– No se preocupe, Ace. Cuando lleguen Burns y Peña dígales que yo he dicho que le ayuden a colocar otra vez los muebles en el aula antes de que empiecen las clases.
– Muy bien, jefe -dijo Ace. Y se fue, feliz porque iba a frustrar al arrogante director.
Eran justo después de las siete. Sabía que Newgate estaría acechando el edificio de oficinas, buscando a chicos que fumasen o estuviesen sentados en algún banco. A Hiram Newgate le gustaba sorprender a la gente haciendo algo prohibido. Podías ser un santo y él nunca se daba cuenta, pero si dejabas una mancha en un abrigo de piel de leopardo, ya estaba encima de ti al momento.
– Rawlins, tengo que hablar con usted -me llamó, tres segundos después de que yo entrase por la puerta este.
Estaba a una cierta distancia, en medio del largo vestíbulo.
– ¿Qué ocurre, Hiram? -le respondí.
Al director del centro, Hiram Newgate, no le gustaba que le llamasen por su apellido, sino «señor director». Ciertamente, tampoco le gustaba que le llamasen por su nombre de pila.
Aquel hombre alto y adusto cubrió la distancia que había entre ambos mirándome como si estuviera a punto de tirarme al suelo y pelear. Yo sonreí y levanté las cejas inocentemente.
Llevaba un traje azul oscuro de la sastrería Brooks Brothers con una camisa que tenía un ligerísimo tono rosado, aunque en realidad era casi blanca. En la corbata oscura llevaba un diamante, descentrado, y sus zapatos o eran nuevos o bien el paradigma de la limpieza absoluta.
El director Newgate era un presumido de primera categoría, pero yo no podía reprochárselo. A mí también me gustaba la ropa a medida. Muchos días yo acudía a trabajar mejor vestido que él mismo. Esos días él me pedía que les demostrara a los hombres a mi cargo cómo regar el polvoriento patio con la manguera o cómo remover la tierra del jardín.
«Lo haré el día que usted dé una clase de álgebra», replicaba yo.
Aquel hombre me odiaba mucho más de lo que Ace le odiaba a él.
– ¿Dónde se ha metido? -me preguntó el director.
– Estaba enfermo. -No tosí, pero me llevé la mano a la boca como si fuera a hacerlo.
– Eso es inaceptable.
– Le mandaré mis intestinos la próxima vez que me obliguen a quedarme en el baño -aseguré.
– En las clases de dirección de empresas -dijo el director Newgate-, lo primero que uno aprende es que un empleado que dice estar enfermo al principio o al final de la semana está abusando de sus privilegios. Es un impostor.
– ¿Ah, sí? -dije-. ¿Y cuántos lunes y viernes he faltado yo durante el año pasado?
– Sólo me preocupa ayer.
– ¿Así que como norma nadie puede ponerse enfermo el lunes o el viernes?
– Pues claro que no.
– Bueno, pues entonces, ¿y si establecemos la norma de que no se pueden tomar más lunes o viernes libres que el resto de los días?
– Sí, eso es lo que quería decir -dijo el director, despistado con mi amistosa broma.
– Se lo diré a mi personal, no se preocupe.
– A nadie le gustan los listillos, Rawlins.
– Especialmente cuando al listillo le sienta tan mal que su supervisor le insulte que presenta una queja formal contra él.
– Iba dando una vuelta por los talleres con el señor Muldoon -dijo Newgate, cambiando de tema-. He hecho que preparase el taller de metalistería para una limpieza a fondo.
– Ya lo sé -dije yo-. Yo le he dicho que volviese a colocar los muebles en el aula para que el señor Sutton pueda dar su clase.
– Yo le ordené que sacase los muebles. -Newgate me recordaba al capitán Dougherty, que había enviado cinco pelotones de soldados a una escaramuza junto a Anzio, uno por hora. Todos los miembros de los pelotones iban muriendo, y no hacíamos progreso alguno contra el enemigo. Sabíamos que el buen capitán había hecho una apuesta entre oficiales ingleses y americanos para ver quién entraba primero en la ciudad. Empezó a mandar a las tropas a las ocho de la mañana. Hacia las doce menos diez, recibió metralla de una granada yanqui que cayó por error.
