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¿Cómo podía volver a meter en casa de John a un asesino? ¿Cómo devolverle a la calle, con todos nosotros?

– Easy. -Bonnie estaba de pie a mi lado.

– ¿Sí?

– ¿Es que no me has oído? La cena está lista.

La lasaña de Bonnie era siempre un verdadero lujo. La salsa de tomate era de un rojo oscuro, especiada. Usaba cuatro tipos de queso distinto y ternera cortada a tiritas en lugar de picada. Aliñaba la ensalada con mucho queso parmesano y ajo. La comida estaba deliciosa, pero yo me sentía mucho más débil de lo normal. Ansiaba un cigarrillo. Seguía aspirando aire con fuerza por la nariz, pero aun así, tenía la sensación de que me ahogaba lentamente.

– ¿Te pasa algo, Easy?

– No -dije, enfadado-. ¿Por qué sigues preguntándome eso?

– Porque sigues suspirando -dijo ella.

– Escucha, si uno no puede sentarse tranquilamente a comer y respirar fuerte, entonces es que a lo mejor no debería volver a casa. Me has estado dando la lata desde que he llegado. ¿Qué narices quieres?

La mesa quedó en silencio durante más de un minuto. Habría transcurrido más tiempo aún, pero yo hablé de nuevo.

– Me voy a dar una vuelta -dije, levantándome de la mesa.

– No salgas, papi -rogó Feather.

– ¿Adónde vas, Easy? -me preguntó Bonnie, en un tono desesperantemente razonable.

Aspiré aire de nuevo y lo dejé escapar en un hondo suspiro.

– Al supermercado -dije-. A buscar un helado especial para nuestro notable. ¿Qué prefieres, pistacho o chocolate con trocitos, Feather?

– Los dos -respondió ella.

El pequeño supermercado que había bajando la calle estaba abierto siempre hasta las diez. El señor Tai era un ave nocturna, y todo el mundo en el barrio sabía que aquél era el único sitio, aparte de las muy caras tiendas de licores, donde se podía comprar comida preparada y envasada después de las ocho.

– ¿Está goloso esta noche, señor Rawlins? -me preguntó Tai cuando llevé los dos envases de litro a la caja registradora. También había comprado uno de medio litro de vainilla para mí.

– Buenas notas -dije-. Feather ha sacado un notable.

– Qué bien. Yo tengo una chica que también saca muy buenas notas. Le gustan los libros y el trabajo en casa.

– ¿Y tiene otros hijos? -le pregunté.

Me gustaba Tai. Era un hombre menudo y de disposición amable, pero también tenía una cicatriz muy fea en el lado izquierdo de la cara. Una vez le había visto expulsar a un borracho que medía casi dos metros de una patada en el culo por la puerta de su tienda.

– Dos niñas más. Se casarán y me darán nietos. Y un chico que no hace nada bien. -Tai lanzó una risita-. Nada. Si le hicieran un examen sobre lo que ha comido para desayunar, tampoco lo acertaría.

– ¿Y no le importa?

– No.

– ¿Qué va a hacer?

– Esperar hasta que tenga dieciséis años y luego le traeré aquí para que trabaje conmigo. Abrimos a las ocho de la mañana, y cerramos a las diez de la noche. Si ni así vuelve al colegio, al menos tendré un socio. Tai e hijo.

Y el tendero me dedicó una amplia sonrisa.

26

Conseguí no morder a nadie mientras nos comíamos el helado. Feather se pasó casi todo el rato comiendo de su cuenco sentada en el regazo de Bonnie. Jesus, que probablemente me conocía mejor que ningún otro ser viviente, se apartaba de mí. No me habló de su barco ni de dejar el instituto. De hecho, no creo que dijese una sola palabra. Todos los años que pasó mudo de niño le habían familiarizado mucho con el silencio. Con el silencio y la paciencia para esperar a que se le comprendiera.

Cuando los niños se fueron a la cama, Bonnie me preparó una bebida, un mejunje hecho con una cucharada de helado de vainilla, esencia de vainilla, leche, huevos, nuez moscada y miel. En los viejos tiempos yo habría añadido un chorrito de bourbon para rematar la faena.

Nos sentamos en el salón y oímos las noticias. Se hablaba de un negro llamado Henry Strong, que había muerto instantáneamente de un disparo en la cabeza a primera hora de la mañana. Vivía en el hotel Colorado, en Cherry y era natural de Oakland, California.

