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Stevens hizo un gesto de asentimiento. Su tranquila fuerza había sido una bendición durante la recuperación de Gordon, especialmente su burlona negativa a cualquier sugerencia de Gordon de que era responsable de la muerte de su nieto. Para Eric, Johnny había muerto de la mejor forma que cualquier hombre podía esperar. La contraofensiva había sido prueba suficiente para él, y Gordon había decidido no hablar más de aquel asunto.

El anciano se protegió los ojos con la mano y miró más allá del terreno ajardinado, hacia el extremo sur de la Autopista 99.

—Están llegando más sureños.

Gordon se giró y vio una columna de hombres que cabalgaba despacio desde el sur hacia el campamento principal.

—Vaya —dijo riendo entre dientes Stevens—. Mire sus ojos desorbitados. Parece que nunca hayan visto una ciudad.

En efecto, los fuertes hombres barbudos de Sutherlin y Roseburg, de Camas y Coos Bay entraban en el pueblo parpadeando, notablemente asombrados ante desacostumbradas visiones: molinos de viento que generaban electricidad y tendidos eléctricos, activas tiendas de maquinaria y montones de niños limpios y bulliciosos jugando en los patios de los colegios.

«Llamar a esto ciudad puede ser exagerar las cosas», se dijo Gordon. Pero Eric tenía parte de razón.

La Vieja Gloria ondeaba sobre una atareada estafeta central. Con intervalos, mensajeros uniformados saltaban sobre caballos y partían veloces hacia el este y el sur, con abultadas alforjas.

Procedente de la Morada de Cíclope llegaba una música melodiosa de otro tiempo, y en sus proximidades un pequeño dirigible con parches de color se balanceaba dentro de su andamiaje mientras unos trabajadores vestidos de blanco discutían en la antigua, arcana lengua de la ingeniería.

La diminuta aeronave llevaba pintada en un costado un águila que se alzaba sobre una pira. El otro lado lucía el penacho del soberano Estado de Oregón.

Finalmente, en los campos de entrenamiento, los recién llegados se encontrarían con grupos de mujeres soldado de ojos claros, voluntarias de las partes alta y baja del valle, que estaban allí para desempeñar un trabajo, el mismo que todos los demás.

Todo ello resultaba excesivo para que los rudos sureños lo asimilaran al instante. Gordon sonrió al contemplar a los fuertes y barbudos luchadores quedarse boquiabiertos e ir recordando lentamente cómo habían sido las cosas en otra época. Llegaban con la idea de que iban a salvar un norte exhausto y decadente. Pero regresarían a casa con otra distinta.

—Hasta luego, Gordon —dijo Eric Stevens, concisamente. Al contrario que algunos de los otros, tenía el buen gusto de hacer breves despedidas—. Buen viaje, y vuelva algún día.

—Lo haré —asintió Gordon—. Si puedo. Hasta luego, Eric. —Se echó al hombro las alforjas y comenzó a andar hacia los establos, dejando a sus espaldas el bullicio de la estafeta.

Los viejos campos de atletismo era un mar de tiendas de campaña cuando pasó. Los caballos relinchaban. Al otro lado de los campos, Gordon divisó la inconfundible figura de George Powhatan presentando sus nuevos oficiales a viejos camaradas de armas, reorganizando el débil Ejército de Willamette en la nueva Liga de Defensa de la Comunidad de Oregón.

Brevemente, al pasar Gordon, el hombre alto de pelo plateado alzó la cabeza y cruzó la mirada con él. Gordon hizo una inclinación de cabeza, diciéndole adiós sin palabras.

Después de todo, él había ganado, logrando que el Propietario, bajara de su montaña, aunque el precio de aquella victoria lo pagarían ambos durante el resto de sus vidas.

Powhatan le ofreció una leve sonrisa a cambio. Ambos sabían ya lo que puede hacer un hombre con cargas como aquéllas.

«Las sobrelleva», pensó Gordon.

Tal vez algún día pudieran sentarse los dos juntos en aquel pacífico refugio de montaña, con dibujos infantiles adornando las paredes, y hablar sobre la cría de caballos o el sutil arte de elaborar cerveza. Pero ese momento sólo llegaría cuando las Grandes Cosas se lo permitiesen. Ninguno de los dos hombres contendría la respiración hasta entonces.

