El medio minuto transcurrió más lentamente que ninguno de los vividos por Gordon. De forma extraña, él se sentía ajeno, casi resignado.
Al fin Macklin meneó la cabeza y su voz sonó decepcionada.
—Mal asunto, Krantz. —Le puso el cuchillo bajo la oreja izquierda—. Supongo que es más listo de lo que…
Gordon ahogó un grito. No había oído nada, pero de pronto advirtió que había otro par de mocasines en el borde de la luz, a menos de cinco metros.
—Me temo que sus hombres mataron a ese bravo soldado al que llamaba a gritos. —La suave voz del recién llegado continuó hablando mientras Macklin se volvía, poniendo a Gordon entre ambos—. Philip Bokuto fue un buen hombre —prosiguió la misteriosa voz—. Yo vengo en su lugar, para responder a su desafío como él habría hecho.
Una cinta de abalorios brilló en la cabeza del fornido hombre cuando éste penetró en el círculo iluminado. Llevaba el pelo canoso recogido en una cola de caballo.
Los angulosos rasgos de su cara expresaban una triste serenidad.
Gordon casi pudo sentir el júbilo de Macklin transmitido mediante la poderosa garra que lo asía.
—Bien, bien. Por la descripción que he oído, sólo puede ser el Propietario del Refugio de Sugarloaf, que ha bajado solo de su montaña al fin. El gusto es mayor de lo que puede pensar, señor. Bienvenido sea, ciertamente.
—Powhatan —masculló Gordon, incapaz siquiera de imaginar cómo o por qué estaba allí… —¡Lárgate, imbécil! ¡No tienes ninguna posibilidad! ¡El es un hombre aumentado!
Phil Bokuto había sido uno de los mejores luchadores que Gordon había conocido. Si él a duras penas había conseguido atrapar al más débil de aquellos demonios y había muerto en el intento, ¿qué posibilidad tenía este hombre viejo?
Powhatan escuchó la revelación de Gordon y frunció el entrecejo.
—¿Sí? ¿Te refieres a esos experimentos que se llevaron a cabo a principios de los noventa? Creía que todos habían sido normalizados o asesinados en la época en que estalló la guerra de los eslavos contra los turcos. Fascinante. Esto explica muchas cosas de las dos últimas décadas.
—Entonces ha oído hablar de nosotros —dijo Macklin con ironía.
Powhatan asintió.
—Oí hablar, antes de la guerra. También sé por qué se interrumpió ese experimento; principalmente porque habían reclutado la peor clase de hombres que existía como sujetos.
—Eso dijeron los débiles —convino Macklin—. Porque cometieron el error de aceptar voluntarios de entre los fuertes.
Powhatan negó con la cabeza. De las palabras podía deducirse que estaba manteniendo una cortés discusión sobre semántica. Sólo su pesada respiración parecía delatar algún signo de emoción.
—Aceptaron a guerreros —enfatizó—, esos tipos admirablemente locos tan valiosos cuando son necesarios, y tan problemáticos cuando no lo son. En los noventa se aprendió la lección. Tuvieron muchos quebraderos de cabeza con los hombres aumentados que volvieron a casa conservando su amor a la guerra.
—Problemas es la palabra —rió Macklin—. Permítame presentarle al Problema, Powhatan. —Echó a un lado a Gordon como si acabara de darse cuenta que se interponía entre ellos, y envainó el cuchillo antes de avanzar hacia el hombre que era su enemigo desde hacía tanto tiempo.
Chapoteando en una zanja por segunda vez, Gordon únicamente pudo tenderse en el lodo y gruñir. Sentía todo el costado izquierdo arañado y ardiente, como si se hubiera rozado con carbones encendidos. La conciencia fluctuó y se quedó sólo porque él se negó por completo a dejarla ir. Cuando, al fin, fue capaz de elevar la mirada a través de un túnel distorsionado por el dolor, vio a los otros dos hombres agarrándose el uno al otro, dentro del pequeño oasis de luz proporcionado por la lámpara.
