—Roma existió mucho antes de la Revolución Americana, ¿verdad, Gordon? Bien, ¿entonces qué era esa —tomó el libro de nuevo—, esa Orden de Cincinatus de que habla este tipo?
Gordon observó la procesión que se acercaba al cobertizo-prisión. Dos siervos llevaban una camilla, vigilados por varios soldados supervivencialistas vestidos de caqui.
—George Washington fundó la Orden de los Cincinnati después de la Guerra Revolucionaria —contestó distraído—. Sus antiguos oficiales eran los principales miembros…
Gordon calló cuando su guardián salió y abrió la puerta, observaron cuando los siervos entraron y dejaron su carga sobre la paja. Ellos y sus escoltas dieron media vuelta y se marcharon sin pronunciar palabra.
—Está muy mal herido —dijo Johnny cuando se acercaron a examinar al hombre herido—. Hace días que no le cambian el vendaje.
Gordon había visto muchos heridos desde los años en que, siendo un alumno de segundo curso, fue llamado a la milicia. Había aprendido a hacer muchos diagnósticos aproximados mientras servía en el pelotón del teniente Van. Una ojeada le mostró que las heridas de bala de aquel hombre podían haberse curado, muy probablemente, con un tratamiento adecuado. Pero el olor de la muerte pendía ahora sobre la inmóvil figura, procedente de miembros supurados con marcas de tortura.
—Espero que les mintiera —murmuró Johnny mientras se afanaba en poner cómodo al prisionero moribundo. Gordon ayudó a abrigarle con sus mantas. Le intrigaba la procedencia del tipo. No parecía de Willamette. Y, al contrario que la mayoría de los habitantes de Camas y Roseburg, había ido pulcramente afeitado hasta hacía poco. A pesar de los malos tratos, tenía demasiada carne sobre los huesos para haber sido un esclavo.
De pronto Gordon se detuvo y se agachó. Sus ojos parpadeaban mientras miraba con fijeza.
—Johnny, observa esto. ¿Es lo que yo creo que es?
Johnny miró hacia donde le señalaba; luego, quitó las mantas para ver mejor.
—Bueno, yo… ¡Gordon, esto parece un uniforme!
Gordon asintió. Un uniforme… y claramente confeccionado en la posguerra. El corte y el color eran completamente distintos a los que llevaban los holnistas y a todos los que habían visto en Oregón anteriormente.
Sobre un hombro, el moribundo llevaba un parche bordado con un símbolo que Gordon conocía desde mucho tiempo atrás: un oso pardo andando sobre una franja roja… en contraste con un campo dorado.
Poco más tarde llegó un mensaje requiriendo la presencia de Gordon otra vez. La acostumbrada escolta fue a buscarlo a la luz de una antorcha.
—Ese hombre de ahí se está muriendo —le dijo al que mandaba la guardia.
El taciturno holnista con tres pendientes se encogió de hombros.
—¿De veras? Mandaré a una mujer para que lo atienda. Ahora, vamos. El General espera.
Cuando subían por el sendero iluminado por la luna se encontraron con alguien que iba en dirección contraria. La figura de hombros caídos se apartó y esperó a que pasaran los hombres, con los ojos puestos en la bandeja de rollos de vendas y ungüentos que llevaba. Niguno de los indiferentes guardianes pareció reparar en ella.
En el último momento, sin embargo, levantó sus ojos hacia Gordon. Éste reconoció a la mujer menuda de pelo castaño entreverado de gris, la que había cogido y arreglado su uniforme unos días atrás. Trató de sonreír —le mientras pasaban, pero sólo pareció inquietarla. Ella agachó la cabeza y se perdió entre las sombras rápidamente.
Entristecido, Gordon continuó sendero arriba con su escolta. Ella le había recordado un poco a Abby. Una de sus preocupaciones se refería a sus amigos de Pine View. Los exploradores holnistas que encontraron su diario habían estado muy cerca de la amistosa y pequeña aldea. La frágil civilización de Willamette no era lo único que estaba en peligro.
