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»Y sin embargo, estos estudios hechos a finales de siglo dicen que la mayoría de las mujeres americanas de aquel tiempo todavía desconfiaba de la tecnología.

»¡No puedo creerlo! ¿Es cierto? ¿Eran todas idiotas?

Gordon escupió en la palangana y miró la cubierta del libro. El título era una brillante impresión holográfica:

¿QUIÉNES SOMOS?
UN RETRATO DE AMÉRICA EN LOS AÑOS NOVENTA

Escurrió el cepillo de dientes.

—No era tan simple, Dena. La tecnología se había considerado una tarea masculina durante miles de años. Incluso en los noventa, sólo una pequeña fracción de los ingenieros y científicos eran mujeres, aunque su número aumentaba y eran muy buenas.

—¡Eso no tiene importancia! —interrumpió Dena. Cerró el libro y sacudió su pelo castaño claro para dar énfasis—. ¡Lo que importa es a quién beneficia! ¡Aunque fuera un trabajo realizado por hombres, la tecnología ayudaba mucho más a las mujeres! Compara la América de tu tiempo con la de hoy, y dime que estoy equivocada.

—El presente es un infierno para las mujeres —convino él. Levantó el jarro y vertió agua en la manopla. Se sentía muy fatigado—. La vida es mucho peor para ellas que para los hombres. Es brutal, dolorosa y breve. Y para mi vergüenza, dejo que me persuadas para situar chicas en el peor y más peligroso…

Dena parecía decidida a no dejarle acabar una sola frase. ¿O era que percibía su dolor por la muerte de la joven Tracy Smith y quería cambiar de tema?

—¡Bien! —exclamó ella—. Pero lo que quiero saber es por qué las mujeres temían a la tecnología antes de la guerra, si este estúpido libro tiene razón, cuando la ciencia había hecho tanto por ellas, ¡cuando la alternativa era tan terrible!

Gordon volvió a colgar la manopla. Meneó la cabeza. Hacía mucho tiempo de todo aquello. Desde entonces, en sus viajes, había visto horrores que dejarían a Dena sin habla, si alguna vez decidía contárselos.

Ella sólo era una niña cuando la civilización se derrumbó. Excepto por los terribles días anteriores a su adopción en la Morada de Cíclope, sin duda olvidados desde hacía mucho, había crecido en un lugar que quizás era el único en el mundo donde quedaban vestigios de las viejas comodidades. No era de extrañar que todavía no tuviera los cabellos grises, a su avanzada edad de veintidós años.

—Hay quienes afirman que la tecnología fue lo que hundió a la civilización —sugirió él. Se sentó en una silla junto a la cama y cerró los ojos, esperando que ella recogiese la indirecta y se marchara pronto. Habló sin moverse—. Esa gente quizá tenga algo de razón. Las bombas y los microbios, el Invierno de los Tres Años, las redes en ruinas de una sociedad interdependiente…

Esta vez no lo interrumpió. Fue su propia voz la que decidió pararse. No podía recitar aquella letanía.

«… hospitales… universidades… restaurantes… brillantes aeroplanos que llevaban a ciudadanos libres a cualquier parte adonde quisiesen ir…

»… niños de ojos claros riendo bajo las salpicaduras de los aspersores del césped… fotografías enviadas desde las lunas de Júpiter y Neptuno… el sueño de las estrellas… y máquinas maravillosas, sabias, que urdían deliciosos juegos de palabras y nos enorgullecían…

»… conocimiento…»

—Bazofia antitecnológica —dijo Dena, descartando su sugerencia con dos palabras—. Fue la gente, no la ciencia, lo que hundió al mundo. Lo sabes, Gordon. Fue cierta clase de gente.

Cuando ella volvió a hablar su voz era más suave.

—Ven aquí. Quítate esa ropa sudada.