Por supuesto, Macklin estaba jugando con su adversario. Powhatan era impresionante, para ser un hombre de su edad, pero los monstruosos bultos que sobresalían en el cuello, brazos y muslos de Macklin lograban que los músculos de un hombre normal parecieran patéticos en comparación. Gordon se acordó del atizador de la chimenea de Macklin que se había partido como un caramelo.
George Powhatan aspiraba con fuertes y rápidas bocanadas y tenía el rostro enrojecido. A pesar de lo desesperado de la situación, a Gordon le sorprendió profundamente ver señales tan evidentes de miedo en el rostro del Propietario.
«Todas las leyendas deben de estar basadas en mentiras —pensó—. Exageramos, e incluso llegamos a creerlo después de un tiempo.»
Únicamente en la voz de Powhatan parecía quedar un resto de calma. De hecho, casi sonó indiferente.
—Hay algo que debería considerar, General —dijo entre rápidas aspiraciones.
—Después —rezongó Macklin—. Después podremos conversar sobre crianzas y destilerías, Propietario. Ahora voy a enseñarle un arte más práctico.
Veloz como un gato, Macklin atacó. Powhatan saltó a un lado, justo a tiempo. Pero Gordon sintió un estremecimiento cuando se revolvió y lanzó una patada que Macklin esquivó sólo por centímetros.
Gordon comenzó a concebir esperanzas. Quizá Powhatan fuese un natural cuya rapidez —incluso en la mediana edad— pudiera casi igualarse a la de Macklin. De ser así, y con su mayor envergadura, podía lograr mantenerse a distancia de la terrible garra de su enemigo…
El hombre aumentado se abalanzó de nuevo, consiguiendo aferrar la camisa de su oponente. Esta vez Powhatan escapó por menos margen aún, deshaciéndose de la bordada prenda y asestando una serie de golpes, cualquiera de los cuales podía haber matado a un novillo. Casi colocó un salvaje puñetazo en el riñón de Macklin, pero éste lo esquivó. Entonces, como una exhalación, el holnista se giró y asió la muñeca de Powhatan en el aire.
Tentando a la suerte, Powhatan se aproximó y consiguió liberarse con un revés.
Pero Macklin parecía esperar la maniobra. El General pasó de largo de su oponente, y cuando Powhatan se giró para seguirlo, lo asió velozmente y lo mantuvo sujeto por el otro brazo. Macklin sonrió cuando Powhatan trató de zafarse de nuevo, esta vez sin resultado.
A la distancia de un brazo, el hombre de Camas Valley tiró hacia atrás y jadeó. A pesar de la lluvia helada parecía acalorado.
«Ya está», pensó Gordon, perdiendo los ánimos. A pesar de sus pasadas diferencias con Powhatan, trató de pensar en algo que hacer para ayudarle. Miró alrededor en busca de cualquier cosa que arrojar al monstruo aumentado, aunque sólo fuera para distraerlo a fin de que el otro pudiera alejarse.
Pero sólo había barro y varias ramitas mojadas. Y él apenas tenía fuerzas para salir de la zanja adonde había sido empujado. Únicamente pudo quedarse allí y contemplar el desenlace, esperando su turno.
—Ahora —dijo Macklin a su nuevo cautivo—. Ahora diga lo que tenga que decir. Pero más le vale que sea divertido. Mientras yo sonría, usted vivirá.
Powhatan hizo una mueca y tiró, poniendo a prueba la férrea garra de Macklin. Incluso después de un minuto entero no había dejado de respirar profundamente. Ahora la expresión de su rostro parecía distante, como resignada. Su voz resonó extrañamente rítmica cuando respondió al fin:
—Yo no deseaba esto. Les dije que no podría… demasiado viejo… la suerte se acaba… —inspiró profundamente y suspiró—. Les rogué que no me hicieran. Y ahora, ¿para terminar aquí…? —Los grises ojos chispearon —… Pero esto jamás termina… excepto con la muerte.
«Está deshecho —pensó Gordon—. Está destrozado.» No quería presenciar aquella humillación. «Y dejé a Dena para ir a buscar a este famoso héroe…»