– Averigüé que Bobbi Anne era amiga de Brawly en el instituto en Riverside, de modo que fui allí con Xavier y Tina para hablar con ella.
– ¿De qué? -preguntó Lakeland. Tanto él como Knorr se inclinaron hacia delante, casi imperceptiblemente, para oír con mayor claridad mis mentiras.
– Estaban asustados -dije yo.
– ¿Asustados de qué? -inquirió Knorr.
– De quienquiera que matase a Strong. Tina se había estado trasladando de un lugar a otro, y Xavier se escondía detrás de la puerta con una pistola en la mano.
– ¿Y qué tenía que ver todo eso con Bobbi Anne? -preguntó Knorr.
– Les dije que el padre de Brawly, Aldridge Brown, también había sido asesinado, y que yo pensaba que su muerte tenía algo que ver con la de Strong, y que Bobbi Anne sabía algo, a causa de su conexión con Brawly.
– ¿Y qué tenía que ver ella con la muerte de Strong? -preguntó Lakeland.
– No tengo ni idea -dije-. Como ya le he dicho una docena de veces, lo único que me interesa es Brawly. Tina y Xavier conocían a Bobbi Anne, de modo que yo pensé que podían hacer que me llevara hasta Brawly.
– Pero ¿qué tiene que ver todo esto con los tiroteos? -preguntó Knorr.
– ¿No acabo de contestar a esta misma pregunta?
– ¿Así que usted no sabe nada de la muerte de Strong? -preguntó Lakeland-. Les mintió a ellos para que le llevaran a ver a Brawly.
– Sí, les mentí -dije-. Pero eso no quiere decir que no sepa nada.
Esperé, queriendo que pensaran que me estaban sacando la información en lugar de dársela toda digerida.
– ¿Qué? -preguntó Lakeland.
– Lo mismo que sabrían ustedes si hubiesen estado escuchando -dije-. Tina tiene un miedo cerval, y también Jasper. Los dos querían a Strong y creen que fue asesinado por el gobierno, la policía o ambos. Seguramente no tuvieron nada que ver con ello. Lo único que quieren es construir colegios para los niños negros.
– En los colegios es donde enseñan a los niños a odiar -dijo Knorr.
Lakeland volvió la cabeza hacia Knorr como si sus palabras fuesen una alarma contra incendios. Luego se volvió hacia mí.
– ¿Es todo lo que sabe?
– Hasta ahora.
– Así que entra usted aquí y nos dice que no cree que esta gente esté metida en ningún crimen -anunció Lakeland-. Entonces, ¿quién le mató?
– Alguien que estaba asustado, algún estúpido -dije-. Alguien a quien él conocía, y a quien podía hacer daño. Siempre pasa lo mismo, ¿no es así, coronel?
Los representantes de la ley se sentían perplejos al ver que yo usaba su mismo lenguaje.
– ¿Va usted a seguir con esto? -me preguntó Lakeland.
– Si lo que quiere decir es si voy a seguir buscando a Brawly e intentando que vuelva a casa con su madre… la respuesta es sí.
– Le hemos sacado de la cárcel -dijo el coronel.
– Y ya les he contado todo lo que sé de Xavier y Tina.
Lakeland cogió la pistola y movió la mano.
– ¿Era ésta la única arma que había en el apartamento?
– Sí señor.
– ¿Necesita saber algo más de nosotros?
– Me gustaría tener una dirección más -dije.
– ¿Cuál?
– ¿Dónde vivía Strong cuando andaba por aquí? -Había oído la dirección que habían dado en las noticias. No era la misma que había obtenido de Tina.
– En el hotel Colorado -dijo Knorr-. En Cherry. Pero no tiene que preocuparse por ir allí. Ya lo hemos registrado.
– ¿Le importa a usted para algo el sitio donde él vivía? -preguntó Lakeland.
– No. Quiero decir que pensaba ir y preguntar si Brawly Brown había aparecido por allí. Ya saben que él es mi objetivo principal.
– Pensaba que era usted conserje -dijo Lakeland-. Pero más bien parece un detective.
– ¿Sabe usted coser, oficial? -le pregunté, como respuesta.
– ¿Cómo?
