«Márchate ya…» Se dio cuenta con placer de que había hallado un antídoto contra el hechizo. Uno que se oponía y neutralizaba el ondear de las lucecitas en su mente. Un antídoto contra los fantasmas.
Apenas sentía el suelo bajo sus pies mientras caminaba en la oscuridad, repitiendo con creciente entusiasmo: «¡Márchate!»
El exaltado recorrido terminó de forma abrupta y contundente cuando tropezó con algo del todo inesperado, algo que no tenía que estar sobre el terreno del bosque.
Gordon cayó al suelo sin apenas hacer ruido; una capa de agujas de pino cubiertas de nieve paró el golpe. Gordon gateó en torno, pero no pudo identificar en un primer momento el obstáculo que le había hecho caer. Aunque era blando y dúctil al tacto. Retiró la mano pegajosa y caliente.
Las pupilas de Gordon no habrían podido dilatarse más, pero el repentino miedo lo consiguió. Se inclinó y de súbito logró enfocar el rostro de un hombre muerto.
El joven Cal Lewis lo miraba con una helada expresión de sorpresa. El muchacho tenía la garganta rota, cercenada con precisión.
Gordon retrocedió hasta chocar contra el tronco de un árbol cercano. Aturdido, se dio cuenta de que ni siquiera llevaba su cuchillo o su bolsa. De alguna forma, quizás a causa de la fascinación que había ejercido en él George Powhatan, había permitido que un peligroso retazo de confianza se introdujera en él. Tal vez había sido su último error.
Oía en la oscuridad las impetuosas aguas de la corriente principal del Coquille. Tras ella se hallaba la tierra del enemigo. Pero debían de haber cruzado el río.
«Los emboscados no saben que estoy aquí», dedujo. No parecía posible después del modo en que se había movido, absorto, hablando consigo mismo, pero quizás el cerrado cerco del enemigo tenía un agujero.
Tal vez se habían distraído.
Gordon comprendió bien el sistema. Primero se eliminaban los vigilantes, después, en una embestida, se precipitan sobre el desprevenido campamento. Esos muchachos y viejos que dormían junto a la fogata no tenían ahora con ellos a George Powhatan. No deberían haber dejado su montaña.
Gordon se agachó. Los incursores nunca lo encontrarían allí, en las raíces de aquel árbol. No si permanecía inmóvil. Cuando comenzara la carnicería, mientras los holnistas se ocupaban en recoger trofeos, podía ir hacia el interior del bosque sin dejar rastro.
Dena había dicho que existían dos clases de hombres que contaban… y los situados entre ellos carecían de importancia. «Bien —pensó—. Déjame ser uno de ésos. Conservar la vida impone "condiciones" algún día.»
Se agachó, tratando de hacer el menor ruido posible.
Una ramita crujió, apenas el más leve de los chasquidos llegó de la dirección del campamento. Un minuto después ululó un «pájaro nocturno», un poco más lejos. La imitación fue aceptable y completamente creíble.
Ahora que estaba escuchando, Gordon pensó que en aquellos momentos la envoltura mortal podía estar cerrándose. Su árbol había quedado atrás, fuera del anillo de muerte que se estrechaba.
«Quieto —se dijo—. Espera.»
Trató de no imaginar el aspecto del enemigo oculto, sus caras pintarrajeadas para camuflarse sonriendo con anticipación mientras acariciaban sus engrasados cuchillos.
«¡No pienses en eso!» Cerró los ojos con fuerza, tratando de oír únicamente el latir de su corazón mientras palpaba la fina cadena que rodeaba su cuello. La había llevado siempre, junto con el pequeño silbato que Abby le diera, desde que dejó Pine View.
«Eso es, piensa en Abby.» Intentó imaginarla, sonriendo alegre y amorosa, pero el pensamiento anterior siguió rondando en su cabeza.
Los holnistas querrían cerciorarse de que habían acabado con todos los que hacían guardia antes de cerrar la trampa. Si no se habían ocupado ya del otro vigilante, Phil Bokuto, lo harían pronto.
Agarró con fuerza el regalo de Abby. La cadena le apretó en la nuca.
