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—¿Qué hacemos? —preguntó Johnny—. Si empujamos con fuerza, todos a la vez, podemos romperla y correr sendero abajo hasta las canoas…

—¡Chsss! —Gordon le hizo callar. Había visto una figura que se movía en la oscuridad exterior.

Una figura menuda y harapienta se movió con rapidez, cautelosa, hacia el claro iluminado por la luna justo desde la cabaña, procedente del lugar donde yacían los guardianes.

—¡Es ella! —susurró Johnny. También Gordon reconoció a la sirvienta de pelo oscuro, la que había escrito el patético y breve mensaje en la carta de Dena. Observó como superaba el terror y se disponía a acercarse a cada uno de los guardianes, por turno, para comprobar si respiraban y vivían.

Todo su cuerpo se estremeció y dejó escapar sordos gemidos mientras buscaba el manojo de llaves bajo el cinturón del segundo hombre. Para cogerlas tenía que pasar los dedos a través de la cuerda que sujetaba los horribles trofeos, pero cerró los ojos y lo consiguió, aunque tintinearon levemente.

Cada segundo era una agonía mientras forcejeaba con el cerrojo. Su liberadora se apartó para que los dos hombres salieran. Corrieron hacia los guardianes y los despojaron de los cuchillos, las cananas y los rifles. Arrastraron los cuerpos hacia el cobertizo, cerraron y trabaron la puerta.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Gordon a la agazapada mujer, agachándose ante ella. Respondió con los ojos cerrados.

—Heather.

—Heather. ¿Por qué nos has ayudado?

Abrió los ojos. Eran de un sorprendente color verde.

—Su… su mujer escribió… —Hizo un visible esfuerzo por sobreponerse—. Nunca creí lo que las viejas contaban de los tiempos de antes… Pero luego algunos de los nuevos prisioneros hablaron de cómo eran las cosas en el norte… y ahí estaba usted… No me pegará demasiado fuerte por leer la carta, ¿verdad?

La mujer se encogió cuando Gordon alargó la mano para acariciarle la mejilla, por lo que la retiró. La ternura era algo demasiado extraño para ella. Acudieron a su mente toda clase de argumentos para tranquilizarla, pero optó por la declaración más sencilla, la que ella entendería:

—No voy a pegarte —le dijo—. Nunca.

Johnny apareció a su lado.

—Sólo hay un guardián abajo, vigilando las canoas. Creo que he descubierto la manera de acercarnos sin peligro. Aunque sea un Rogue, ahora no está sobre aviso. Podemos cogerlo desprevenido.

Gordon mostró su acuerdo con un movimiento de cabeza.

—Tendremos que llevarla con nosotros —dijo.

Johnny pareció debatirse entre la compasión y lo práctico. Evidentemente, consideraba que su primer deber era sacar a Gordon de aquel lugar.

—Pero…

—Sabrán quién envenenó a los guardianes. Si se queda la crucificarán.

Johnny parpadeó, luego asintió, contento en apariencia de tener el dilema resuelto de modo tan inmediato.

—De acuerdo. ¡Pero vamonos ya!

Hicieron ademán de levantarse, pero Heather cogió a Gordon de la manga.

—Tengo una amiga —dijo, y se volvió para hacer señas hacia la oscuridad.

De entre las sombras de los árboles surgió una delgada figura vestida con pantalones y camisa varias tallas mayor de lo que le correspondía, fruncida y ceñida por un gran cinturón. Pese a su indumentaria, la segunda mujer era inconfundible. La amante de Charles Bezoar llevaba el rubio cabello recogido en la nuca y un pequeño paquete. Parecía aún más nerviosa que Heather.

Al fin y al cabo, pensó Gordon, ella tenía mucho que perder en el intento de escapar. Exponerse con dos pintorescos extranjeros de un norte casi mítico demostraba cuán desesperada estaba.

—Se llama Marcia —dijo la mujer mayor—. No estábamos seguras de que quisieran llevarnos, así que hemos traído algunos regalos con el objeto de convencerlos.

Con las manos temblorosas, Marcia desató un hule negro.

