Cuatro de los voluntarios eran muchachos, de apenas edad para afeitarse. Los otros eran viejos.
Gordon no deseaba pensar, pero los recuerdos lo asaltaron mientras se ponía las botas y el poncho de lana.
A pesar de su victoria casi total, George Powhatan parecía muy ansioso por ver partir a Gordon y su grupo. Los visitantes incomodaban al patriarca de la montaña de Sugarloaf. Su dominio no sería el mismo hasta que se marcharan.
Resultó que Dena había hecho dos envíos, uno además de su loca carta. En él se las había arreglado para enviar regalos a las mujeres de la casa de Powhatan a pesar de Gordon, despachándolos vía «Correo de EE UU». Diminutas pastillas de jabón, agujas y ropa interior iban acompañadas de pequeños panfletos mimeografiados. Había frascos de píldoras y ungüentos que Gordon reconoció como procedentes de la farmacia central de Corvallis. Y vio copias de la carta que le había enviado a él.
Todo el asunto confundió a Powhatan. Al menos tanto como el discurso de Gordon. La carta de Dena le había puesto enfermo.
—No lo comprendo —dijo, sentado a horcajadas en una silla mientras Gordon se preparaba para partir—. ¿Cómo puede una mujer obviamente inteligente haber concebido ideas tan estrambóticas? ¿No se ha preocupado nadie lo bastante de inculcarle un poco de sentido común? ¿Qué creen ella y su pandilla de jovencitas que pueden hacer contra los holnistas?
Gordon no se molestó en responder, pues sabía que su respuesta irritaría a Powhatan. De todas formas, tenía prisa. Aún esperaba contar con tiempo para regresar y detener a las Exploradoras antes de que llevasen a cabo la mayor idiotez desde la guerra Fatal misma.
A pesar de ello, Powhatan siguió indagando. El hombre parecía sinceramente perplejo. Y no estaba acostumbrado a quedar marginado. Por último, Gordon se encontró hablando en defensa de Dena.
—¿Qué clase de «sentido común» habría hecho que le inculcasen, George? ¿La lógica de desaliñadas e insignificantes mujeres que cocinan para hombres satisfechos, aquí en Camas? ¿O quizá debería hablar sólo cuando le hablaran, como esas pobres mujeres que viven como ganado en Rogue, y ahora en Eugene?
»Quizá estén equivocadas. Tal vez incluso estén locas. Pero al menos Dena y sus compañeras se preocupan por algo más importante que ellas mismas, y tienen agallas para luchar por eso. ¿Lo haces tú, George? ¿Lo haces tú?
Powhatan bajó la mirada al suelo. Gordon apenas oyó su respuesta.
—¿Dónde está escrito que uno deba preocuparse sólo por grandes cosas? Yo luché por grandes cosas, hace mucho tiempo…, por modos de vida, por principios, por un país. ¿Dónde está todo eso ahora?
Los acerados ojos grises estaban entrecerrados y entristecidos cuando volvieron a mirar a Gordon.
—Averigüé algo. Descubrí que las grandes cosas no corresponden al amor que les dedicas. Toman y toman y jamás dan nada a cambio. Se apoderan de tu sangre y de tu alma, si las dejas, y nunca sueltan la presa.
»Perdí a mi mujer y a mi hijo, mientras estaba lejos luchando por Grandes Cosas. Me necesitaban, pero yo tenía que irme a intentar salvar el mundo. —Powhatan suspiró en la última frase—. Hoy lucho por mi gente, por mi granja, por cosas más pequeñas, cosas que puedo retener.
Gordon observó a Powhatan cerrar la mano, grande y encallecida, como esforzándose por agarrar la vida misma. No se le había ocurrido hasta entonces que aquel hombre temiera a algo en el mundo; pero ahí estaba, visible sólo durante un breve instante.
Un extraño terror en sus ojos.
Powhatan se volvió en el umbral de la puerta de la habitación de Gordon, recortado su rostro de facciones afiladas en la oscilante luz de las velas de sebo.
—Creo que sé por qué su loca mujer está empeñada en llevar a cabo ese disparatado malabarismo que ha tramado, y que no tiene relación alguna con esos grandes «héroes y villanos» sobre los que escribe.
