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– No todos -dijo él.

– No. Las chicas embarazadas y los delincuentes juveniles no van. Los chicos que salen en las películas y los niños pequeños que no tienen padres que les enseñen cuál es el camino adecuado. Pero todos los demás lo hacen.

Jesus se apartó de mí. Probablemente iba a alejarse, pero yo le cogí el brazo antes de que hiciera un movimiento.

– Habla conmigo.

Se sentó en la hierba y yo también lo hice. Cuando empezó a balancearse hacia delante y hacia atrás, yo le puse la mano en la rodilla.

– Yo te quiero, chico -dije-. Ya sabes que cuando era pequeño yo también perdí a mis padres. Sé lo que es vivir en la calle. Y por eso quiero que tengas una educación. Algo que yo nunca tuve.

Él dejó de menearse y me miró a los ojos.

– Pero en clase no puedo aprender -dijo.

– Por supuesto que puedes.

– No. -Su tono y actitud no admitían negativa-. No quiero oírles nunca más. Quieren que escuchemos y nos lo creamos todo. Dicen cosas equivocadas. Cierran las puertas. No quiero volver allí nunca más.

– Pero te falta sólo un poco más de un año para acabar.

– Quiero construir mi barco.

– ¿Te quedarás en el instituto y lo intentarás con toda tu alma si yo te lo pido? -le pregunté.

Después de un momento de duda, me dijo:

– Supongo que sí.

– Entonces, déjame que lo piense un par de días.

Nos lo pasamos muy bien durante la cena. Feather nos contó algunas cosas de Juana de Arco mientras comíamos. Después de cenar, nos leyó su redacción. Jesus se fue a la cama temprano, a leer su libro sobre cómo construir un barco de vela de un solo mástil. Feather y yo nos quedamos viendo «El show de Andy Griffith». A ella le encantaba el pequeño Opie.

– Es que es tan mono -decía.

– ¿Papi? ¿Papi?

Acababa de entrar en el almacén de una funeraria donde se hallaban apilados docenas de ataúdes ocupados, esperando para el entierro. Parecía que sólo había un hombre, armado con una pala, cuya responsabilidad era sepultar a todas aquellas almas muertas. Yo buscaba en un ataúd y otro, pero ninguno llevaba el nombre de Raymond en la pequeña placa de bronce colocada a los pies de cada caja.

Alguien me llamaba. Alguien levantaba una pala. Quería que volviese a cavar.

– ¿Cómo? -dije. Y luego me acordé de que yo era el hombre a cargo de los entierros, yo era el enterrador de todos los negros muertos, hombres y mujeres.

– Papi.

– ¿Qué?

– Estabas dormido, papi.

Abrí los ojos. Del televisor surgía un zumbido estático. Feather me apretaba el pecho con ambas manos.

– Nos hemos dormido los dos -dijo.

La llevé a su cuarto y me metí entre las sábanas completamente vestido.

El teléfono estaba sonando, pero al principio yo pensé que era el despertador. ¿Pero quién había puesto el despertador? Llamé en voz alta a Bonnie. Yo sabía que tenía que haber sido ella, que debía de tener algún vuelo temprano y había puesto el despertador, y ahora intentaba dormir aunque seguía sonando.

– Bonnie, apaga ese chisme -dije.

Y luego recordé que Bonnie estaba de viaje. Estaba en un avión, en algún sitio. Imaginé un avión que volaba muy alto en el cielo. Yo estaba sentado en el asiento del piloto, mirando por los grandes ventanales el paisaje azul oscuro. No había límite al espacio por encima de nuestras cabezas.

Y luego el teléfono sonó de nuevo.

– ¿Señor Rawlins? -me preguntó una voz profunda, cuando contesté.

– ¿Quién es?

– Soy Henry Strong -me anunció.

– Pero ¿qué hora es?

– Tengo que hablar con usted, señor Rawlins. Es urgente.

Miré la mesita de noche. Los números luminiscentes color turquesa del reloj marcaban las tres y cuarto. Parpadeé y empecé a deslizarme de nuevo hacia aquel cielo azul.

– Señor Rawlins, ¿está despierto?