Gordon iba a protestar. Aquella noche sólo deseaba ovillarse y aislarse del mundo, posponer las decisiones del día siguiente y hundirse en un sopor de inconsciencia. Pero Dena era fuerte e implacable. Sus dedos se ocuparon de sus botones y lo empujó para que se echara en las almohadas.

Estaban impregnadas de su perfume.

—Sé por qué todo se vino abajo —declaró Dena entre tanto—. ¡El libro está en lo cierto! Las mujeres simplemente no prestaron suficiente atención. El feminismo se desvió hacia cuestiones periféricas, y pasaron por alto el auténtico problema: los hombres.

«Vosotros hacíais vuestro trabajo bastante bien. Proyectando, fabricando y construyendo cosas. Los varones pueden ser brillantes en ese sentido. Pero cualquiera con un poco de juicio puede ver que de una cuarta parte a la mitad de vosotros sois unos lunáticos, violadores y asesinos. Vigilaros era cosa nuestra, cultivar a los mejores y apartar a los bastardos.

Asintió, absolutamente satisfecha con su lógica.

—Fuimos las mujeres quienes fallamos, quienes dejamos que ocurriese.

Gordon murmuró:

—Dena, estás completamente loca, ¿lo sabes? —Ya se había dado cuenta de lo que ella estaba maquinando. Este era otro intento de influir en él para que accediese a cualquier descabellado proyecto para ganar la guerra. Pero esta vez no iba a funcionar.

En el fondo de su mente, lo único que deseaba era que la pretendida amazona se fuese y lo dejara solo. Pero su perfume se le había metido en la cabeza. E incluso con los ojos cerrados fue consciente de ello cuando su camisa de hilo cayó al suelo sin ruido y ella apagó la vela.

—Puede que esté loca —dijo—. Pero sé de qué estoy hablando. —Se deslizó a su lado—. Lo sé. Nosotras tuvimos la culpa.

El suave roce de su piel fue como una descarga eléctrica en el costado de Gordon. Su cuerpo pareció despertar aun cuando, tras los párpados, procuró aferrarse a su orgullo y a la huida que proporcionaba el sueño.

—Pero las mujeres no permitirán que suceda otra vez —susurró Dena. Le acarició el cuello con la nariz y deslizó las yemas de los dedos por su hombro—. Hemos aprendido respecto a los hombres; sobre los héroes y los bastardos y cómo apreciar la diferencia.

»Y estamos aprendiendo respecto a nosotras, también.

Su piel era cálida. Gordon la rodeó con los brazos y la atrajo a su lado.

—Esta vez —suspiró Dena—, será diferente.

Gordon le tapó la boca con la suya, aunque sólo fuese para que al fin dejara de hablar.

5

—Cómo demostrará el joven Mark, incluso un niño puede usar nuestro nuevo visor nocturno de infrarrojos, combinado con un rayo láser localizador, para captar un objetivo en una oscuridad casi absoluta.

El Consejo de Defensa de Willamette Valley se hallaba sentado a una larga mesa, sobre el estrado de la mayor sala de lectura en el viejo recinto de la Universidad Estatal de Oregón, obsevando cómo Peter Aage exhibía la última «arma secreta» salida de los laboratorios de los Funcionarios de Cíclope.

Gordon apenas pudo distinguir al larguirucho técnico cuando se apagaron las luces y se cerraron las puertas. Pero la voz de Peter Aage era estentóreamente clara.

—En la parte trasera de la sala hemos colocado un ratón en una jaula, que representará a un enemigo infiltrado. Mark conecta ahora el disparador del visor. —Se oyó un leve chasquido en la oscuridad—. Ahora busca la radiación térmica emitida por el ratón…

—¡Lo veo! —silbó la voz del niño.

—Buen muchacho. Ahora, Mark hace oscilar el láser para que caiga sobre el animal…

—¡Lo conseguí!

—… y una vez que el rayo está en la posición correcta, nuestro localizador cambia las frecuencias láser para que un punto visible nos muestre a los demás… el ratón.