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»¿Estoy completamente seguro de que no tiene razón? ¿Será que hasta yo, en el fondo, creo algunas de esas cosas que Dena y su banda de mujeres lunáticas están predicando?»

Sacudió la cabeza. Phil estaba en lo cierto en una cosa: en la estupidez de filosofar en un campo de batalla. La supervivencia ya era un problema. La otra guerra, la que había estado librando cada noche en sus sueños, tendría que esperar su turno.

Prosiguió el camino, ladera abajo, con cuidado, aferrando la bayoneta calada, el arma más práctica para aquella clase de clima. La mitad de sus hombres habían sustituido los rifles y arcos por largos cuchillos… otro truco dolorosamente aprendido de su enemigo mortal.

Bokuto y él habían dejado al resto de la patrulla sólo quinientos metros atrás, pero le parecieron muchos más al recorrerlos buscando trampas con los ojos. Los remolinos de nieve parecían demonios en formación, vaporosos exploradores de un ejército fantasmal que aún no hubiese tomado partido. Etéreos neutrales en una callada guerra a muerte.

«¿Quién asumirá la responsabilidad…?», parecían susurrarle. Aquellas palabras no abandonaban a Gordon desde la fatídica mañana en que escogiera entre lo posible y una maldita charada de esperanza.

Al menos este grupo de ataque concreto de supervivencialistas de Holn lo había pasado peor de lo que solían, y los granjeros y aldeanos locales se habían comportado mejor de lo que se esperaba. Además, Gordon y su grupo de escolta en recorrido de inspección, se hallaban cerca. Habían podido participar en la lucha en un momento crítico.

En esencia, el Ejército de Willamette había obtenido una victoria menor, perdiendo sólo unos veinte hombres por cinco del enemigo. Era probable que no más de tres o cuatro de aquella banda holnista hubieran podido huir hacia el oeste.

De todas formas, tres o cuatro de estos monstruos humanos eran más que suficientes, aun cansados y escasos de munición. Su patrulla se componía ahora únicamente de siete hombres, y los refuerzos se encontraban lejos.

«Deja que se vayan. Volverán.»

El grito de un búho cornudo resonó justo delante de él. Reconoció el aviso de Leif Morrison. «Está mejorando —pensó—. Si todavía estamos vivos dentro de un año, puede que parezca lo bastante auténtico para engañar a alguien.»

Frunció los labios y trató de imitarlo, dos gritos a los tres de Morrison. Luego se lanzó a través de una estrecha cañada y se deslizó dentro de la hondonada donde la patrulla estaba esperando.

Morrison y otros dos hombres formaban un apretado grupo. Sus barbas y capas de piel de oveja estaban cubiertas de nieve seca, y manoseaban sus armas con nerviosismo.

—¿Joe y Andy? —preguntó Gordon.

Leif, el alto sueco, movió la cabeza a izquierda y derecha.

—Patrullando —repuso sucintamente.

Gordon asintió.

—Bien. —Bajo el gran abeto desató su fardo y sacó un termo. Uno de los privilegios del rango: no tenía que pedir permiso para servirse una taza de sidra caliente.

Los otros volvieron a sus puestos pero siguieron mirando atrás, evidentemente preguntándose qué estaría tramando esta vez «el Inspector». Morrison, un granjero que había escapado con dificultad del asalto a Green leaf Town el pasado septiembre, lo miró con los ardientes ojos de un hombre que ha perdido todo lo que amaba y ya no está del todo en este mundo.

Gordon consultó el reloj, un hermoso cronómetro de antes de la guerra suministrado por los técnicos de Corvallis. Bokuto habría tenido ya tiempo suficiente. Ahora estaría alejándose en círculos, cubriendo sus huellas.

—Tracy está muerta —les dijo a los otros. Sus caras palidecieron. Gordon prosiguió, midiendo sus reacciones—.

Supongo que pretendía cortar el paso a esos bastardos y retenerlos para entregárnoslos. No me había pedido permiso. —Se encogió de hombros—. La han cogido.

