pensar en quién es y en lo que representa? ¡Tan bajo hemos caído, para pensar siquiera en hacerle daño, cuando en realidad le debemos lealtad y toda clase de ayuda que podamos prestarle!
—Estás predispuesto en su favor porque rescató a tu sobrino, Peter —dijo el otro sin convicción.
—Quizás. Y también es posible que sea por lo que Dena tiene que decir sobre él.
—¡Dena! —Grover hizo un gesto desdeñoso—. Una niña presumida con ideas extravagantes.
—De acuerdo. Pero aun concediéndole eso, están las banderas.
—¿Banderas? —ahora había perplejidad en la voz del doctor Taigher—. ¿Qué banderas?
La mujer respondió, pensativamente:
—Peter se está refiriendo a las banderas que los aldeanos han estado izando en todas las villas de los alrededores. Ya sabes, la Vieja Gloria. Las Barras y las Estrellas. Deberías salir más, Ed. Pulsar lo que la gente piensa. Nunca he visto nada que animase tanto a los aldeanos como esto, ni siquiera en tiempos anteriores a la guerra.
Se produjo otro largo silencio antes de que alguien hablara de nuevo. Entonces Grover dijo, suavemente:
—Me pregunto qué piensa Joseph de todo esto.
Gordon frunció el entrecejo. Todas las voces pertenecían a los Funcionarios de Cíclope que había conocido. Pero no recordaba haber sido presentado a nadie llamado Joseph.
—Joseph se ha acostado temprano —respondió Taigher—. Y a eso iba ahora. Volveremos a discutir este asunto más adelante, en el momento que podamos hacerlo racionalmente.
Gordon se apresuró por el vestíbulo cuando unos pasos se acercaron a la puerta. No le preocupaba mucho tener que dejar su lugar de espionaje. De todas formas, las opiniones de los que estaban en la habitación carecían de importancia. Totalmente.
Había una sola voz que quería oír en aquel momento, y se dirigió al lugar donde la había oído antes.
Dobló una esquina y se encontró en el elegante corredor donde vio por vez primera a Herb Kalo. Ahora estaba a oscuras, pero eso no le impidió llegar a la sala de reuniones con toda facilidad. Tenía la boca seca cuando entró sigilosamente en la cámara, cerrando la puerta tras de sí. Dio un paso adelante, luchando, contra el impulso de andar de puntillas.