– Tiene suerte de que sea yo el encargado de este asunto -dije yo-. Porque Sutton estuvo en Corea, y no le habría gustado nada ver su aula patas arriba de esa manera.
– Yo soy el responsable de todo el instituto -protestó Newgate.
– Mire en el manual, Hiram -añadí yo-. El supervisor de los conserjes toma las decisiones finales en los procedimientos de limpieza. Puede quejarse usted, pero esto corresponde a la oficina central de mantenimiento, no a administración.
Newgate tenía las venas del cuello muy hinchadas, gruesas como cordones. Sobresalían cuando se enfadaba de verdad. Aquella mañana incluso se le habían puesto rojas.
Al verle tan irritado sentí una momentánea paz. Me olvidé de Brawly y de Conrad, de los emboscados y del ejército secreto de Los Ángeles. Los negros de Estados Unidos siempre han trabajado para los blancos. Sólo en los últimos años yo podía replicar sin miedo a perder mi trabajo o quizá hasta un diente o dos.
Algunos hombres a los que yo conocía habían muerto por desafiar a sus superiores. De modo que la bronca de Newgate era como un bálsamo para mí. Alivió mis síntomas, pero la enfermedad seguía ahí.
21
– Buenos días, señora Plates -dije algo más tarde.
Jorge Peña, Garland Burns, Troy Sanders y Willard Clark habían entrado ya, habían tomado café y habían vuelto a salir de nuevo.
– Llega unos minutos tarde, ¿no? -la reprendí, aunque en realidad me daba igual.
Helen Plates era negra y rubia natural, también del Medio Oeste. Se quejaba de todo, desde la política hasta el agua para beber, desde los negros pobres a los blancos ricos. Nunca conseguía llegar a tiempo al trabajo, pero era la mejor trabajadora que tenía junto con Garland, y a Helen nunca le importaba si le pedía que se quedase un poco más. Creo que le gustaba quedarse hasta tarde, porque su marido estaba inválido y para cuidarlo debía trabajar mucho más duro que en el Truth.
– Lo siento, señor Rawlins -dijo-. Como sabe, tengo que procurar que Edgar se tome las pastillas antes de irme. Su prima, Opal, se queda a vigilarlo y le da la sopa, pero no sabe darle las pastillas. Ya sabe: tiene que tomar las pastillas azules cada tres horas; las rosas, de dos en dos, cada cinco, y luego están las cuadradas que se toma cada hora, y las redondas y blancas que se toma tres veces al día. La primera vez que dejé a Edgar con Opal, se las dio todas a la vez a las diez y media. Llamé al doctor Harrell y le hicieron un lavado de estómago en urgencias, en el hospital.
– Pero si no confía en Opal, ¿qué hace durante todo el resto del día? -le pregunté.
– Tengo que llamar cada vez que él se tiene que tomar una pastilla.
Mi siguiente pregunta podía haber sido: «Y si lo único que tiene que hacer es llamar, ¿por qué ha tenido que quedarse hasta tarde esta mañana?». Pero le pregunté:
– ¿Tiene la dirección de Mercury?
El amable parloteo de la señora Plates se apagó entonces. Se echó hacia atrás en la silla y apartó la cara, como si de repente yo estuviera desnudo y tuviera que avergonzarme de mí mismo.
– Eso es algo personal, señor Rawlins. No sé si Mercury quiere que vaya dando sus datos por ahí.
– No pareció importarle que usted me dijera que tenía problemas por aquel robo que había cometido, cuando eso le ayudaba -dije.
– Sssh, vamos. Mercury ya no es así. Está trabajando en la construcción en Compton, y no sabemos quién puede estar escuchando detrás de la puerta.
– Escríbame su dirección, ¿quiere, señora Plates?
– Pero ¿por qué? -Veía en su cara que ella no quería decirme la verdad.