– ¿Quieres que me vaya, Easy?

– ¿Cómo?

– ¿Quieres que me mude de tu casa? -me preguntó Bonnie.

– ¿Pero de qué me estás hablando, Shay?

– Ni siquiera me has tocado desde que has llegado. -Estaba a punto de llorar.

Me trasladé al otro lado del sofá y le pasé el brazo alrededor de los hombros.

– Es que… es que… estaba preocupado -dije.

Ella se desprendió de mi abrazo y se alejó de mí.

– No hace demasiado tiempo que nos conocemos, Easy. Sé que cuando me ayudaste y mataron a tu amigo…

– Nadie está seguro de que esté muerto -dije-. Y aunque lo estuviera, eso fue entre Raymond y yo. Habíamos vivido al límite desde que éramos niños. No era culpa de nadie la forma en que vivíamos. Tú no le pediste nada, y no estabas allí cuando pasó todo. Pero te quedaste por mí. Te quedaste por los niños.

– Necesitabas a alguien que te quisiera, Easy. Hacías daño, pero también eras muy dulce. Pero sólo porque me estés agradecido no significa que me quieras. Me iré si es lo mejor. Desde luego.

– No, no es eso lo que quiero. No.

El rostro de Bonnie era como la silueta de una diosa negra de algún mito polinesio. Los ojos oblicuos, inclinados hacia arriba, sus labios plenos perfectamente dibujados. Aquellos labios se separaron y durante un momento olvidé el ansia de mis pulmones y el dolor por la muerte de Raymond. Ni siquiera el feo asunto en el que había empezado a hurgar me pareció demasiado grave.

– Estoy haciendo una cosa -le dije.

– ¿El qué?

Le conté lo de John y Alva, y Brawly, y los Primeros Hombres.

Le conté lo de Aldridge y Henry Strong, sin decirle que yo estaba en ambos casos en la escena del crimen.

– Suena demasiado peligroso, Easy -dijo ella cuando acabé.

– Como cuando tú tenías problemas -dije yo.

Ella me besó y yo la besé, y luego me volvió a besar.

Yo tenía una erección desde que sus labios se separaron.

Aquella noche, más tarde, estábamos en la cama besándonos aún. Los cigarrillos deben de tener algo que ver con el sexo, de alguna manera, porque mi deseo de tabaco había desaparecido por completo durante una hora y media. Lo único que necesitaba era a mi chica. Parecía la letra de una canción oída en la radio.

– ¿Así que estabas preocupado por la policía y el grupo político? -me preguntó Bonnie entre besos.

Creo que quería encontrar una forma de convencerme de que dejara de ayudar a John.

– No -dije-. Estoy preocupado porque no me he fumado ningún cigarrillo desde esta mañana temprano.

– ¿Por qué no te lo has fumado?

– Porque este asunto es grave. Tendré que moverme rápido, y sé que no tengo demasiado fuelle por las escaleras del Sojourner Truth. No podría correr alrededor de esta manzana si tuviera que hacerlo.

– Eres un hombre adulto, Easy -me susurró en el sobaco-. Los hombres no tienen por qué correr.

– Quizá haya algún hombre blanco que crea que no tiene que dar saltos por ahí de vez en cuando, pero un negro, en cualquier parte de Estados Unidos, es mejor que sea capaz de correr un kilómetro y luego otro más.

– No quiero que vayas por ahí corriendo detrás del peligro -se quejó Bonnie.

– Entonces no tienes que preocuparte por mí. Yo soy más bien de los que salen huyendo.

– Eso no es cierto -dijo ella-. Ojalá fuera así, pero no lo es.

– ¿Desearías que fuese un cobarde?

– Me gusta este hombre -dijo ella-. No el hombre que me salvó, sino el hombre que se preocupa de que yo esté bien.

La miré a los ojos, pero su corazón era demasiado vasto para que yo lo abarcase.

Cuando sonó el teléfono yo dormía profundamente sin soñar. Lo oí repiquetear, pero no me pareció que hubiese ningún motivo para contestar. Mi pie izquierdo colgaba fuera de la cama y lo notaba un poco frío, y mi muslo derecho estaba apretado contra el culo de Bonnie, caliente como una tostada. Todo estaba bien en el mundo.