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– Eso es.

– ¿Cómo puedo estar seguro de que no usará lo que le diga en contra nuestra?

– ¿Quiere decir si le cuento a Tina dónde vive Xavier?

– ¿Ha oído hablar usted de Vietnam, señor Rawlins?

– Sí. Está en Asia, ¿verdad? Donde les dieron una patada en el culo a los franceses.

– Ahora mismo hay fervientes hombres americanos allí, luchando por su derecho al voto y a rezar y a ir por la calle sin que nadie le moleste. Esos hombres son negros y blancos. Yo estaba entre ellos hace sólo seis meses. Yo no odio a su gente. Sólo odio a los enemigos de la democracia. Esos radicales, esos revolucionarios negros, están minando los cimientos de nuestra democracia. No me importa que sus quejas estén fundamentadas. Todos tenemos problemas. Pero sean cuales sean esos problemas, no podemos amenazar la tierra que heredarán nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos.

»Brown es sólo un rehén equivocado. Él no sabe nada. Se limita a seguir al idiota que chille más fuerte. Gente como ese Xavier Bodan y su novia, Tina Montes, tienen un verdadero ejército de jóvenes imbéciles como él. Si usted nos puede ayudar a nosotros, nosotros le ayudaremos a él.

Yo estaba pensando que la América blanca tenía también un ejército de jóvenes imbéciles como Brawly, y que todos los jóvenes de la historia del mundo eran como él. Jóvenes que luchaban y morían por ideas que apenas comprendían, por derechos que nunca habían poseído, por creencias basadas en mentiras.

– Yo estuve en el ejército -dije-. Ya sé lo que es luchar en una guerra. De modo que créame si le aseguro que sé de lo que está hablando.

Sonó un timbre y Lakeland cogió el teléfono. Me pasó por la mente que el coronel estaba hablando conmigo simplemente para hacer tiempo, que había hecho que su gente comprobase algunas cosas sobre mí y que ahora iba a hacerme arrestar. Resistí el súbito impulso de saltar al otro lado de la mesa y estrangular a aquel patriota.

– ¿Sí? ¿Qué? -dijo-. No. -Luego me miró y me preguntó-: ¿Qué sabe usted de Henry Strong?

La habitación se volvió muy fría, cosa que significaba que yo había empezado a sudar.

– Sólo lo que oí decir aquella noche en el mitin -respondí, con toda honradez-. Nunca había oído hablar de él antes de aquella noche.

– ¿Le conocía?

Pensé en las fotos que Knorr me había hecho delante del local de los Primeros Hombres. ¿Habría fotos mías y de Strong en el bar abierto las veinticuatro horas?

– En realidad no.

– ¿Y qué significa eso?

– Significa que no sé nada de Strong.

Lakeland sospechaba de mí. Pero también sospechaba de todo el mundo.

– Tengo que asistir a una reunión urgente, Rawlins. Mona le dará las direcciones que necesita.

Me levanté, un poco sorprendido de ver que había conseguido mantener mi libertad.

– Pero no me joda -añadió Lakeland.

De esto hace mucho, mucho tiempo; fue en 1964, una época en la que los hombres blancos con traje no usaban la jerga del gueto.

– No me joda -repitió-, o le daremos por el culo.

23

Mercury Hall vivía en Caliburn Drive. Era una calle ideal para vivir en L.A., una carretera que no llegaba a ninguna parte… una calle corta que formaba una especie de semicírculo en zigzag y empezaba y terminaba en la plaza Ochenta y Ocho. Lo único que se veía por allí era a los vecinos y algún motorista perdido de vez en cuando. Cualquier personaje sospechoso causaba un aluvión de llamadas telefónicas, porque todo el mundo estaba en guardia para evitar los problemas.

Blesta Ridgeway-Hall y Mercury tenían una casa muy bonita. Limoneros a cada lado de la puerta principal y rosales en la acera. La hierba estaba muy crecida, y la acababan de regar. La casa era pequeña, con el tejado verde y las paredes blancas. La puerta principal era de roble con hoja doble. En la parte exterior habían recortado un árbol y una luna creciente.

Se movió una cortina en una ventana a mi izquierda.

