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Chen se acercó al grupo que charlaba junto a la cristalera. Sus integrantes eran conocidos a veces como Old Dicks en el dialecto de Shanghai, apodo que provenía del término old stick, «tipo» en inglés coloquial. En Shanghai, el nombre estaba asociado a caballeros de clase alta que en los años treinta blandían bastones con empuñaduras de latón, por eso personificaban los valores de aquella época. Ahora, en los noventa, habían reaparecido. Lo mucho que sabían sobre la vida en la década de los treinta despertaba inmenso interés y se había puesto de moda.

– Me llamo Chen -se presentó a un hombre de cabello plateado, gafas de montura dorada y un reloj de oro con cadena que le colgaba del bolsillo del chaleco-. Soy escritor.

El hombre de cabello plateado asintió con la cabeza, se ajustó las gafas de montura dorada sobre el caballete de su nariz aguileña y, sin decir ni una sola palabra como respuesta, continuó hablando con un anciano regordete.

Al parecer, Chen no era uno de ellos y nadie parecía interesado en él. Con todo, consiguió entablar conversación con otros invitados, en un esfuerzo por encajar en aquel ambiente. Les Old Dicks eran invariablemente nostálgicos, y volvían la vista al pasado como si allí se encontrara la única vida real. No dejaban de intercambiar anécdotas sobre las «buenas familias» de las que procedían ni de criticar a los advenedizos de la época actual, individuos carentes de gusto y de abolengo. Los Old Dicks no ocultaban su indiferencia ante la presencia de un desconocido que, al parecer, ni provenía de una familia ilustre ni tenía conocimientos sobre aquellos años fastuosos.

Al cabo de quince minutos, un hombre salió con paso enérgico de la sala contigua y se dirigió hacia los invitados con la mano extendida. Era un hombre de aspecto corriente y poco más de sesenta años, bastante bajo, algo gordo, de calvicie incipiente y rostro anguloso. Llevaba una chaqueta gris y pantalones negros de vestir. Hablaba con un fuerte acento de Shanghai.

– Soy Xie. No sabía que ya hubiera llegado, señor Chen. Lo siento mucho. Estoy dando una clase ahí dentro.

Xie condujo a Chen a la otra sala. Es posible que tiempo atrás fuera un gran comedor, aunque ahora la usaba como estudio para las clases de pintura. Había allí seis o siete chicas, incluyendo las dos a las que Chen había visto llegar desde la ventana del café, muy concentradas en sus tareas. Cada muchacha vestía de una forma distinta: una llevaba un pantalón de peto cubierto de pintura, otra una camiseta de talla extragrande y shorts vaqueros deshilachados y otra se había puesto un vestido veraniego y una especie de turbante en la cabeza. Tal vez fuera una escena habitual en una clase de pintura, pero ésta era la primera vez que Chen asistía a una.

Entonces reconoció a Jiao, una chica alta vestida con una blusa blanca y una falda vaquera que se hallaba junto a la ventana. Tenía los ojos grandes y la nariz recta, y su rostro, en forma de pepita de melón, recordaba levemente al de Shang. Parecía más joven que en la fotografía del expediente y, mientras retocaba su esbozo, irradiaba entusiasmo.

Xie no le presentó a las chicas, que parecían absortas en su trabajo. Tras señalarle a Chen el sofá rinconero, Xie se acercó una silla y se sentó.

– Aquí se está más tranquilo -afirmó Xie en voz baja-. El señor Shen me ha hablado muy bien de usted.

– Le comenté que quiero escribir un libro y me recomendó ponerme en contacto con usted -explicó Chen-. Sé que está muy ocupado, señor Xie, pero me sería de gran ayuda visitarlo de vez en cuando.

Venga cuando quiera, Chen. Shen fue un buen amigo de mi padre, y es como un tío para mí. Además, me ha proporcionado mucha información sobre la ropa que se llevaba en la década de los treinta. Cualquier persona a la que recomiende será bienvenida a esta casa. Me han dicho también que usted habla bien el inglés, y de vez en cuando recibimos a invitados extranjeros.

– Espero no ocasionarle ninguna molestia, ni en su clase ni en su fiesta.

