– Señor Rawins, ¿te gusta el azul?
– Sí, claro -dije-. El azul es el color de la música.
– La música no tiene color -dijo Arty.
– Cuando eres niño no -respondí-. Pero cuando te hagas mayor, cuando la música te haga llorar, verás que es azul.
Artemus me miró con los ojos maravillados y sorprendidos. De alguna manera, mis palabras le hicieron pensar en algo que suspendía todo lo demás.
La portezuela de un coche resonó fuera y Arty chilló:
– ¡Papá!
Dio un salto y corrió hacia la puerta. Blesta salió de la cocina. Yo me puse de pie. Al cabo de unos momentos, se abrió la puerta principal.
– Blesta, cariño, alguien ha aparcado fuera… -dijo él antes de verme.
Artemus le cogía la pierna, canturreando:
– Papi, papi, papi…
Blesta volvió a sonreír.
– Eh, Merc -le saludé yo, tendiéndole la mano.
Él me la estrechó, pero vi la desconfianza en sus ojos.
Mercury era un poco más oscuro y quince centímetros más bajo que yo. Tenía unos huesos verdaderamente grandes, pero no era gordo, ni regordete siquiera. Tenía esa estructura que los boxeadores profesionales están bien entrenados para evitar: poderosa y firme.
– Señor Rawlins -dijo.
– Acabo de conseguir que tu mujer me llame Easy, Merc. No lo compliques ahora más aún.
– Ha dicho que quería hablar contigo, cariño -dijo Blesta, besándole en la mejilla-. Le he dicho que esperase en casa porque la señora Horner llamaría a la policía si se quedaba fuera en el coche.
– ¿Sentado en el coche? -exclamó Mercury-. Easy Rawlins no tiene que quedarse nunca sentado en el coche fuera de mi casa. ¿Quiere algo para beber?
– No, gracias, Mere.
– ¿Y para qué ha venido? -preguntó él, todo sonrisas y franqueza.
– Necesito hacerte unas preguntas -dije.
– Vamos, Arty -dijo entonces Blesta-. Ven a ayudar a mamá a preparar la cena.
– Yo quiero quedarme con papá.
– Estoy haciendo un pastel.
Sin una palabra más, Artemus recogió su cuaderno de colorear y salió corriendo de la habitación, y su madre detrás de él.
Volví al sofá amarillo mientras Mercury se sentaba en uno de los taburetes color turquesa.
– ¿Qué necesita, Easy? -me preguntó-. ¿Saber algo más de Brawly?
– Bueno, sí, aunque de forma indirecta -dije-. ¿Qué sabes de las casas que están construyendo a un par de manzanas de donde está la obra de John?
– ¿Allí donde tienen unas banderas rosas colgando de los aleros?
– Sí -afirmé-. ¿Cómo lo sabes?
– Mataron a un hombre de un disparo allí la noche pasada.
– ¿Quién? -le pregunté.
Mercury meneó la cabeza.
– Lo único que sé es que los polis vinieron y cerraron todas las obras en construcción en esa manzana. No dijeron quién había sido.
– ¿Y quién construye esas casas?
– No lo sé exactamente. Es otro grupo de inversores negros, creo. Estoy casi seguro de que es uno de los de Jewelle.
– Les ha liado a ellos también, ¿no?
– Sí. Pero no sé cómo se llaman. Todos trabajamos por separado allí.
– O sea ¿que tú nunca has estado allí?
– No.
– ¿Y Brawly?
– Pues quizá, sí. Si John no andaba por ahí, Brawly se daba algunos paseítos, ya sabe lo que quiero decir. Iba por ahí dando una vuelta y buscando a alguien con quien charlar. Ya sabe que yo no tengo demasiada paciencia para hablar en el trabajo. Brawly se llevaba mejor con Chapman que conmigo.
– ¿Te dijo Chapman alguna vez de qué hablaba con Brawly?
– Sólo de chorradas. Brawly tiene opiniones sobre todas las cosas del mundo. Ese chico habla como una cotorra, pero no dice nada interesante.
– O sea, que a ti no te gustaba demasiado trabajar con él, ¿no?
– Bueno, lo que a mí no me gusta es trabajar en la construcción… -afirmó Mercury-. De hecho, estoy pensando en dejar todo este asunto.