Comprendió que nadie estaba ya a salvo en parte alguna. Excepto, quizá, George Powhatan, que vivía en la seguridad que le proporcionaba la cima de la montaña de Sugarloaf, atendiendo a sus abejas y cerveza mientras el resto del mundo ardía.
—Me estoy cansando de sus evasivas, Krantz —dijo el General Macklin cuando los guardianes abandonaron la biblioteca de la antigua estación de guardabosques.
—Me pone en una situación difícil, General. Estoy estudiando el libro que el Coronel Bezoar me dejó, tratando de comprender…
—Cállese. —Macklin se aproximó hasta que su cara estuvo a dos palmos de la de Gordon. Incluso visto desde arriba, el semblante extrañamente deformado del holnista intimidaba—. Conozco a los hombres, Krantz. Usted es fuerte, de acuerdo, y sería un buen vasallo. Pero está contaminado por el sentido de culpa y otros venenos «civilizados». Tanto es así que estoy empezando a creer que tal vez no podamos sacar provecho de usted, después de todo.
La insinuación era directa. Gordon hizo esfuerzos por disimular la debilidad de sus rodillas.
—Usted podría ser el Barón de Corvallis, Krantz. Un señor importante en nuestro nuevo imperio. Podría conservar incluso algunos de sus extravagantes y anticuados sentimientos, si lo desea… y es lo bastante fuerte para imponerlos. ¿Quiere ser amable con sus propios vasallos? ¿Quiere estafetas postales?
»Podemos incluso encontrar una utilidad para esos "Estados Unidos Restablecidos" suyos. —Macklin sonrió a Gordon mostrando sus dientes—. Por eso sólo Charlie y yo sabemos de su pequeño diario negro, hasta que podamos descartar la idea.
»No es porque usted me agrade, comprenda. Es porque nos beneficiaríamos un poco si colaborase. Podría entenderse con esos técnicos de Corvallis mejor que ninguno de mis muchachos. Hasta podríamos dejar que esa máquina, Cíclope, siguiera funcionando, si pagara su propio mantenimiento.
Así que los holnistas aún no estaban enterados de la falsedad que rodeaba a la gran computadora. No era que importase mucho. Nunca se habían preocupado realmente por la tecnología, excepto por la necesaria para hacer la guerra. La ciencia beneficiaba demasiado a todo el mundo, especialmente a los débiles.
Macklin cogió el atizador de la chimenea y se dio unos golpecitos en la palma de la mano izquierda.
—La alternativa, por supuesto, es que tomaremos Corvallis de todas formas, esta primavera. Sólo que si hemos de hacerlo a nuestro modo, arderá. Y no habrá estafetas en ningún sitio, muchacho. Y nada de ridículas máquinas inteligentes.
Acercó el atizador a una hoja de papel que había sobre el escritorio, junto a una pluma y un tintero. Gordon sabía bien lo que aquel hombre esperaba de él.
Si todo lo que tenía que hacer hubiera sido acceder al proyecto, Gordon lo habría hecho de inmediato. Hubiera seguido el juego hasta encontrar una oportunidad de dejarlo.
Pero Macklin era demasiado astuto. Quería que Gordon escribiese al Consejo de Corvallis y convenciera a sus miembros de que rindieran algunas poblaciones clave como acto de buena voluntad antes de que él fuese liberado.
Desde luego, únicamente tenía la promesa del General de que sería nombrado «Barón de Corvallis» después de aquello. Dudaba de que la palabra de Macklin valiese más que la suya propia.
—Quizá crea que no somos lo bastante fuertes para vencer a su patético «Ejército de Willamette» sin su ayuda. —Macklin rió. Se volvió hacia la puerta—. ¡Shawn!
El fornido guardaespaldas de Macklin apareció en la habitación tan rápida y sigilosamente como un fantasma. Se acercó al General y se puso firme dando un golpe seco.
—Voy a revelarle algo, Krantz: Shawn, yo y ese arisco gato que lo capturó, somos los últimos de nuestra especie. —Y, confidencialmente, agregó—: En realidad fue un asunto muy secreto, pero puede que haya oído algunos rumores. Los experimentos condujeron a ciertas unidades especiales de lucha, distintas a todo lo conocido hasta entonces.