—A-aquí está su co-correo —dijo. La muchacha extrajo los papeles con delicadeza, como si temiera profanarlos con su tacto.

Gordon estuvo a punto de echarse a reír al ver el fajo de cartas casi sin valor. Pero se detuvo en seco cuando vio el otro objeto que le ofrecía: un librito encuadernado en negro y muy deteriorado. Entonces, Gordon sólo pudo pestañear pensando en los riesgos que habría corrido para conseguir aquello.

—De acuerdo —dijo; cogió el paquete y lo ató de nuevo—. ¡Seguidnos y guardad silencio! Cuando haga señas con la mano, os agacháis y esperáis.

Ambas mujeres asintieron solemnemente. Gordon se volvió, como si encabezara el grupo, pero Johnny ya se había adelantado, enfilando el sendero que bajaba hasta el río.

«No discutas esta vez. Él tiene razón, maldita sea.»

La libertad era más maravillosa de lo que cabía imaginar. Pero con ella siempre iba otra cosa: el Deber.

Aunque detestaba el hecho de volver a ser «importante», siguió a Johnny, agazapado, guiando a las mujeres hacia las canoas.

15

No cabía elegir qué dirección tomar. El deshielo de la primavera había comenzado y el Rogue ya era un torrente impetuoso. Lo único que se podía hacer era ir corriente abajo y rezar.

Johnny todavía estaba exultante por su proeza. El centinela no se había vuelto hasta que estuvo a dos pasos, y cayó casi sin producir ruido cuando Johnny se abalanzó sobre él, terminando sus forcejeos con tres rápidas cuchilladas. El joven de Cottage Grove estaba embriagado por su hazaña cuando ayudaron a las mujeres a subir al bote y partieron, dejándose arrastrar hacia el centro de la corriente.

Gordon no había tenido valor para decírselo a su joven amigo. Pero había visto la cara del guardián antes de arrojarlo al río. El pobre Roger Septien parecía sorprendido, herido; no daba la imagen del superhombre holnista.

Gordon recordó la primera vez que él mató, hacía casi dos décadas, disparando contra saqueadores e incendiarios cuando todavía quedaba una cadena de mando, antes de que las unidades de la milicia se disolvieran en las revueltas que habían ido a sofocar. No recordaba haberse enorgullecido entonces. Aquella noche lloró por el hombre al que había matado.

Pero los tiempos habían cambiado, y un holnista muerto era algo bueno, sin tener en cuenta los métodos empleados.

Habían inutilizado todas las canoas del embarcadero. Cada instante de retraso había sido una agonía, pero teman que estar seguros de que no serían perseguidos con demasiada facilidad. En contrapartida, aquello proporcionó a las mujeres algo que hacer y ellas se dedicaron al trabajo con gusto. Después, Marcia y Heather parecieron un poco menos acobardadas e inquietas.

Se acurrucaron en el centro de la canoa cuando Gordon y Johnny levantaron los remos y se esforzaron por realizar aquella desacostumbrada tarea. La luna se ocultaba y salía de entre las nubes mientras ellos sumergían y sacaban los remos, tratando de aprender sobre la marcha el ritmo apropiado.

No se habían alejado mucho cuando llegaron a la primera serie de espumosos rápidos. El tiempo para practicar finalizó en el momento en que se vieron metidos en ellos, teniendo que hacer esfuerzos por esquivar las relucientes rocas, que a menudo no veían hasta el último momento.

El río estaba furioso, impulsado por la nieve fundida. Su rugido llenaba el aire y sus salpicaduras difractaban la intermitente luz de la luna. Era imposible luchar contra él, había que halagarlo, persuadirlo, distraerlo y guiar la frágil barca a través de los peligros apenas entrevistos.

En el primer momento de calma, Gordon los condujo hasta un remolino. Johnny y él reposaron sobre los remos, se miraron y ambos lanzaron una carcajada al mismo tiempo. Marcia y Heather miraron a los dos hombres, que reían hasta la extenuación a causa de la adrenalina acumulada y del rugido de libertad que zumbaba en sus oídos y su sangre. Johnny gritó y golpeó el agua con el remo.