– ¿Dejarlo?
– Sí, dejarlo, levantar el campamento y volver a algún sitio donde la gente hable como yo.
– ¿De vuelta a Arkansas?
– O quizá a Texas -dijo Mercury-. Tiene que haber algún trabajo por allí. Están con lo que ellos llaman «elboom del petróleo».
– ¿Y Chapman también quiere irse?
– ¿Y yo qué sé? -dijo-. ¿Acaso soy el guardián de Chapman? Cada negro debe ocuparse de sus propios asuntos.
– ¿Has oído hablar alguna vez de un hombre llamado Henry Strong? -Le tendí una trampa.
– Sí -admitió, imperturbable.
– ¿Dónde?
– Hace un par de meses. Brawly vino con él. Me llevaron con Chapman al Blackbirds para tomar un par de copas.
– ¿Y qué dijo él?
– Toda esa mierda de los negros. Ya sabe, que deberíamos tener lo que tiene el hombre blanco. Quería que fuésemos a su local de reuniones. Yo le dije que no.
– ¿Y qué dijo Chapman?
– ¿Por qué no se lo pregunta a él?
– Te lo pregunto a ti, Mercury. Supongo que me debes al menos eso.
– Tiene usted toda mi gratitud, señor Rawlins. Pero no le pienso decir nada de mi amigo. No, señor.
Pero claro, aunque decía que se negaba a hablar, de hecho me estaba contando muchas cosas.
– ¿Por qué está preguntando por Strong y eso por ahí? -me preguntó Mercury.
– Por ningún motivo en realidad -dije-. Le vi en el lugar al que suele ir Brawly. Ya te dije que tratar de echar mano a Brawly me está costando muchos más problemas de lo que me imaginaba.
– Ya -dijo Mercury-. Ese Brawly es un liante.
– Bueno -dije-, será mejor que me vaya.
Me puse de pie.
– Bueno -dijo Mercury-. Cariño, el señor Rawlins se marcha.
Blesta salió con un delantal blanco encima de la ropa. Llevaba un manchurrón de chocolate debajo del pecho izquierdo.
– ¿Quiere quedarse a cenar… Easy?
– No, tengo que irme -le di la mano.
– Esto es para ti -dijo el pequeño Artemus Hall, tendiéndome el payaso que había arrancado de su cuaderno de colorear.
Cogí la hoja y la miré. La cabeza del payaso estaba ligeramente inclinada hacia un lado. Artemus había pintado la cara de blanco y marrón, con grandes lagrimones rojos saliendo de los ojos tristes.
– Muchísimas gracias, Arty. Lo pondré en la cocina. Tengo un tablero de corcho allí, y lo clavaré con una chincheta.
Vi a Mercury en la sonrisa de aquel niño.
24
La siguiente persona en mi lista era Tina Montes. Ella había sido amable conmigo la noche en que la policía irrumpió en el local de los Primeros Hombres y yo la saqué de allí antes de que le rompieran la cabeza.
Vivía en una pensión en la calle Treinta y Uno. La propietaria, Liselle Latour, era colega mía de los viejos tiempos de Houston, en Texas. Liselle se llamaba en realidad Thaddie Brown, pero se había cambiado de nombre cuando se escapó de casa, a los trece años. Se dedicó a la prostitución y se convirtió enmadame cuando tenía veinticinco. Dejó Houston en el cuarenta y cuatro con su compañero, guardaespaldas y novio Franklin Nettars. Frank llevaba años insistiendo a Liselle para que abandonaran Houston. Le decía que los negros en L.A. estaban ganando mucho dinero y que con un pequeño burdel allí se harían ricos.
Liselle nunca se habría ido, pero en su prostíbulo hubo una pelea. Un hombre blanco (nunca supe su nombre) tuvo un desacuerdo con una de las putas y acabó con un cuchillo en la garganta. La mujer fue arrestada. Liselle consiguió salir de la cárcel, pero sabía que su nombre estaba en la lista de la policía. Y cuando uno va a parar a esa lista en Houston, o bien muere, o va a la cárcel o se va de la ciudad.
Así que cogieron una litera en un coche cama especial para negros en el Sunset Express de Houston a Los Angeles.