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«Ling no tiene la culpa», se dijo Chen una y otra vez. Con todo, la noticia lo dejó anonadado.

– Su marido es también «hijo de un cuadro superior», además de un empresario de éxito y un cuadro del Partido. Aunque a Ling eso no le importa, ya lo sabes…

Chen escuchaba en un rincón con la mirada fija en la pared que tenía enfrente, que parecía un folio en blanco. En cierto modo, se sentía como quien escucha algo que le ha sucedido a otro.

– Tendrías que haberte esforzado más -añadió Yong en defensa de Ling-. No puedes contar con que una mujer se pase la vida esperándote.

– Entiendo.

– Tal vez no sea demasiado tarde. -Yong esperó a la despedida para darle la puntilla-: Ling aún siente cariño por ti. Ven a Pekín, tengo muchas cosas que contarte. Hace tanto que no vienes que ni me acuerdo de tu aspecto.

Así que Yong no estaba dispuesta a tirar la toalla, aunque la propia Ling ya lo hubiera hecho al decidir casarse con otro. En realidad, Yong quería que Chen viajara a Pekín para una posible «misión de salvamento».

Chen no sabía cuánto había durado la conversación que acababa de mantener en el pasillo.

Cuando por fin volvió a la sala de reuniones, el debate político tocaba a su fin. El comisario Zhang sacudió la cabeza como si fuera un tambor chino. Li lo miró fijamente con expresión escrutadora. Tras sentarse de nuevo junto al secretario del Partido, Chen permaneció en silencio hasta el final de la sesión.

Cuando los asistentes a la reunión empezaban a irse, Li llevó a Chen a un lado.

– ¿Va todo bien, camarada inspector jefe Chen?

– Todo va bien -respondió Chen, volviendo a adoptar su papel oficial-. El tema que hemos tratado hoy me ha parecido muy importante.

Después, en lugar de volver a su piso, Chen decidió visitar a su madre. Aquella noche no le apetecía cenar solo.

Sin embargo, al torcer por la calle Jiujiang el inspector jefe aminoró el paso. Ya eran casi las seis. Su madre, una mujer de salud frágil y costumbres frugales, vivía sola en su viejo barrio: sería mejor que comprara comida hecha si pensaba presentarse sin avisar. Entonces recordó que había un pequeño restaurante a la vuelta de la esquina. En su infancia, cuando aún iba a la escuela primaria, Chen pasaba por delante a menudo y solía mirar con curiosidad hacia el interior, pero nunca llegó a entrar.

Un niño pequeño hacía rodar un aro de hierro oxidado por una bocacalle, una escena que a Chen le resultó familiar pese a no haberla visto en mucho tiempo. Era como si, en la creciente oscuridad, cada vuelta del aro le trajera a la memoria recuerdos de su infancia. Lo invadió una sensación de déjà vu.

Le entraron dudas sobre si visitar a su madre o no. La echaba en falta y se sentía mal por no haber podido ocuparse de ella como era debido, pero aquella noche no le apetecía aguantar uno de sus sermones sobre su prolongada soltería, que siempre incluían la misma máxima confuciana: «Hay ciertas cosas que convierten a un hombre en un mal hijo, y no tener descendencia es la más grave». Tras echar una mirada rápida a la fachada del restaurante, que parecía tan sórdido e inmundo como años atrás, Chen decidió entrar. Del techo, manchado de humo y de humedad, pendía una bombilla desnuda que iluminaba con luz débil tres o cuatro mesas sucias y destartaladas. La mayoría de los clientes, tan mugrientos como el restaurante, sólo tenía delante bebidas alcohólicas baratas y platos de cacahuetes hervidos.

La camarera, una mujer baja y rechoncha que rondaría los cincuenta y pico, le entregó una carta sucia con gesto hosco y sin dirigirle la palabra. Chen pidió una cerveza Qingdao y dos platos fríos: tofu desecado con salsa roja y huevo de mil años con salsa de soja.

– ¿Tienen alguna especialidad de la casa? -preguntó Chen.

– Tripas de cerdo, pulmones, corazón y otros despojos, cocidos al vapor con vino de arroz destilado. Nuestro cocinero aún elabora su propio vino de arroz. Es una especialidad de la antigua cocina de Shanghai. No creo que pueda encontrarlo en ningún otro sitio.

