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»Sí, un equipo de nuestros exploradores de vanguardia halló un caballo de carga en las ruinas de Eugene, suyo, imagino, cuyas alforjas contenían este extrañísimo fardo. Irónicamente, creo que en el instante mismo en que nuestros exploradores estaban cogiendo estas muestras, usted estaba matando a dos de nuestros camaradas en otra parte de la desierta ciudad.

Bezoar alzó la mano antes de que Gordon pudiese hablar.

—No tema represalias. Nuestra filosofía holnista no cree en ellas. Derrotó a dos supervivencialistas en una lucha justa. Eso le hace un igual a nuestros ojos. ¿Por qué cree que han sido tratados como hombres después de ser capturados, y no castrados como un esclavo o un carnero?

Bezoar sonrió afablemente, pero Gordon hervía por dentro. La pasada primavera había visto en Eugene lo que los holnistas habían hecho con los cuerpos de los indefensos rebuscadores a los que habían asesinado. Recordó a la madre del joven Mark Aage, que salvó su vida y la de su hijo gracias a un heroico gesto. Estaba claro que Bezoar creía lo que decía, pero para Gordon su lógica era enfermiza, amargamente irónica.

El supervivencialista calvo extendió las manos.

—Admitimos haber cogido su correo, señor Inspector. ¿Podemos mitigar nuestra culpa alegando ignorancia? Después de todo, hasta que estas cartas llegaron a mis manos, ninguno de nosotros había oído hablar nunca de los Estados Unidos Restablecidos.

»Imagine nuestro asombro cuando vimos esto… cartas llevadas de pueblo en pueblo, autorizaciones para nuevos jefes de correos, y esto —levantó un fajo de cuartillas de aspecto oficial—, estas declaraciones del gobierno provisional de St. Paul City.

Sus palabras eran conciliatorias y parecían serias. Pero había algo en el tono de voz del hombre… Gordon no pudo definirlo, pero fuera lo que fuese le inquietó.

—Usted lo conoce —puntualizó—. Y sin embargo continúa. Dos de nuestros mensajeros postales han desaparecido sin dejar rastro desde su invasión del norte. Su «Ejército de Liberación Americano» está en guerra con Estados Unidos desde hace muchos meses, Coronel Bezoar. Y en eso no puede alegar ignorancia.

Las mentiras le salían fácilmente ahora. En lo esencial, después de todo, sus palabras eran ciertas.

Desde aquellas pocas semanas, justo después de que se «ganara» la Gran Guerra, cuando EE UU aún tenía un gobierno y los alimentos y materiales todavía se transportaban con seguridad por las autopistas, el verdadero problema no había sido el maltrecho enemigo sino el caos interior.

El grano se pudría en rebosantes silos mientras los granjeros se arruinaban a causa de plagas leves contra las que existían vacunas. En las ciudades se disponía de ellas, y allí la inanición mataba a multitudes. Moría más gente debido al desorden y a la anarquía (la destruida red de comercio y asistencia médica) que a todas las bombas y gérmenes, o incluso a los tres años de semioscuridad.

Hombres como aquél dieron el golpe de gracia, acabaron con cualquier posibilidad que tuvieran esos millones de personas.

—Quizá, quizá —Bezoar tomó un trago del amargo licor. Y sonrió—. Desde entonces, muchos han afirmado ser los auténticos herederos de la soberanía americana. Así sus «Estados Unidos Restablecidos» controlan grandes áreas y poblaciones, y así entre sus líderes se incluyen algunos viejos zoquetes que una vez compraron un cargo electo con dinero en metálico y una sonrisa televisiva. ¿Los convierte eso en la verdadera América?

Por un instante la actitud calmada y razonable pareció romperse, y Gordon vio al fanático que había dentro, inmutable excepto quizá por la radicalización de los años. Gordon había oído ese tono… hacía mucho, en la voz de Nathan Holn retransmitida por radio, antes de que el «santo» supervivencialista fuese colgado, tras lo cual tuvo que hablar a través de sus partidarios.

Era la misma filosofía solipsista del ego que había espoleado la violencia del nazismo, del estalinismo. Hegel, Horbiger, Holn; las raíces eran idénticas. Verdades deducidas, pretenciosas y ciertas, pero no para ser examinadas a la luz de la realidad.

