Y recordad siempre, concluía la moraleja: incluso los mejores hombres, los héroes, serán reacios a veces a cumplir con su trabajo.
«Mujeres, debéis recordarles, de cuando en cuando…»
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28 de abril, 2012
Estimada Sra. Thompson:
Gracias por sus cartas. Me ayudaron inmensamente durante mi restablecimiento, en especial ya que estaba muy preocupado porque el enemigo pudiera haber invadido Pine View. Saber que Abby, Michael y usted estaban bien tuvo para mí mayor valor del que pueda imaginar.
Hablando de Abby: por favor, dígale que ayer vi a Michael. Llegó, sano y salvo, junto con los otros cinco voluntarios de Pine View enviados para ayudar en la guerra. Como tantos de nuestros reclutas, parecía impaciente por entrar en la lucha.
Espero no haberlo desanimado en exceso al contarle algunas de mis experiencias directas con los holnistas. Si bien creo que ahora prestará mayor atención al entrenamiento y estará un poco menos ansioso por ganar la guerra por su cuenta. Después de todo, queremos que Abby y la pequeña Carolina lo vean de nuevo.
Informe a Abby de que entregué su carta a algunos viejos profesores que han estado hablando de reiniciar las clases. Es posible que haya aquí una especie de universidad dentro de un año aproximadamente, suponiendo que la guerra vaya bien.
Por supuesto, esto último no es seguro en absoluto. Las cosas han cambiado, pero hemos de recorrer un larguísimo camino contra un terrible enemigo.
Su última pregunta es inquietante, señora Thompson, y ni siquiera sé si puedo contestarla. No me sorprende que la historia del Sacrificio de las Exploradoras llegase hasta usted, allá en las montañas. Pero debe saber, sin embargo, que ni siquiera aquí conocemos con exactitud los detalles.
Todo cuanto puedo decirle ahora es que sí, conocí bien a Dena Spurgen. Y no, no creo haberla comprendido en modo alguno. Sinceramente me pregunto si llegaré a conseguirlo alguna vez.
Gordon se hallaba sentado en un banco en el exterior de la estafeta de Corvallis. Apoyaba la espalda contra el tosco muro, recibiendo los rayos del sol matutino, y pensaba en las cosas que no podía mencionar en la carta a la señora Thompson… cosas para las que no acertaba a encontrar palabras.
Hasta que reconquistaron las aldeas de Chesire y Franklin, todo el pueblo de Willamette tuvo que contentarse con rumores, pues ninguna de las Exploradoras regresó nunca de esa aventura no autorizada, realizada en pleno invierno. No obstante, tras los primeros contraataques, esclavos recién liberados comenzaron a relatar partes de la historia. Poco a poco las piezas fueron encajando.
Un día de invierno, de hecho sólo dos días después de que Gordon dejase Corvallis para iniciar su largo viaje al sur, las Exploradoras empezaron a desertar de su ejército de granjeros y aldeanos. Varias de ellas se dirigieron al sur y al oeste, y se entregaron, desarmadas, al enemigo.
Algunas fueron asesinadas de inmediato. Otras violadas y torturadas por dementes que reían sin prestar atención a sus declaraciones cuidadosamente ensayadas.
Aunque la mayoría, como esperaban, fueron bien acogidas por el insaciable apetito de mujeres por parte de los holnistas.
Aquellas que pudieron expresarse con credibilidad, explicaron que estaban hartas de vivir como esposas de los granjeros y deseaban relacionarse con «hombres de verdad». Era una historia que los partidarios de Nathan Holn estuvieron dispuestos a aceptar, o así lo imaginaron quienes habían proyectado el plan.
Lo que siguió debió de ser duro, quizá más de lo que pueda imaginarse, pues las mujeres hubieron de fingir, y fingir convincentemente, hasta la programada noche roja de los cuchillos, la noche en la que se suponía iban a salvar los frágiles vestigios de la civilización de los monstruos que la estaban haciendo caer.
