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– ¿Por qué está Brawly tan enfadado con usted? -le pregunté.

– Cree que no le quiero -susurró-. Cree que le abandoné cuando era pequeño.

– ¿Por qué piensa eso?

– Porque le envié a vivir con su padre. Era muy testarudo, y también muy fuerte físicamente. Si le decía que se fuera a la cama o que volviera a casa, me empujaba a un lado, sencillamente me daba un empujón, como si yo fuera uno de los niños con los que jugaba. Y entonces… -Ella dejó su frase sin concluir y miró a algún lugar que estaba más allá de mí.

– ¿Sí? ¿Y entonces qué?

– Su tío murió en un intento de atraco a un banco.

Alva se derrumbó en la silla. Se echó a llorar. Quería tocarla, consolarla, pero no lo hice. El dolor que sentía estaba más allá de mi alcance.

– ¿Cuándo fue eso?

– En mil novecientos cincuenta y cuatro -dijo ella-. Era el Banco Americano, en Alvarado. Fue con una media en la cabeza y le dispararon en la calle. Llevaba cuatro mil doscientos dólares en el bolsillo.

– ¿Estaban muy unidos él y Brawly?

– Sí, lo estaban. Cada vez que venía Leonard, Brawly se portaba bien. Brawly y yo queríamos mucho a Leonard.

– ¿Y qué ocurrió cuando él murió? -pregunté.

– La policía vino una y otra vez preguntando qué sabía yo de Leonard y su socio.

– ¿Qué le ocurrió a su socio?

– Huyó con la mayor parte del dinero. Y la policía pensaba que yo sabía algo de eso. Siguieron viniendo hasta que yo no pude soportarlo y tuvieron que llevarme al hospital. -Alva juntó las manos y las apretó.

– ¿Prefirió ponerse así de enferma antes que entregar a Aldridge?

– No supe hasta mucho después que era Aldridge -dijo-. No habría enviado nunca a Brawly a vivir con él de haberlo sabido.

– ¿Cómo lo averiguó?

– Aldridge se lo dijo a Brawly y se pelearon.

– ¿Cuando Brawly tenía catorce años?

Alva asintió.

– Me lo dijo cuando vino a vivir aquí.

– ¿No se lo dijo cuando estaba en el hospital?

– Creo que no. Pero no lo recuerdo todo -dijo ella, lastimosamente-. Me daban drogas. Brawly decía que vino a verme y que yo le dije que no era su madre y que debía irse. Pero yo no me acuerdo de eso. Entonces él se fue a vivir con Isolda.

El odio reemplazó al dolor en la voz de Alva.

– ¿Y qué ocurrió entonces?

– Ella le dio la vuelta -dijo Alva-. Le hizo cosas feas y le volvió contra mí.

– ¿Por qué hizo tal cosa?

– Porque es mala, por eso.

No parecía que fuese a sacar mucho más por aquel camino, de modo que cambié de táctica.

– ¿Cuándo se fue Brawly de casa de Isolda?

– Cuando tenía dieciséis años se metió en problemas con la policía. Dijeron que había robado una radio de una tienda y le llevaron a juicio. Si hubiese sido un chico blanco, le habrían asustado un poco y le habrían mandado a casa. Pero como era negro, le llevaron a juicio y le condenaron. Tuvo que vivir en una residencia para delincuentes e informar a su centro de detención juvenil hasta que cumplió los diecinueve. Estuvo en libertad condicional hasta los veintiuno. Entonces le dije que podía venir aquí y que le ayudaría a sacarse el título de graduado en el instituto, y a ir a la universidad. Cuando abandonó los estudios, John dijo que podíamos alquilarle una habitación en este mismo edificio y darle trabajo.

– ¿Robó la radio en realidad? -pregunté.

– Sí. Pero fue sólo un error de crío. Brawly no es ningún ladrón. Aunque se enfada con facilidad. Pero al fin y al cabo es normal. Le arrebataron su niñez.

– ¿Por qué se separaron Aldridge y usted? -le pregunté.

– ¿Qué tiene que ver con todo esto?

– Bueno -dije-, ése es el motivo por el que Brawly perdió su niñez, ¿no? Quizá sea la clave para que pueda hablar con él cuando finalmente le encuentre.

