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La inesperada imagen desapareció. Gordon sabía que aquella silueta tenía que caer de nuevo, al cañón y al helado torrente que discurría mucho más abajo. Pero en su imaginación vio que la sombra continuaba ascendiendo, como proyectada desde la Tierra.

Grandes cortinas de lluvia eran impulsadas hacia el sur por el angosto desfiladero. Gordon volvió a tientas hasta el tronco de un árbol caído y se sentó pesadamente. Allí se limitó a esperar, incapaz incluso de pensar en moverse; sus recuerdos se agitaban como un río caudaloso y lleno de remolinos.

Por último, oyó un crujido de ramas rotas a su izquierda. Una figura emergió lentamente en la oscuridad y avanzó hacia él con cansancio.

—Dena decía que sólo contaban dos clases de hombres —comentó Gordon—. Siempre me pareció una idea descabellada. Pero nunca me di cuenta de que el gobierno también pensaba de ese modo, antes del final.

El hombre se desplomó en el tronco roto junto a él. Bajo su piel palpitaban un millar de pequeñas hebras. La sangre manaba de cientos de rasguños por todo su cuerpo. Respiraba pesadamente, mirando al vacío.

—Ellos cambiaron su política, ¿verdad? —preguntó Gordon—. Al final, redescubrieron la sabiduría.

Sabía que George Powhatan le había oído, y había comprendido. Pero no hubo respuesta.

Gordon se enojó. Necesitaba una respuesta. Por alguna razón, muy profunda, tenía que saber si Estados Unidos había sido regido, en aquellos últimos años antes de la Calamidad, por hombres y mujeres de honor.

—¡Dime, George! Antes te he oído decir que dejaron de utilizar el tipo guerrero. ¿Quién más había allí, entonces? ¿Seleccionaron a los contrarios? ¿A los que sentían aversión por el poder? ¿A hombres que lucharan bien, pero sólo por cumplir su cometido?

Recordó a un estupefacto Johnny Stevens, siempre ansioso por aprender, siempre tratando de comprender el enigma de un gran líder que despreció una corona de oro por un arado. Nunca se lo había explicado del todo al chico. Y ahora era demasiado tarde.

—¿Y bien? ¿Revivieron el viejo ideal? ¿Buscaron soldados que se vieran a sí mismos principalmente como ciudadanos?

Asió los palpitantes hombros de Powhatan.

—¡Maldito seas! ¿Por qué no me lo dijiste, cuando hice todo el camino desde Corvallis para suplicarte?

¿No crees que yo, al menos, lo hubiera comprendido?

El Propietario de Camas Valley parecía hundido. Cruzó la mirada con Gordon brevemente; luego la apartó otra vez, estremeciéndose.

—Oh, suponías que yo lo comprendería, Powhatan. Sabía a lo que te referías cuando dijiste que las Grandes Cosas son insaciables —Gordon apretó los puños—. Las Grandes Cosas te arrebatarán todo lo que amas, y aún exigirán más. Tú lo sabes, yo lo sé… ese podre idiota de Cincinatus lo sabía, cuando les dijo que podían quedarse con su estúpida corona.

»¡Pero tu error fue creer que eso puede acabar alguna vez, Powhatan! —Gordon se puso en pie, gritando al otro su ira—. ¿Crees sinceramente que tu responsabilidad terminó alguna vez?

Cuando Powhatan habló al fin, Gordon hubo de inclinarse para oírlo debido al rugido de la tormenta.

—Esperaba… estaba tan seguro de que podría…

—¡Tan seguro de que podrías decir no a todas las grandes mentiras! —Gordon rió sarcástica y amargamente—. ¿Seguro de que podías decir no al honor, a la dignidad y a la patria?

»Entonces, ¿qué te hizo cambiar de opinión?

»Te reíste de Cíclope y de la promesa de tecnología. ¡Ni Dios, ni la compasión, ni Estados Unidos Restablecidos hubieran podido moverte! Dime pues, Powhatan, ¿qué poder fue lo bastante fuerte para hacer que siguieras a Phil Bokuto hasta aquí y me buscaras?