«Bokuto…» custodiando a su comandante aun cuando desaprobaba… haciendo el trabajo sucio por Gordon bajo la nieve… dedicando todos sus esfuerzos a la causa de un mito… de una nación que había muerto y que nunca podría renacer.
«Bokuto…»
Por segunda vez esa noche, Gordon se halló de pie sin recordar cómo había ocurrido. No intervino su voluntad, únicamente un estridente pitido que horadó la noche cuando sopló con fuerza el silbato de Abby; luego su propia voz, gritando con las manos en cuenco.
«¡Philip! ¡Cuidado!»
… ado… ado… ado… El eco se expandió y dio la impresión de ocupar todo el bosque.
Durante un largo segundo se mantuvo la quietud; después, seis fuertes detonaciones en rápida sucesión sacudieron el aire y, repentinamente, la noche se llenó de gritos.
Gordon parpadeó. Fuera lo que fuese aquello que le había caído encima, era demasiado tarde para retroceder. Tenía que jugar hasta el final.
—¡Se han metido en tu trampa! —gritó tan fuerte como pudo—. ¡George dice que los cogerá en la orilla del río! ¡Phil, cubre la derecha!
¡Qué improvisación! Aunque sus palabras probablemente se habían perdido entre los alaridos, las detonaciones y los gritos de guerra de los supervivencialistas, la algarabía debía de estar truncándoles los planes. Gordon siguió gritando y dando pitidos con el silbato para confundir a los emboscados.
Los hombres daban alaridos y rodaban por la maleza en lucha desesperada. Las llamas de la avivada fogata se elevaban a gran altura, proyectando sombras que forcejeaban a través de los árboles.
Si la lucha continuaba aún pasados dos minutos, Gordon sabría que había una posibilidad después de todo. Gritó como si estuviese dirigiendo a toda una compañía de refuerzos.
—¡No dejéis que esos bastardos escapen por el río! —aulló. Y, en efecto, parecía haber movimientos apresurados por ese lado. Gordon fue de árbol en árbol hacia la lucha, aunque no tenía ningún arma—. ¡Mantenedlos bloqueados! No los dejéis…
Fue entonces cuando de pronto apareció una figura cerca del siguiente árbol. Gordon se detuvo a unos tres metros de los desiguales trazos en blanco y negro que hacían que la cara pintada resultara difícil de distinguir. Una boca como una cuchillada se abrió en una amplia mueca burlona que mostraba una dentadura llena de huecos. El cuerpo que había debajo de la hostil sonrisa era inmenso.
—Un tipo muy ruidoso —comentó el supervivencialista—. Tienes que quedarte callado un rato, eh, ¿Nate? —Los ojos oscuros miraron por encima del hombro de Gordon.
Por un breve instante Gordon empezó a volverse, aunque se dijo a sí mismo que aquello era un truco, que probablemente aquel bastardo estaba solo.
Su atención sólo fluctuó un segundo, pero fue suficiente. La figura camuflada se movió como una exhalación. El golpe de un puño del tamaño de un martillo y duro como una roca hizo que Gordon rodara por el suelo.
El mundo era un torbellino de estrellas y dolor. «¿Cómo había alguien capaz de moverse con tanta rapidez?», se preguntó con los últimos residuos de conciencia.
Fue el último pensamiento claro de Gordon.
10
Una helada y neblinosa lluvia convirtió el embarrado camino en un lodazal que succionaba los entumecidos pies de los prisioneros. Sujetos por el cuello luchaban contra el barro, esforzándose por mantenerse al nivel de los caballos y sus jinetes. Después de tres días, lo único que importaba en el reducido mundo de los cautivos era seguir la marcha y evitar que los golpearan más.
Los vencedores no parecían menos temibles ahora, sin la pintura de guerra. Vestidos con sus ropas de camuflaje de invierno, cabalgaban imperiosamente sobre las monturas de que se habían apropiado en Camas Valley. El holnista más joven que iba en la retaguardia, con un anillo de oro colgado de la oreja, se volvía de vez en cuando para increpar a los prisioneros y tirar de la cuerda atada en la muñeca del que iba en cabeza, haciendo que toda la fila caminara más deprisa.