Todavía no estaba muy claro qué salió mal, cuando la contraofensiva de primavera se abrió paso por las primeras poblaciones reconquistadas. Tal vez algún invasor sospechó y torturó a alguna pobre muchacha hasta que consiguió que hablara. O quizás una de las mujeres se enamoró de su fiero bárbaro y abrió su corazón en traidora confesión. Dena estaba en lo cierto al decir que la historia cuenta que tales cosas ocurren. Podía haber sucedido aquí.
O tal vez algunas, simplemente, no pudieron mentir lo bastante bien u ocultar su repulsión cuando las tocaban sus nuevos amos.
Fuera lo que fuese, algo salió mal; la noche prevista fue roja, en efecto. Donde el aviso no llegó a tiempo, las mujeres robaron cuchillos de cocina, aquella noche, y se deslizaron de habitación en habitación, matando y volviendo a matar hasta que ellas mismas cayeron en la lucha.
En otras partes cayeron sin más, maldiciendo y escupiendo al fin a los ojos de sus enemigos.
Por supuesto fue un fracaso. Cualquiera podría haberlo vaticinado. Incluso donde el plan tuvo «éxito», murieron pocos invasores para que hubiese valido la pena. El sacrificio de las mujeres soldado no consiguió nada en sentido militar.
El gesto fue un trágico fracaso.
Pero la consigna se difundió, por los frentes y por los valles. Los hombres escucharon con estupor y menearon la cabeza con incredulidad. Las mujeres también escucharon, y hablaron entre sí rápidamente, privadamente. Discutieron, gesticularon y meditaron.
Con el tiempo, la consigna llegó incluso muy al sur. Como leyenda ya, la historia alcanzó finalmente la montaña de Sugarloaf.
Y allí, muy por encima de la confluencia del rugiente Coquille, las Exploradoras consiguieron al fin su victoria.
Todo cuanto puedo decirle es que espero que esto no se convierta en un dogma, una religión. En mis peores sueños veo a mujeres adoptando una tradición de ahogar a sus hijos, si éstos muestran signos de convertirse en rufianes. Me las imagino «cumpliendo con su deber», dando la vida y la muerte a un niño antes de que llegue a ser una amenaza para lo que le rodea.
Puede que una fracción de nosotros, los hombres, estemos «demasiado locos para que se nos permita vivir». Pero esta «solución», llevada al extremo, es algo que me aterroriza… como ideología, es algo que mi mente ni siquiera acierta a entender.
Por supuesto, probablemente se equilibrará por sí mismo. Las mujeres son demasiado sensatas para llegar a estos extremos. Ésa, quizá, es la solución en que tenemos puestas nuestras esperanzas.
Y ahora es el momento de echar esta carta al correo. Intentaré escribirles a Abby y a usted otra vez desde Coos Bay. Hasta entonces, afectuosamente,
—¡Mensajero!
Gordon hizo señas a un joven que pasaba, con los pantalones de dril y la bolsa de cartero. El joven se apresuró y saludó. Gordon le tendió el sobre.
—¿Quieres echar esto en el apartado regular para el este por mí?
—Sí, señor. ¡Al instante, señor!
—Sin prisas —sonrió Gordon—. Es sólo personal…
Mas el chico ya había partido a todo correr. Gordon suspiró. Los viejos tiempos de estrecha camaradería, de conocer a todos los del «servicio postal» habían terminado. Estaba demasiado por encima de estos jóvenes mensajeros para compartir un gesto de indolencia y quizás un minuto de charla.
«Sí, definitivamente es la hora.»
Se puso de pie sintiendo sólo una leve contracción de dolor al levantar sus alforjas.
—¿Así que va a volver a la carga, después de todo?
Se volvió. Eric Stevens estaba junto a la puerta lateral de la estafeta, mascando una brizna de hierba y contemplando a Gordon con los brazos cruzados.
Gordon se encogió de hombros.
—Parece que lo mejor es marcharse. No quiero una fiesta en mi honor. Todo ese ajetreo es una pérdida de tiempo.