Alva me miró fijamente entonces. Antes de aquel momento, siempre había pensado que un hombre o una mujer que tenían una crisis nerviosa eran más débiles que los demás. Pero yo veía en aquellos ojos una fuerza capaz de soportar más dolor del que yo podía imaginar.

– Es la misma historia de siempre -su voz vaciló-, lo mismo de siempre. No podía apartar sus manos de otras chicas. Finalmente, encontró a alguien que le gustaba tanto que ni siquiera venía a casa la mitad del tiempo. Dejé sus cosas delante de la puerta una noche, y por la mañana habían desaparecido.

Muchos pensamientos cruzaron mi mente, pero me los guardé para mí.

– Puede usted salvar a mi hijo, señor Rawlins.

Extendí las manos y cogí las suyas.

– Si es posible, se lo traeré de vuelta aquí, Alva -dije-. Aunque tenga que atarlo de pies y manos y ponerlo encima de mi coche.

Ella soltó una risita y luego sonrió.

– Gracias -dijo-. Siento haberle juzgado mal, señor Rawlins.

Sonreí y le di unas palmaditas en las manos. Luego asentí, aceptando sus disculpas, pero sabía que en realidad ella no me había juzgado mal. Me había visto tal como yo era en realidad. El único error que había cometido era pensar que nunca necesitaría el tipo de ayuda que yo podía proporcionarle.

31

Me dejé caer por la oficina del coronel Lakeland más o menos a las diez de la mañana.

A la señorita Pfennig no le hizo ninguna gracia, pero me envió adonde Mona, a la que hacía menos gracia si cabe mi presencia. Sin embargo, Mona llamó a su jefe y él me hizo entrar de inmediato.

El detective Knorr estaba sentado a la mesa, en la misma silla que yo había elegido para evitar ser el centro de atención.

– Sí, señor -dije, sin que me preguntaran nada.

Tomé asiento, sin que me invitaran tampoco.

Knorr me dirigió una sonrisa asesina. Lakeland se mostró más honrado y sencillamente frunció el ceño.

– ¿Qué tiene usted para nosotros? -me preguntó Lakeland.

– No demasiado -dije-. Nada consistente.

– ¿Cómo le han detenido? -me preguntó Knorr.

– Tal y como les he contado -dije-. Jasper, Christina y yo habíamos ido a ver a Bobbi Anne, pero ella había salido y la puerta estaba abierta. Últimamente he tenido la vejiga un poco floja y…

– Deje esa mierda, Rawlins -dijo Lakeland. Sacó una pistola del calibre cuarenta y cinco que me era muy familiar de alguna parte de debajo de su escritorio-. ¿Qué demonios es esto?

– Lo encontré en la mesa del salón de esa mujer, Bobbi Anne -dije.

– ¿Eso es lo que le contó a Petal? -dijo.

Sabía que se estaba refiriendo a Pitale. Quizá fuera esa la forma de pronunciar el nombre.

– No es ningún cuento -dije-. Estaba allí, a plena vista.

– ¿Qué le parecería pasar treinta y cinco años en una prisión federal, señor Rawlins? -preguntó Lakeland.

– No, gracias.

– Porque esta, esta pistola en concreto, fue robada de unas instalaciones federales en Memphis, Tennessee, y ésa es la condena por el robo.

– Creo que mi abuelo paterno era de Tennessee -dije-. Se cuenta que mató a un hombre blanco y tuvo que irse a Louisiana por motivos de salud.

Los ojos claros de Knorr me miraron como un niño miraría el ala de una mosca que estuviera a punto de arrancar.

– Estaba en una mesita -dije-. La cogí, me la metí en el bolsillo y entonces entró la policía. Por cierto, ¿por qué fueron allí?

– Petal trabaja para el capitán Lorne. También vigilan a los miembros de los Primeros Hombres -dijo Lakeland.

– ¿Estaban acampados fuera del apartamento de Bobbi Anne? -pregunté.

– Al parecer, así fue -dijo Lakeland-. Cuando vieron a Bodan y a Montes entrar, pensaron que podían cogerlos con algo entre manos y desarticular su organización. Pero la pregunta más importante es: ¿qué estaban haciendo ustedes allí?