– Uau -dijo ella-. Pues sí. Era él. ¿Alto, con el pelo plateado?
– No le he visto en mi vida -admití-. Pero los chicos buenos mencionaron su nombre.
– Ajá -afirmó ella, sin entender nada, en realidad-. Pues es todo lo que sé.
Entonces se oyó un sonoro ronquido. Ambos nos volvimos y vimos que Mofass se había quedado dormido. Se le había caído la cabeza sobre el pecho y babeaba un poquito. JJ se levantó de golpe y salió corriendo de la habitación. Mofass roncó tres veces más y ella volvió con una manta y una toalla para secarle la cara. Tocándole ligeramente en los lados de la cabeza, consiguió que se echara hacia atrás en la silla. Le tapó hasta la barbilla, sonrió y le besó en la frente.
Yo conocía a mucha gente que pensaba que una relación amorosa entre una niña como ella y un hombre de casi sesenta años era algo horroroso. Yo habría estado de acuerdo de no haberles conocido. Por muy brusco y prepotente que pudiera ser Mofass, yo veía que amaba a aquella muchacha con todo su corazón. Y JJ necesitaba a un hombre que fingiera que era él quien estaba a cargo de todo.
– ¿Y la policía que patrulla la zona? -pregunté cuando ella hubo acabado con sus cuidados.
– ¿O sea, los del coche patrulla?
– Ajá.
– Sobre todo van por la familia Manelli.
– ¿Quiénes son ésos?
– Es el gran contratista. Tiene diecisiete obras en construcción en todo Compton. Construirán sesenta y dos bloques en los tres próximos años, y tienen más de seiscientos empleados.
– ¿Y la policía trabaja para ellos?
– Sí -dijo JJ-. Los Manelli piensan que la gente les ha estado robando. De modo que hacen que la policía interrogue a todo el mundo que no esté en su nómina.
– Ya lo sé. Me registraron hace unos días.
– Lo lamento. Ya sabe, normalmente nos dejan en paz.
– ¿Y eso por qué?
– Un par de veces, cuando Manelli tenía que trabajar horas extra para acabar sus pisos piloto, John y su equipo le echaron una mano. John lo hizo porque su presupuesto era muy ajustado, y a lo mejor tenía que despedir a Mercury y Chapman. Así que se los dejó a Manelli para que pagara él el salario durante un par de semanas.
– John siempre consigue que las cosas cuadren -dije yo. Y luego-: Bueno, será mejor que me vaya.
Cuando me levanté, Mofass abrió los ojos. Tuve la sensación de que había fingido dormir.
– ¿Ha conseguido lo que quería, señor Rawlins? -me preguntó.
– Se puede decir que sí, William. Esa JJ será tremenda algún día.
– Sí, algún día -afirmó él-. Es mejor que salga solo. Ya sabe que por las tardes estoy algo cansado.
JJ me acompañó hasta la puerta.
– ¿Habrá algún problema en las obras, señor Rawlins? -me preguntó, cuando le tendí la mano para estrechársela.
– Pues no lo creo, querida. Pero si es así, me llamará, ¿verdad?
– ¡JJ! -llamaba Mofass desde el otro lado de la enorme habitación.
– Ya voy, tío Willy -dijo aquella mujer que fingía ser una niña.
34
Lasiguiente parada que hice fue en casa de Clarissa. El correo de al menos dos días se acumulaba en su buzón, y no respondió a mi llamada.
– El problema de la guerra fría no es cuando está fría, sino cuando se pone caliente…
Sam Houston estaba haciendo los honores a algún pobre desgraciado que sólo quería llevarse el almuerzo a su casa en una bolsa de papel marrón. El hombre llevaba unos pantalones vaqueros y una camisa de cuadros roja de manga larga. Su escaso cabello era gris y rizado, y tenía la piel negra bajo una capa de fino polvillo blanco.
El restaurador de los ojos saltones estaba a punto de pronunciar alguna otra frase lapidaria cuando me vio.
– Perdón -dijo al silencioso trabajador.
Sam se quitó el delantal y levantó la trampilla del mostrador que daba a la cocina. Y entonces salió y se reunió conmigo en medio del local.
