Cuando me sonrió, las preguntas que asaltaban mi mente se diluyeron un tanto. El atractivo sexual actúa así con los hombres.
– Señor Rawlins.
– Señorita Moore.
Sus labios de beso se abrieron con una sonrisa incitante, y me encontré sentado en una silla de su pequeña isla de lujo en medio del desorden de la habitación. El aire estaba perfumado con aroma de lilas, y pronto me encontré en la mano un vaso escarchado de té helado.
– ¿Ha encontrado a Brawly? -me preguntó.
– No lo comprendo -afirmé yo.
– ¿Cómo?
– Por qué una mujer como usted, tan guapa, y capaz de crear belleza incluso en un agujero como éste… ¿por qué tiene que seducir a un niño de catorce años?
Isolda Moore no era ninguna incauta. Su sonrisa disminuyó un poco, su cabeza se inclinó ligeramente hacia un lado.
– Tiene razón -dijo-. Usted no lo comprende. -Con estas pocas palabras ella quiso expresar una confesión, una explicación y una absolución.
Pero yo no estaba dispuesto a aceptar su forma de actuar.
– No, no lo entiendo -continué-. No lo entiendo en absoluto. Yo tengo un adolescente en mi casa, ahora mismo, y puedo asegurarle una cosa: no soportaría de ninguna manera que una mujer de treinta años le metiera las manos debajo de los pantalones.
– No fue así -dijo Isolda-. No fue como usted dice.
– ¿Y de qué otro modo podía ser? -le pregunté, airado. En realidad yo no estaba enfadado, al menos no por lo que le había ocurrido a Brawly hacía ya algunos años.
– Me llamó desde una cabina telefónica en Slauson. Que fuera a recogerlo. Yo estaba en Riverside, y él lloraba como un loco y farfullaba porque tenía la boca hinchada. Me salté todos los límites de velocidad al ir a buscarle. Lo encontré sentado en un banco del parque con lágrimas en los ojos todavía. La primera noche que pasó en mi casa ni siquiera quiso dormir solo en su cama. Me rogó que durmiera con él, y cuando le dije que no, vino y se metió a mi lado en la cama cuando pensó que yo me había dormido.
– ¿Y por qué no le obligó a volver entonces? -pregunté yo.
– ¿Volver adónde? Su madre estaba en el manicomio, y su padre casi le rompe la mandíbula. Si no hubiera sido por mí, le habrían metido en el orfanato por desamparo. -La voz de Isolda estaba llena de pasión, algo que no había mostrado antes-. Al cabo de un par de noches en la cama juntos, vi lo que quería. Sabía que estaba mal, pero él me necesitaba.
– Su novia dice que iba usted desnuda por la casa, y que le sedujo y se lo llevó a la cama
– Así es como debe de recordarlo él -dijo Isolda, asintiendo-. Porque después de un tiempo así, le dije que aquello tenía que acabar. Le dije que debía salir con una chica de su edad. Y entonces fue cuando empezó a verse con Bobbi Anne. Pero incluso entonces, cuando estaba con ella, volvía a casa y quería meterse en la cama conmigo. -Había orgullo en su voz-. Y al rechazarlo yo, se ponía furioso y me echaba la culpa de lo que sentía.
Era un argumento bastante convincente, lo bastante bueno para aparecer en una obra de teatro. A veces uno hace cosas malas por amor, y hace daño a las personas que más le importan. Quizá si Isolda hubiese sido una maestra de tercer curso con los dientes salidos yo la habría creído. Pero al ver que todas las partes de su vida cuadraban a la perfección, no me imaginaba que ella pudiera dejarse llevar por el torbellino de la pasión de otra persona.
– ¿Y Alva está furiosa con usted por haberse acostado con su marido o con su hijo? -le pregunté.
– ¿Por qué no se lo pregunta a ella?
– Se lo estoy preguntando a usted.
– No le conté ninguna de las dos cosas -dijo Isolda.
– ¿Conocía usted a Henry Strong? -le pregunté.
– Nunca he oído ese nombre.
– Hum.
– ¿Qué?
– Nada -dije-. Es que me parece que alguien me ha mentido.
– ¿Quién?
– Pues quizá Kenneth Chapman.
Por primera vez ella vaciló. No fue más que un leve giro de su cabeza apartándose de mí, buscando algo fácil que decir. Luego volvió a mirarme, pero seguía dudando.