– No me refiero a dar puntadas -dije-. Quiero decir cortar una prenda entera y coser las costuras de una falda o unos pantalones.
– No.
– ¿Sabe usted cocinar un pastel, o colocar el suelo de una habitación? -continué-. ¿O poner ladrillos, o curtir el cuero de un animal muerto?
– ¿Adónde quiere ir a parar? -dijo el coronel.
– Yo sé hacer todas esas cosas -dije-. Y puedo decirle cuándo un hombre va a volverse loco, o cuándo un matón es un cobarde o un fanfarrón. Puedo echar una mirada a una habitación y decirle si debe preocuparle que le roben. Todo eso lo aprendí por ser pobre y negro en este país que usted está tan orgulloso de salvar de los coreanos y vietnamitas. En el lugar de donde yo procedo, no hay detectives privados negros. Si un hombre necesita que le echen una mano, acude a alguien que lo haga como trabajo extra. Yo soy ese hombre, coronel. Por eso usted envió al detective Knorr a mi casa. Por eso habla conmigo cuando vengo a verle. Lo que hago, lo hago porque me sale de dentro. Yo estudié en las calles y los callejones. La mayoría de los polis darían cualquier cosa por comprender lo que yo sé. De modo que no se obsesione por la forma en que llegué aquí o cómo explicar lo que hago. Escúcheme y a lo mejor aprende algo. -Cerré la boca entonces, antes de decir algo más de lo que yo había aprendido en un mundo que ya había sobrepasado a aquellos policías.
Ambos me miraban. Yo me di cuenta de que cualquier posibilidad que hubiese tenido de que me subestimasen había pasado también.
– Entonces, ¿quién cree usted que mató a Strong? -me preguntó Lakeland.
– No sé nada de eso, agente -contesté-. Podría ser alguien de los Primeros Hombres, pero esos dos chicos seguro que no.
32
– Entonces nuestros clientes eran gángsters judíos y chicas blancas que querían ser estrellas -me contaba Melvin Royale-. Ahora tenemos una clientela muy mezclada, con mucho menos pedigrí.
Melvin era un negro grandote y ampuloso, justo como me gustan a mí. Había trabajado como botones en el hotel y residencia Colorado durante veintisiete años. Doce de aquellos años como jefe de botones.
Conocí a Melvin después de preguntar en el mostrador principal si tenían trabajo como portero de noche o botones. Todos los hoteles necesitan personas para el turno de noche, de modo que el recepcionista pelirrojo me envió a la oficina del sótano, a ver al señor Royale.
La zona de recepción del hotel era pequeña pero elegante a su manera, algo raída pero cómoda. Había dos helechos en macetas a ambos lados de la escalera alfombrada que conducía a las habitaciones. La barandilla era de caoba, con un remate de latón brillante en el primer rellano.
Pero las escaleras que bajaban al sótano estaban mohosas y húmedas. La oficina de Melvin era apenas lo bastante grande para contenerle a él y la mesita auxiliar que orgullosamente llamaba su escritorio. La silla en la que me hizo sentar tenía dos patas negras sobresaliendo fuera de la puerta.
– ¿Ha trabajado alguna vez como botones? -me preguntó Melvin.
– Sí, señor -afirmé-. En el DuMont de Saint Louis, y en el Mark Hopkins de San Francisco.
– Viaja usted mucho, ¿eh?
– Procedo de Mississippi -dije-. Al principio fui a Chicago, pero ya sabe que el viento es frío de cojones allá arriba. Saint Louis estaba mejor, pero seguía habiendo nieve tres meses enteros, y me gastaba el sueldo entero en carbón. En San Francisco no nieva nunca, pero aun así tienes que llevar un jersey grueso la mitad del tiempo en agosto. L.A. tiene un tiempo mucho mejor y se ve gente de color casi en todas partes adonde uno va.
– A lo mejor no hay ningún cartel que nos prohíba pasar, pero será mejor que se dé cuenta de que hay lugares adonde es mejor no ir.
– Ah, sí, claro -afirmé yo-. Ya lo sé. No soy ningún idiota.
Melvin se echó a reír. Nos llevábamos muy bien. Como viejos amigos.
– Es usted un poco alto para ser botones, ¿no, Leonard? -me preguntó, llamándome por el nombre que le había dado.