Powhatan tenía su guerra que librar. Y Gordon otra extensa labor que realizar.

Se llevó la mano a la visera de la gorra de cartero y se volvió para seguir su camino.

El día anterior los había asombrado a todos al dimitir del Consejo de Defensa.

—Mis obligaciones son para con la nación, no para con un pequeño rincón de ella —les había dicho, dejándoles creer cosas que en el fondo no eran mentiras—. Ahora que Oregón está a salvo —había anunciado— debo proseguir con mi tarea principal. Hay que extender a otros lugares la red postal, a gentes que han estado demasiado aisladas de sus compatriotas.

»Podéis continuar muy bien sin mí.

Todas las protestas habían sido inútiles. Porque aquello era cierto. Ya había dado lo que tenía que dar. Ahora sería más útil en otra parte. De cualquier modo, no podía permanecer allí más tiempo. En aquel valle todas las cosas le recordarían perpetuamente el daño que había causado al hacer el bien.

Había decidido irse de la ciudad en vez de asistir a la fiesta organizada en su honor. Se había recobrado lo suficiente para viajar, siempre que se lo tomase con calma; y había dicho adiós a quienes se quedaban, a Peter Aage y al doctor Lazarensky, y al armazón de esa pobre máquina muerta a cuyo fantasma ya no temía.

El caballerizo le llevó la joven yegua que Gordon había escogido para la primera etapa del viaje. Aún sumido en pensamientos, aseguró las alforjas que contenían sus pertenencias y dos kilos de correo. Cartas dirigidas, por vez primera, a destinatarios de fuera de Oregón.

Se iba completamente tranquilo respecto a un punto. La guerra estaba ganada, aunque aún habían de vivirse meses y años de violencia. Parte de su actual misión consistía en buscar nuevos aliados, nuevos medios para acelerar el fin. Pero ese fin ahora era inevitable.

No tenía ningún temor de que George Powhatan se convirtiera en un tirano después de haber logrado una victoria absoluta. Cuando todos los holnistas hubiesen sido eliminados, les diría a las gentes de Oregón en términos incuestionables que se ocuparan de sus propios asuntos, o que se fueran al infierno. Gordon deseaba poder estar allí para contemplar el trueno, si alguien le ofrecía una corona a Powhatan.

Los Funcionarios de Cíclope seguirían difundiendo su propio mito, alentando el renacer de la tecnología. Los jefes de correos nombrados por Gordon seguirían mintiendo sin saberlo, sirviéndose del cuento de una nación restablecida para enlazar la tierra, hasta que ya no fuese necesario.

O hasta que, por realmente creerlo, la gente lo hiciese realidad.

Y, sí, las mujeres continuarían hablando sobre lo ocurrido allí, aquel invierno. Estudiarían las notas que Dena Spurgen había dejado, leerían los mismos viejos libros que leyeron las Exploradoras, y discutirían sobre las excelencias de juzgar a los hombres.

Gordon había resuelto que ahora apenas importaba si en realidad Dena había estado desequilibrada mentalmente. Los efectos perdurables no serían conocidos durante el tiempo que él viviera. Y ni siquiera tenía influencia para interferir en la leyenda en expansión ni deseaba hacerlo.

Tres mitos… y George Powhatan. Entre ellos, el pueblo de Oregón estaba en buenas manos. Del resto probablemente podrían ocuparse ellos mismos.

La briosa montura piafó cuando Gordon montó en la silla. Gordon dio unas palmadas a la yegua, que temblaba por la ansiedad de iniciar la marcha para tranquilizarla. La escolta de Gordon aguardaba ya en los límites del pueblo, dispuesta para llevarlo a salvo a Coos Bay y a la barca que lo transportaría el resto del camino.

«A California…», pensó.

Se acordó del emblema del oso, y del silencioso soldado moribundo que tanto les había dicho sin pronunciar palabra. Le debía algo a ese hombre. Y a Phil Bokuto. Y a Johnny, que había querido ir al sur.