»Las otras mujeres la siguen porque ella es una líder innata para tiempos desesperados. Las ha atrapado en su estela, pobres chicas. Pero ella… —Powhatan meneó la cabeza—. Ella cree que lo está haciendo por grandes razones, pero debajo yace una de las cosas pequeñas.
»Lo hace por amor, señor Inspector. Creo que lo está haciendo únicamente por usted.
Se miraron el uno al otro, aquella última vez, y Gordon se dio cuenta entonces de que Powhatan estaba devolviendo con intereses al cartero la responsabilidad que le había sido entregada sin que él la hubiera solicitado.
Gordon había inclinado la cabeza ante el Señor de la Montaña de Sugarloaf, aceptando la carga, sin gastos de envío.
Dejando el calor de los rescoldos, Gordon se dirigió hacia los caballos y comprobó cuidadosamente sus cinchas. Todas parecían estar bien, aunque los animales daban la impresión de sentirse inquietos aún. Después de todo, habían cabalgado mucho aquel día. Habían dejado atrás las ruinas de la ciudad de antes de la guerra Remote y los viejos Campamentos de Bear Creek. Si en realidad el grupo reanudaba el camino al día siguiente, Calvin Lewis calculaba que llegarían a Roseburg poco después del anochecer.
George Powhatan había sido generoso con las provisiones para el viaje. Les había dado lo mejor de sus establos. Cualquier cosa que quisieran los del norte, les sería entregada. A excepción de George Powhatan, por supuesto.
Mientras Gordon daba unas palmadas al último de los nerviosos caballos y se alejaba bajo los árboles, una parte de él todavía era incapaz de creer que hubiesen recorrido aquel camino para nada. El fracaso tenía un amargo sabor en su boca.
«… ondulantes luces… la voz de una máquina muerta hace mucho tiempo…»
Gordon sonrió sin alegría.
—Si hubiera podido contagiarlo de tu espíritu, Cíclope, ¿crees que lo hubiera logrado? ¡Pero no es tan sencillo llegar a un hombre como él! Está hecho de una materia más fuerte que la mía.
«¿… quién asumirá la responsabilidad…?»
—¡No lo sé! —susurró rápidamente, quedamente, en la oscuridad que lo rodeaba—. ¡Ya ni siquiera me importa!
Se encontraba ahora a unos trece metros del campamento. Se le ocurrió que podía irse al lugar que quisiera. Si desaparecía en el bosque, justamente ahora, aún se hallaría en mejor situación que hacía dieciséis meses cuando, robado e injuriado, se había topado con aquel viejo y destrozado jeep de Correos en un bosque alto y polvoriento.
Había cogido el uniforme y la bolsa únicamente para sobrevivir, pero algo había penetrado dentro de él aquella extraña noche, el primero de muchos fantasmas.
En la pequeña Pine View había comenzado la leyenda que él no buscaba. Aquel Johnny el Eficiente, «cartero» sin sentido, llevaba mucho tiempo fuera de control, cargando con la responsabilidad de una civilización entera. Desde entonces su vida ya no le pertenecía. ¡Pero ahora se dio cuenta de que eso podía cambiar!
«Márchate ya», pensó.
Gordon emprendió la marcha en la densa negrura, usando la única habilidad que nunca le había fallado: su sentido de la orientación y su percepción del terreno. Caminó con paso seguro, captando dónde debían de estar las raíces de los árboles y las pequeñas hondonadas, empleando la lógica de alguien que ha llegado a conocer bien los bosques.
Andar por aquel camino en la casi total oscuridad requería una especial y extraña clase de concentración… algo semejante a un ejercicio de zen que estuviera haciendo efecto, tan absorbente pero más activo que la meditación al atardecer de dos días atrás, sobre la rugiente confluencia de los afluentes del Coquille. Mientras avanzaba parecía distanciarse cada vez más de sus problemas.
¿Quién necesitaba ojos para ver, u oídos para escuchar? Sólo el roce del viento lo guiaba. Eso y el aroma de los rojos cedros y las tenues señales salinas del lejano y expectante mar.