– Doy clase dos o tres veces por semana. Si le interesa la pintura, puede asistir como espectador. Son clases muy informales. En cuanto a las fiestas, cuantos más seamos mejor lo pasaremos.

La chica vestida con el pantalón de peto se acercó llevando una acuarela de gran tamaño en las manos. Xie la cogió y la examinó durante unos instantes antes de señalar una esquina y decir:

– Aquí hay demasiada luz, Yang.

– Gracias -respondió la chica, dándole una palmada en el hombro con una familiaridad poco habitual entre alumnos y profesores.

Xie parecía entenderse bien con sus alumnas. Asintiendo con la cabeza, le comentó a Chen:

– En realidad, las chicas están hechas de agua.

Parecía una frase sacada de Sueño en el pabellón rojo. Tal vez Xie se viera a sí mismo como Baoyu, el protagonista encantador e irresistible de la novela clásica, de no ser porque Baoyu era joven y había nacido en una cuna de oro.

Un hombre rechoncho de mediana edad abrió la puerta e irrumpió en la estancia, seguido de una muchacha esbelta con aspecto de modelo. El hombre condujo a la chica hasta Xie.

– Ah, permítame que lo presente -le dijo Xie a Chen-. Éste es el señor Gong Luhao. Su abuelo era el rey del zorro blanco.

– ¿Rey del zorro blanco? -Chen levantó un poco la voz, perplejo.

– Bueno, mi padre trabajó en el negocio de las pieles antes de 1949. Adquirió renombre como distribuidor de pieles de zorro blanco de la más alta calidad -explicó el señor Gong, volviéndose hacia la chica-. Su abuelo estaba relacionado con la familia Weng. Quiere estudiar con usted.

– Puede entregarme una muestra de su trabajo -ofreció Xie-. Éste es el señor Chen. Un empresario de éxito, que ahora también es escritor. El señor Shen, que trabajó en el Banco de la Industria en los años treinta, me ha hablado muy bien de él.

– ¡Ah, el señor Shen! Mi padre lo conocía bien.

Al parecer, Chen aquí no era nadie, y sólo se dignaron recibirlo gracias a Shen.

Alguien empezó a hacer sonar una campanilla en el salón mientras decía a viva voz: «Es la hora del baile, señor Xie».

– Se ha acabado la clase -dijo Xie a sus alumnas-. Si queréis seguir trabajando podéis quedaros aquí; si no, podéis uniros a la fiesta.

Xie condujo a Chen hasta la fiesta que se celebraba en el salón cogiéndolo por el hombro como si fueran viejos amigos, probablemente para que los demás se fijaran en ellos.

Al entrar en el salón el inspector jefe creyó retroceder en el tiempo: sonaban melodías populares en los años treinta. Chen reconoció una de las canciones porque la había oído en una antigua película de Hollywood. Había bastantes invitados; muchos debían de haber llegado mientras Chen hablaba con el anfitrión en la otra sala.

Xie no dejaba de saludar y de presentar a los invitados, tras dirigirse brevemente a cada uno de ellos. Aun así, se las arregló para cuidar en todo momento de Chen, aprovechando la menor oportunidad para recalcar que era conocido del señor Shen. A nadie parecía interesarle el aspirante a escritor y su presencia en la fiesta no había despertado ninguna sospecha. Al haber tratado en varias ocasiones con hombres de negocios, Chen era capaz de hablar como uno de ellos. Curiosamente, ninguno de los allí presentes resultó ser un auténtico empresario.

Entonces comenzó el baile. La mayoría de los invitados ya se conocían. Había algunas parejas que bailaban muy bien y que sin duda acudían a la mansión Xie con el único propósito de bailar. Chen pensó en sacar a alguna invitada a bailar, pero se echó atrás. Aunque había ido a clase de bailes de salón, apenas había tenido ocasión de practicar. Prefirió quedarse sentado, solo, en una de las sillas alineadas junto a la pared. No le pareció mala idea tomarse un respiro y observar lo que sucedía a su alrededor. Entonces le vino a la mente una palabra inglesa, wallflower, literalmente «flor de pared», que suele emplearse para describir a una mujer a la que nadie saca a bailar, pensó Chen no sin cierta ironía.