Las aturdidas expresiones se convirtieron en una ronda de maldiciones coléricas y guturales. «Mejor —pensó Gordon—. Pero la próxima vez los holnistas no esperarán a que recordéis la forma adecuada de reaccionar, muchachos. Os matarán mientras estáis decidiendo si hay motivos para estar asustados o no.

Con su gran práctica en el arte de mentir, Gordon continuó en tono uniforme:

—Cinco minutos antes habríamos podido salvarla. En realidad, han tenido tiempo para llevarse trofeos.

Esta vez la rabia sí que venció a la repulsión que reflejaban sus caras. Y una ardiente vergüenza se sobrepuso a ambas.

—¡Vayamos tras ellos! —urgió Morrison—. ¡No pueden estar muy lejos! —Los demás accedieron con un murmullo.

«No lo bastante deprisa» juzgó Gordon.

—No. Si habéis sido lentos para llegar aquí, lo seréis mucho más para enfrentaros a la inevitable emboscada. Avanzaremos en línea de guerrilla y recuperaremos el cuerpo de Tracy. Después nos iremos a casa.

Uno de los granjeros que más había exigido la persecución mostró un alivio inmediato. Aunque los otros miraron a Gordon, odiándolo por sus palabras.

«Tranquilizaos, muchachos —pensó él amargamente—. Si fuese un verdadero conductor de hombres, hubiera encontrado un medio mejor que éste para daros valor.»

Dejó el termo sin ofrecer sidra a los demás. Lo que ese gesto significaba estaba claro: no la merecían.

—Andando, —dijo, echándose un ligero fardo sobre los hombros.

Esta vez fueron más rápidos al recoger sus pertrechos y trepar por la nieve. De la izquierda y la derecha vio salir a Joe y a Andy y ocupar su sitio en los flancos. Los holnistas nunca se habrían expuesto tanto a ser vistos, por supuesto, pero ellos tenían mucha más práctica que estos renuentes soldados.

Los que llevaban rifles cubrían a los que iban armados con cuchillos, que corrían delante. Gordon mantuvo el paso con facilidad, exactamente tras la línea de guerrilla. Al cabo de un minuto sintió a Bokuto a su lado, que había surgido de repente de detrás de un árbol. A pesar de todo su celo, ninguno de los granjeros había advertido su presencia.

La expresión del explorador era de indiferencia, pero Gordon sabía lo que sentía. No le miró a los ojos.

De delante les llegó una exclamación repentina y colérica. El que encabezaba el grupo debía de haber encontrado el cuerpo mutilado de Tracy.

—Imagine cómo se sentirían si alguna vez descubrieran la verdad —dijo Philip a Gordon en voz baja—. O si averiguasen la verdadera razón por la que la mayoría de sus exploradores son muchachas.

Gordon se encogió de hombros. Había sido idea de una mujer, pero él la había aceptado. La culpa era sólo suya. Tanta culpa, en una causa que él sabía que estaba perdida.

Y aun así, no podía permitir que el cínico Bokuto conociera toda la verdad. Por su bien, Gordon mantuvo las apariencias.

—Tú conoces la razón principal —dijo a su ayudante—. Aparte de las teorías de Dena y la promesa de Cíclope, aparte de todo, tú sabes por qué lo hacemos.

Bokuto asintió, y por un breve instante hubo algo más en su voz.

—Por Estados Unidos Restablecidos —repuso quedamente, casi con reverencia.

«Mentiras sobre mentiras —pensó Gordon—. Si descubrieses alguna vez la verdad, amigo mío…»

—Por Estados Unidos Restablecidos —convino en voz alta—. Sí.

Se adelantaron juntos para observar a su ejército de hombres atemorizados, aunque ahora furiosos.

2

—No sirve, Cíclope.

Al otro lado del grueso panel de cristal, un ojo perlado y opalescente lo miraba desde un alto cilindro envuelto en bruma helada. Una doble hilera de lucecitas parpadeantes formaba ondas repitiendo una compleja pauta una y otra vez. Aquél era el fantasma de Gordon… el fantasma que llevaba meses acosándolo… la única mentira que había encontrado que era capaz de enfrentarse a su maldito fraude.