– Hay un local de donuts en Central con Florence -dije-. Está abierto toda la noche, por la fábrica de neumáticos Goodyear que hay allí.

– Ya lo conozco.

– Vaya allí dentro de cuarenta minutos -dije, y colgué.

Me volví y suspiré profundamente. Del cielo a la tumba. La frase resonaba en mi mente. Era un buen título para unblues de la era del motor a reacción.

19

Me puse ropa de trabajo para pasar inadvertido entre la gente del Donuts y Deli Mariah. Llegué al cabo de veinticinco minutos, y mi coche traqueteó de vez en cuando por el camino.

Strong no había aparecido aún cuando llegué. Pero la gran sala estaba medio llena de trabajadores y mujeres que fumaban y bebían café.

Aquel local estaba dentro del barrio negro, pero en la sala se mezclaban todas las razas de Los Ángeles: negros, blancos, amarillos y marrones. Todos sentados juntos y hablando. Descendientes de noruegos, nigerianos y nipones, todos hablando la misma lengua y llevándose bastante bien.

– Café -le dije a Bingham, el camarero del turno de noche de Mariah.

– ¿Cómo lo quieres, Easy?

– Solo, como siempre.

Vino a llenarme la taza y yo dejé que mis ojos vagasen por las tres docenas de trabajadores nocturnos. La cercana fábrica Goodyear funcionaba las veinticuatro horas del día, los trescientos sesenta y cinco días del año. La gente que trabajaba allí tenía una vida sencilla y convencional. Se levantaban una hora y media antes de aquella a la que se suponía que tenían que empezar a trabajar, luego trabajaban ocho horas y quizá alguna hora extra más. Eran ciudadanos de una nación que había ganado las guerras más importantes del siglo y ahora estaban disfrutando los frutos de los vencedores: trabajo mecánico y todas las cosas que pudieran desear comprar.

Todos los que estaban en la sala parecían estar integrados en aquel lugar. Nadie me miraba, y nadie apartaba la vista.

Me senté en una mesa pequeña junto a la registradora y di unos sorbos al fuerte café. Todas las palabras que se decían o las tazas que se dejaban en las mesas repercutían en mis oídos. Tenía las puntas de los dedos entumecidas, y si movía la cabeza demasiado rápido, me temblaba un poco la vista.

Después de mi tercera taza de café, las cosas empezaron a serenarse un poco.

Strong llegó ante la puerta principal a las 4:19 y se sentó a mi mesa. Había intentado vestirse para la ocasión, y llevaba unos pantalones negros y una camisa azul oscuro recta con círculos naranja en el dobladillo. Pero su cabeza era demasiado elegante para aquella ropa, y su ropa demasiado deportiva para aquel bar abierto las veinticuatro horas.

A Strong le habría costado muchísimo encajar en algún sitio donde no fuera el centro de atención.

– ¿Café? -le pregunté.

Hice un gesto a Bingham y éste llamó a un camarero que trajo de la parte de atrás una bandeja con buñuelos calientes y dos tazas de café.

– Me ha colgado -dijo Strong.

– Me ha despertado de un sueño profundo.

El pulso duró hasta que el joven nos sirvió el desayuno.

– Tengo que hablar con usted, Rawlins.

– Por eso estoy aquí.

– Pero aquí no. Hay demasiada gente escuchando por aquí alrededor.

– Aquí precisamente no nos oirá nadie -dije, dejando que mi origen pueblerino empapase cada palabra-. Aquí la gente sólo se mete en sus asuntos. No les importamos nada.

Strong tenía la cara larga y los ojos profundos y conmovedores. Los clavó en los míos.

– ¿Es usted un hombre de raza, señor Rawlins?

– A lo mejor tengo algo de sabueso, no sé -dije.

– No es eso lo que quiero decir.

– Ya sé lo que quiere decir. Usted es uno de esos negros sabelotodo que intentan explicarlo todo según su propia visión. Pero yo sólo soy un negro corriente, haciendo lo que puede en un mundo donde el blanco de hecho es el rey. Tengo una casa con un árbol que crece en el jardín. El árbol es mío; podría cortarlo si quisiera, pero aun así, no se puede decir que sea el árbol de un negro. Es un pino, nada más.