En Norteamérica, el holnismo fue una regresión en un tiempo que, por otra parte, había sido de una incomparable brillantez, una vuelta a los egoístas ochenta. Pero otra versión del mismo mal, el «Misticismo Eslavo», ostentaba actualmente el poder en el otro hemisferio. Aquella demencia finalmente arrastró al mundo a la guerra Fatal.

Gordon sonrió con gravedad.

—¿Quién puede decir lo que es legítimo, después de todos estos años? Pero una cosa es cierta, Bezoar, el «verdadero espíritu de América» parece haberse convertido en una pasión por cazar holnistas. Su culto a la fuerza es detestado, no sólo en EE UU Restablecidos sino en casi todos los lugares por donde he viajado. Aldeas rivales se unían ante el rumor de haber visto una de sus bandas. Cualquier hombre que vista el traje de camuflaje del Ejército es colgado sin tardanza.

Sabía que había dado en el clavo. Las ventanas nasales del oficial aletearon.

—Coronel Bezoar, por favor. Y apostaría a que hay zonas en la que eso no ocurre, señor Inspector. ¿Florida, tal vez? ¿Y Alaska?

Gordon se encogió de hombros. Ambos Estados habían quedado silenciados el día después de que cayeran las primeras bombas. También hubo otros lugares, como el sur de Oregón, donde la milicia no se había atrevido a entrar, ni siquiera armada.

Bezoar se levantó y fue hasta una estantería. Extrajo un grueso volumen.

—¿Ha leído a Nathan Holn? —preguntó, afable la voz una vez más.

Gordon negó con la cabeza.

—¡Pero, señor! —protestó Bezoar—. ¿Cómo puede conocer a su enemigo sin saber lo que piensa? Por favor, tome este ejemplar del Imperio Perdido… La biografía, de ese gran hombe que fue Aaron Burr, escrita por Holn. Puede hacerle cambiar de parecer.

»Creo, señor Krantz, que usted es la clase de hombre que podría convertirse en holnista. A menudo los fuertes sólo necesitan que les abran los ojos para ver que han sido atrapados por la propaganda de los débiles, que podrían tener el mundo, sólo con extender las manos y cogerlo.

Gordon reprimió la primera respuesta que se le ocurrió y cogió el libro que le ofrecía. Probablemente no sería sensato provocar demasiado a aquel tipo. Después de todo, una sola palabra suya bastaba para que los matasen.

—De acuerdo. Me ayudará a pasar el rato mientras dispone nuestro traslado a Willamette —dijo con gran calma.

—Sí —coincidió Johnny Stevens, que habló por primera vez—. Y de paso, ¿qué le parece pagar el franqueo extra necesario para terminar de repartir ese correo robado que transportaremos con nosotros?

Bezoar devolvió a Johnny la fría sonrisa, pero antes de que acertara a replicar, se oyeron pasos en el porche de madera de la antigua estación de guardabosques. La puerta se abrió y entraron tres hombres barbudos vestidos con los tradicionales atuendos en verde y negro.

Uno de ellos, el más bajo aunque con mucho el más imponente, lucía un único pendiente en la oreja, en el que brillaban unas grandes gemas engastadas.

—Caballeros —dijo Bezoar, levantándose—. Permítanme presentarles al General de Brigada Macklin, Reserva del Ejército de EE UU, unificador de los clanes holnistas de Oregón y comandante de las Fuerzas de Liberación Americanas.

Gordon se puso en pie, aturdido. Por un instante no pudo hacer otra cosa que mirar. El General y sus dos ayudantes eran los seres humanos de aspecto más extraño que había visto nunca.

No había nada desacostumbrado en sus barbas o pendientes… o en la corta ristra de mustios trofeos que cada uno llevaba como adorno ceremonial. Pero los tres tenían cicatrices terribles, dondequiera que los uniformes permitían verles el cuello y los brazos. Y bajo las tenues líneas dejadas por la cirugía mucho tiempo atrás, los músculos y tendones parecían combarse y formar nudos de una forma insólita.