Nunca había visto a Sam salir de detrás del mostrador, de modo que me preparé para pelear.
Me sacaba cinco centímetros de alto, y su esbelto cuerpo podía ser mucho más fuerte de lo que aparentaba. Años atrás, cuando conocí a un hombre llamado Fearless Jones, aprendí que algunos hombres delgados pueden ser mucho más fuertes que los culturistas.
– Sabes que no está bien ir a algunos sitios y escabullirse a espaldas de alguien -dijo Sam, tocándome el pecho con un dedo largo y acusador.
Los hombres sentados a mi derecha abandonaron su conversación para contemplar el encuentro.
Yo no quería mirones, así que dije:
– ¿Por qué no salimos fuera, Sam?
Eso le cogió desprevenido. Estaba furioso conmigo, pero no tenía motivos para pensar que yo pudiera volverme contra él. Por mi parte, no sabía cómo cerrar su enorme boca sin llevarle fuera. Y no sabía cómo llevarle fuera sin decírselo.
Sam se encaminó hacia la puerta muy ofendido mientras los clientes empezaban a cotorrear. Yo eché a andar dos pasos por detrás de él, dirigiendo una mirada de reojo hacia la cocina mientras salía. Clarissa no estaba a la vista.
Una vez fuera, Sam se volvió rápidamente y yo di un paso a la derecha. Él dio un saltito y me lanzó un gancho de derecha a la cabeza que falló por unos centímetros. Yo también lancé el puño y empujé ligeramente su hombro. La fuerza del empuje, unida al impulso de su oscilación, levantó a Sam del suelo y le hizo caer en la acera.
Cuando metió la mano derecha debajo del delantal, yo levanté ambas manos y dije:
– No estoy aquí para pelearme contigo, tío.
Él respiraba fuerte.
– Entonces, ¿por qué hemos salido a la calle? -Dejó de trastear.
Le ofrecí mi mano y él la tomó.
– No quería que nadie oyese lo que iba a decirte -le dije, ayudándole a ponerse de pie.
– ¿Por qué no?
– ¿Te gusta Clarissa?
– Pues claro que sí, demonios -dijo. Se sacudió un polvo imaginario de los brazos y el pecho-. Por eso me he enfadado tanto al saber que tú ibas por ahí rondando y hablando de otras cosas, pero acechando a mi chica.
– ¿Es tu novia? -le pregunté.
– No. Clarissa es mi prima. Todo el mundo que trabaja para mí es de mi familia, ya lo sabes.
– Escucha, Sam -dije-. Yo no sé qué es lo que te habrán dicho, pero yo no te he mentido. Buscaba a Brawly y le encontré… con ella.
– ¿Qué quieres decir con eso de «con ella»?
– Es su novio. ¿No lo sabías?
Eso cerró la boca de Sam durante cinco segundos más o menos. Era la mejor conversación que había tenido nunca con él. Aunque yo estaba metido en una situación a vida o muerte, me quedé un momento callado, saboreando su confusión.
– Eso no es verdad -dijo, al fin-. Ella dice que tú la seguiste y que intentaste acosarla en su apartamento. Dice que no se atreve a venir a trabajar porque tiene miedo de que estés ahí esperándola.
– Fui a su casa, pero siguiendo a Brawly, no a ella. -La mentira no era tan mala. En realidad la había visto con Brawly en la reunión del Partido Urbano. Cuando la seguí fue sólo para acercarme a él.
– ¿Me estás mintiendo, Easy Rawlins?
– Vamos, Sam, tú sabes que no.
– No, en lo que toca a las chicas, no sé nada -dijo-. Los negros trabajan ocho horas al día, seis días a la semana, y rezan a Dios el domingo, pero cuando pasa una chavala, se les va la cabeza.
Como ya he dicho, lo peor de Sam Houston es que casi siempre daba en el blanco. Tenía un buen cerebro, con el único problema de que no sabía a qué aplicarlo.
– Yo no voy detrás de Clarissa -dije-. Al menos, no de la forma que tú insinúas. Dame una mujer y no tengo que ir por ahí rondando a ninguna niñata.
Mis palabras sonaban a verdad. Sam abrió mucho los ojos, que quedaron de un tamaño ligeramente inferior a los de un caballo.