– ¿Y qué dijo? -preguntó al fin.
– Que usted y él y un tal Anton Breland tomaban copas con Strong y Aldridge. -Mentí para obligarla a admitir algún tipo de conexión entre los hombres asesinados.
– No sé de qué me está hablando.
– Pero ¿conoce usted a Chapman?
– Una vez, cuando fui a buscar a Brawly para comer, se presentó y también me presentó a un hombre bajo y fuerte que se llamaba Mercury. Trabajaban con Brawly. Pero no salí con ellos. Y no conozco a ningún Henry Strong.
– Ya. Bueno. -Disimulaba mientras Isolda despertaba mis sospechas. Cuando decía que no había salido con Chapman decía la verdad, pero mentía acerca de Strong, de eso estaba seguro. Pero necesitaba más.
– ¿Qué dijo ese Chapman? -preguntó ella.
– Sólo que había ido usted con ellos. Y cuando le pregunté por Aldridge, me dijo que Brawly y Aldridge se llevaban bien, incluso después de la pelea que usted dice que tuvieron.
– Sí se pelearon -protestó Isolda-. No le miento.
– Sí -afirmé-. Bueno. Estoy seguro de que ese Chapman me mintió. Seguro. Ya sabe que él y Mercury eran ladrones, hace mucho tiempo. Yo pensaba que lo habían dejado, pero nunca se sabe con esa gente.
Isolda dejó que se abriera su albornoz, de modo que pude verle el pecho izquierdo. Tenía al menos treinta y cinco años, pero la gravedad todavía no le había afectado. Era el pecho de una veinteañera. Cualquier macho desde las seis semanas de edad hasta los noventa años habría tenido muchos problemas para resistirse. Si yo no hubiera tenido a Bonnie en mi vida, habría cruzado la línea… sólo por un beso. Pero me limité a sacar un Chesterfield y echarme hacia atrás, fuera del alcance de sus encantos.
Ella fingió que el albornoz se había abierto por casualidad y se tapó.
Yo inhalé con fuerza, con sentimientos contradictorios acerca de los beneficios y perjuicios de fumar. Por una parte, el tabaco me robaba el aliento, pero por la otra me ofrecía algo que hacer cuando el diablo me tentaba.
Me puse de pie.
– Es hora de que me vaya -dije, sin convicción.
– ¿Adónde? -preguntó ella, levantándose y acercándose a mí.
– A hablar otra vez con Chapman, supongo.
– ¿Y su socio? -preguntó Isolda-. Ese Mercury.
– Se ha ido de la ciudad -dije-. Probablemente sea el más listo de todos.
39
Jackson Blue también iba en albornoz.
Meneé la cabeza cuando salió a abrir la puerta.
– ¿Qué narices te pasa, Easy? -preguntó.
– ¿Es que no trabaja nadie hoy? -dije-. ¿Soy el único que piensa que hay que levantarse por la mañana y al menos ponerse unos pantalones?
Jackson sonrió. Los dientes blancos en contraste con la piel oscura siempre tenían un efecto tranquilizador para mí. Me hacían feliz.
Jackson me invitó a bajar las escaleras hacia su casa.
– Estoy trabajando -dijo, mientras caminaba-. He leído algo sobre un tío que se llamaba Isaac Newton. ¿Has oído hablar de él?
– Pues claro que sí -dije-. Todos los niños que van al colegio saben lo de la manzana de Newton.
– ¿Sabías que inventó el cálculo?
– Pues no -dije, sin particular interés.
Tomé asiento junto a la mesa y él se sentó también en el pupitre escolar de una sola plaza. Se estiró en la silla como un gato o un adolescente arrogante.
– Sí -afirmó-. O sea, al mismo tiempo, ese otro tío, Leibniz, sacó los mismos cálculos, pero Newton los inventó también. Newton era un hijo de puta.
– ¿Cuánto tiempo hace que vivió? -pregunté.
– Murió en 1727 -dijo Jackson-. Y era rico.
– Así que hizo su trabajo. Y tú te quedas aquí sentado, sin mover el culo.
– Pero Easy -dijo Jackson, sonriendo-. Estoy aprendiendo. Sé cosas. Sé cosas que el noventa por ciento de la gente blanca no sabe.