Sentado con las manos juntas, el más poderoso hombre vivo, la única reliquia de una época de semidioses, parecía replegarse en sí mismo como un muchacho, exhausto, avergonzado.

—Tienes razón —gruñó—. Nunca acaba. ¡Yo he cumplido mi parte, lo he hecho más de un millar de veces…! Lo único que quería era que me dejaras envejecer en paz. ¿Era demasiado pedir? ¿Lo es? —Tenía los ojos empañados—. Pero nunca, jamás acaba.

Powhatan alzó la mirada, encontró la de Gordon por primera vez y la sostuvo.

—Fueron las mujeres —prosiguió con voz baja, respondiendo al fin a la pregunta de Gordon—. Desde tu visita y aquellas condenadas cartas, no dejaron de hablar, de hacer preguntas.

»Luego llegó la historia de esa locura del norte, incluso a mi valle. Intenté… intenté explicarles que era un disparate lo que hicieron tus amazonas, pero ellas…

A Powhatan se le quebró la voz. Meneó la cabeza.

—Bokuto armó gran revuelo al venir aquí solo… y cuando eso sucedió ellas siguieron mirándome… Me acosaron y me acosaron y me acosaron…

Gimió y se cubrió la cara con las manos.

—Dios del Cielo, perdóname. Las mujeres me empujaron a hacerlo.

Gordon parpadeó atónito. Entre las gotas de lluvia, las lágrimas corrían por el rostro anguloso y preocupado del último hombre aumentado. George Powhatan se estremecía y sollozaba dolorosamente.

Gordon se dejó caer en el áspero tronco junto a él; una gran pesadumbre lo inundaba como el cercano Coquille, crecido a causa de las nieves invernales. Al cabo de otro minuto, sus propios labios estaban temblando.

Los relámpagos destellaban. Rugía el río. Y lloraron juntos bajo la lluvia, lamentándose como únicamente los hombres pueden lamentarse de sí mismos.

INTERLUDIO

El crudo Invierno persiste Hasta que Océano cumple con su deber Empujándolo… con la Primavera

IV. Ningún caos

1

Una nueva leyenda recorrió Oregón, desde Roseburg por todo el norte hasta Columbia, desde las montañas hasta el mar. Viajó por carta y de boca en boca, creciendo cada vez que era contada.

Era una historia más triste que las dos que la precedieron, aquellas que hablaban de una máquina sabia y benevolente y de una nación renacida. También era más perturbadora. Y sin embargo esta nueva fábula poseía un importante elemento del que carecían sus predecesoras.

Era cierta.

La historia hablaba de una banda de cuarenta mujeres, de mujeres locas, al decir de muchos, que habían compartido un voto secreto: hacer lo imposible para terminar con una horrible guerra y hacerlo antes de que todos los hombres buenos muriesen tratando de salvarlas.

Actuaron por amor, explicaron algunos. Otros dijeron que lo hicieron por su país.

Incluso corría el rumor de que las mujeres consideraron su viaje al Infierno una forma de penitencia, para compensar algunas pasadas faltas cometidas por la mitad femenina de la humanidad.

Las interpretaciones variaban, pero la moraleja era siempre la misma, ya se transmitiese oralmente o mediante el Correo de EE UU. De aldea en aldea, de granja en granja, las madres, hijas y esposas leyeron las cartas o escucharon las palabras y las transmitieron.

Los hombres pueden ser brillantes y fuertes, se susurraron unas a otras. Pero los hombres también pueden estar locos. Y los locos pueden arrumar el mundo.

«Mujeres, vosotras debéis juzgarlos…»

Nunca más puede permitirse que las cosas lleguen a este punto, se dijeron unas a otras pensando en el sacrificio que habían hecho las Exploradoras.

Nunca más podemos consentir que la vieja lucha entre hombres buenos y malos continúe eternamente.

«Mujeres, debéis compartir la responsabilidad… y poner todo vuestro talento en la contienda…»