– Mamá, hay un hombre -chilló un niño en alguna parte, detrás de la puerta cerrada.

Yo acababa de dar unos golpecitos en la puerta, justo encima de la luna. Sonó como un redoble de tambor.

Esperé, contando los segundos de duda hasta que la puerta se abrió.

Blesta medía un metro setenta, tenía el pelo rizado de un castaño claro, la piel también clara y unos oscuros ojos castaños. Era la más bella y la más lista de las hermanas con las que se habían casado Mercury y Chapman.

– Señor Rawlins -dijo-. Mercury no está.

– ¿No? ¿Cuándo llega a casa?

– Pues no lo sé.

– Escuche, B, tengo que hablar con él. Pero comprendo que no quiera que un hombre espere con usted a solas en la casa. Puedo quedarme sentado en el coche, no importa.

– Es que en realidad no sé cuándo va a volver a casa, señor Rawlins. Ya sabe, dos o tres veces a la semana él y Kenny salen a tomar algo y a jugar un poco al billar después del trabajo. -Blesta casi se disculpaba.

– Le esperaré en el coche -dije.

– No. No, entre, por favor. Si se queda ahí fuera sentado todos los vecinos empezarán a ir arriba y abajo hasta que uno de ellos llame a la policía y Mercury se enfadará mucho por haber dejado que le arresten. -Blesta retrocedió en la puerta y entré en aquella casita pequeña y perfectamente ordenada.

La puerta principal de los Hall daba directamente al salón. Blesta tenía dos butacas amarillas con un sofá a juego. Las sillas tapizadas tenían un escabel turquesa cada una, con las patas de nogal. La alfombra estaba formada por óvalos concéntricos de color azul oscuro y verde claro. Un aguacate joven decoraba un rincón, y un gran televisor estaba situado enfrente del sofá.

El ventanal que había junto a la puerta daba a mi Pontiac verde. La habitación era a la vez relajante y festiva.

– ¡Bu! -me gritó el pequeño Artemus Hall.

El niño, de cuatro años de edad, salió de pronto de detrás de una puerta y chilló para darme miedo, y luego cayó al suelo, riendo.

Yo también me eché a reír. Era lo más divertido que me había pasado desde hacía unos días, días que parecían meses. Me contuve antes de que mi risa se volviera histérica.

– Vuelve a colorear tu cuaderno, Arty -dijo Blesta.

– No -respondió el niño. Y luego me dijo a mí-: ¿Me llevas a caballito?

– Hoy me duele un poco la espalda, compañero -le dije-. Pero ¿por qué no vienes aquí y me haces un dibujo?

– Vale -exclamó alegremente Arty, y salió de la habitación a toda velocidad.

Yo me senté en el sofá.

– ¿Puedo ofrecerle algo, señor Rawlins?

– ¿Podría llamarme Easy, por favor?

– Bueno, supongo que sí.

– ¿Sólo supone?

– Easy. -La sonrisa de Blesta era el hacha que había humillado a Mercury. Todo su rostro parecía arder detrás de aquella sonrisa.

Artemus volvió armando escándalo desde su cuarto de jugar con al menos seis cuadernos para colorear debajo del brazo. Había uno con artistas de circo y animales, otro lleno de vaqueros e indios. Incluso tenía un cuaderno para colorear con diferentes tipos de casas a través de la historia.

Le pedí que me pintara un payaso triste y él buscó hasta que encontró uno.

Blesta tenía cosas que hacer en la casa, de modo que me quedé allí sentado con Arty mientras él iba frotando cuidadosamente las ceras de colores en el interior de los bordes impresos.

– Mira, señor Rawins -dijo, enseñándome el lío de rayas amarillas que había usado para rellenar las manos del payaso-. Mira esto -insistió, refiriéndose a los ojos rojos o la boca verde.

Yo me quedé allí sentado, tranquilamente, igual que había estado aquella mañana en el trabajo.

Necesitaba paz. Tenía en mente a dos hombres muertos: Aldridge Brown y Henry Strong.

Intenté pensar qué tenían aquellos dos hombres en común, aparte de Brawly… pero no se me ocurrió nada. Luego intenté imaginar por qué podía querer el chico matar a cualquiera de aquellos dos hombres. De nuevo, nada.