– Estupendo, tomaré eso -dijo Chen mientras cerraba la carta-. ¡Ah! Y también una cabeza de carpa ahumada. Que sea pequeña.

La mujer lo miró de arriba abajo sin ocultar su curiosidad. Al parecer, Chen era un cliente importante para un antro como ése. Él era el primer sorprendido de tener tan buen apetito aquella noche.

Un cliente que estaba sentado a una de las mesas del fondo se volvió para mirarlo. Chen lo reconoció enseguida: era Gang, un vecino de su antiguo barrio. Gang había sido un poderoso dirigente dentro de la organización de los Guardias Rojos de Shanghai a principios de la Revolución Cultural. Años después cayó en desgracia, y acabó convertido en un gandul borracho y sin empleo que vagabundeaba por el barrio. Chen conocía a través de su madre las vicisitudes del legendario ex Guardia Rojo.

Gang se volvió, carraspeó y comenzó a aporrear la mesa con fuerza.

– Los sabios y los eruditos están solos durante miles de años. Sólo un borracho deja su impronta.

Parecía una cita de Li Bai, poeta de la dinastía Tang conocido por su pasión por la bebida.

– ¿Sabe quién soy? -siguió diciendo Gang-. El comandante en jefe del tercer cuartel de los Guardias Rojos de Shanghai. Un soldado leal a Mao, que lideró a millones de Guardias Rojos para que combatieran por él. Al final, Mao nos arrojó a los leones.

La camarera depositó los platos fríos y la cerveza Qingdao sobre la mesa de Chen.

– Enseguida le traigo los fideos y la especialidad del chef.

Nada más irse la camarera, Gang se levantó y se dirigió a la mesa de Chen arrastrando los pies, con una sonrisa de oreja a oreja. Llevaba una minúscula botella de alcohol en la mano, conocida popularmente entre los borrachos como «el petardo pequeño».

Así que usted es nuevo aquí, joven. Me gustaría darle algunos consejos. La vida es corta, sesenta o setenta años como mucho, no tiene sentido desperdiciarla preocupándose hasta que el pelo se le ponga blanco. ¿Una mujer le ha roto el corazón? ¡Venga ya! Las mujeres son como esa cabeza de pescado ahumado. Poca carne, pero demasiadas espinas, mirándolo con esos ojos tan repugnantes desde un plato blanco. Si no va con cuidado, se le clavará una espina en la garganta. Piense en Mao. Incluso un hombre como él acabó mal por culpa de su mujer, o de sus mujeres. Al final, de tanto follar perdió la cabeza.

Gang hablaba como un borracho, saltando de un tema a otro con escasa coherencia, pero sus palabras intrigaron a Chen, e incluso lo desconcertaron.

– Así que usted tuvo su momento de gloria durante la Revolución Cultural -dijo Chen, indicándole a Gang con un gesto que se sentara a su mesa.

– La revolución es como una puta. Primero te seduce y luego te abandona como si fueras un trapo con el que se ha limpiado la mierda del culo. -Gang se sentó frente a Chen, cogió un trozo de tofu desecado con los dedos y sorbió de su botella casi vacía-. Y una puta también es como la revolución, porque te embarulla la cabeza y el corazón.

– ¿Y así es como ha acabado usted aquí, por culpa tanto de las mujeres como de la revolución?

– Ya no me queda nada. Bueno, nada excepto la bebida. El alcohol nunca te abandona. Cuando estás mamado, bailas con tu propia sombra, que siempre te es fiel. Tan dulce, tan paciente, y nunca te pisa al bailar. La vida es corta, como una gota de rocío al amanecer. Los cuervos negros ya han empezado a volar en círculos sobre tu cabeza, y cada vez se acercan más. Así que ¡salud! Alzo mi copa.

»Ya que es la primera vez que viene aquí, me toca invitarlo a mí -dijo Gang, bebiendo un trago largo de cerveza mientras Chen le acercaba su vaso-. Voy a conducirlo por el camino de la verdad.

Chen intentó imaginarse a Gang conduciendo a un poli por ese camino. El antiguo Guardia Rojo se llevó la mano al bolsillo del pantalón y sólo encontró un par de céntimos. Rebuscó de nuevo, pero no tenía más calderilla. Las mismas monedas reposaban sobre la mesa.