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El inspector jefe decidió empezar por Shang. Encendió un cigarrillo y tomó un sorbo de agua. La calidad del agua era pésima, y le supo muy rara sin hojas de té.

Shang había nacido en el seno de una «buena familia». Cuando estudiaba en la universidad, fue nombrada «reina universitaria» y apodada «fénix» antes de que un director cinematográfico la descubriera. No tardó en destacar como actriz joven y elegante. A partir de 1949, debido a sus antecedentes familiares y a los problemas políticos de su marido, la carrera de Shang se resintió. Se dijo que el declive de su carrera también se debió a la imagen que había ofrecido antes de 1949: era conocida principalmente por interpretar a damas de clase alta que habitaban en magníficas mansiones y vestían prendas elegantes; dichos papeles habían desaparecido casi por completo de las pantallas de la China socialista. Mao manifestó que tanto el teatro como el cine debían plasmar las vidas de obreros, agricultores y soldados. De pronto, sin embargo, la fotografía de Shang volvió a aparecer en los periódicos, ilustrando artículos que afirmaban que el presidente Mao había instado a Shang y a sus colegas a filmar películas revolucionarias. Shang protagonizó de nuevo varias películas, en las que interpretaba a obreras o a campesinas, y recibió premios importantes por dichos papeles. El inicio de la Revolución Cultural volvió a truncar su carrera. Al igual que otros artistas de renombre, fue sometida a persecuciones y a la crítica de las masas. El Grupo para la Revolución Cultural del Comité Central del Partido Comunista envió incluso a una escuadra especial para que la interrogara. Poco después, Shang se suicidó, dejando huérfana a su hija Qian.

Una historia triste, pero bastante frecuente en aquella época, pensó Chen mientras se levantaba y volvía a hurgar en el cajón. Esta vez descubrió una minúscula bolsa de té de ginseng. No tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba allí escondida. La echó en la taza esperando que, de algún modo, el ginseng le insuflara energía. Se había saltado la cena por culpa de la llamada telefónica de Pekín.

Bebiendo el té de ginseng a sorbos, Chen se sentó de nuevo frente al expediente y empezó a leer lo relativo a la segunda generación, Qian, heroína del superventas Nubes y lluvia en Shanghai.

Huérfana tras la muerte de Shang, a Qian le costó mucho adaptarse al drástico cambio que había sufrido su vida. La difícil vida de Shang la persiguió como si fuera su sombra: Qian fue obligada a conocer con todo detalle lo que el expediente describía como la «vergonzosa historia sexual» de Shang, y, al crecer, la hija se convirtió en una «fulana desvergonzada». En aquellos años, se suponía que una muchacha procedente de una familia «negra» (cuestionable políticamente) debía comportarse con especial cuidado; sin embargo, Qian se dejó llevar por la pasión juvenil y se enamoró de un joven llamado Tan, que también procedía de una familia negra. Enfrentados a un futuro desesperanzador en China, intentaron entrar clandestinamente en Hong Kong; pero fueron capturados y los obligaron a volver a pie a Shanghai, donde Tan se suicidó. Qian sobrevivió porque estaba embarazada. Dio a luz a una hija y al cabo de poco tiempo se enamoró de un muchacho llamado Peng, unos diez años más joven que ella, de quien decían que guardaba cierto parecido con Tan. Peng fue a parar a la cárcel, acusado de perversión sexual. Algún tiempo después, hacia el final de la Revolución Cultural, Qian murió en un accidente.

Chen depositó el expediente sobre la mesa y se acabó el amargo té de ginseng. Era una tragedia propia de la Revolución Cultural, que abarcaba dos generaciones. Cuanto sucedió durante aquellos años parecía ahora absurdo y cruel, y resultaba casi increíble. Era comprensible que el Gobierno de Pekín quisiera que la gente olvidara el pasado y mirara hacia delante.

Finalmente, Chen esparció sobre la mesa las hojas del informe acerca de Jiao, y se centró en los detalles que la hacían sospechosa. Jiao había nacido después de la muerte de Tan. El accidente mortal de Qian tuvo lugar cuando Jiao era aún muy pequeña. La niña creció en un orfanato. Como el «hierbajo pisoteado» de una canción popular muy sensiblera, Jiao no consiguió que la admitieran en la escuela secundaria, y tampoco encontró un trabajo decente. A diferencia de otras chicas de su edad, no tenía amigos ni ocasión de divertirse: vivía prisionera de los trágicos recuerdos de su familia, aunque otros hubieran olvidado casi por completo aquella parte de la historia. Al cabo de dos o tres años de sinsabores, en los que pasó de un trabajo mal pagado a otro, la muchacha empezó a trabajar de recepcionista en una empresa privada. Tras la publicación de Nubes y lluvia en Shanghai, Jiao dejó repentinamente su empleo, se compró un piso lujoso y comenzó a llevar un estilo de vida muy distinto al anterior.

Se sospechaba que Jiao había obtenido mucho dinero por las ventas del libro, pero la editorial negó haberle pagado cantidad alguna. Entonces la gente supuso que habría algún hombre detrás de su metamorfosis. Los «bolsillos llenos» solían exhibir a sus mantenidas como si fueran pertenencias valiosas, y la identidad de dichos «protectores» siempre acababa saliendo a la luz. Sin embargo, los agentes de Seguridad Interna no habían conseguido averiguar nada sobre la vida privada de Jiao. Pese a vigilarla muy de cerca, no vieron a ningún hombre entrar en su piso o pasear en su compañía. También cabía la posibilidad de que hubiera heredado mucho dinero, pero Shang no dejó nada en herencia a su familia: los Guardias Rojos confiscaron sus pertenencias de valor a principios de la Revolución Cultural. El Departamento de Seguridad Interna inspeccionó la cuenta bancaria de Jiao y descubrió que tenía muy poco dinero. Había comprado el piso al contado -«con un maletín lleno de dinero»- sin tener que solicitar una hipoteca.

Su vida, pese a ser tan joven, estaba rodeada de misterio. Con todo, los agentes de Seguridad Interna creían que Jiao no era la única persona sospechosa.

El Departamento también sospechaba de Xie, a cuya mansión solía acudir Jiao con cierta frecuencia en fechas recientes. El abuelo de Xie, propietario de una gran empresa en los años treinta, construyó una casa enorme para su familia, la Mansión Xie, por aquel entonces considerado uno de los edificios más suntuosos de Shanghai. El padre de Xie se hizo cargo del negocio familiar en los años cuarenta, pero fue tachado de «capitalista negro» en los cincuenta. Xie creció escuchando historias sobre glorias pasadas y celebrando fiestas y veladas sociales tras cerrar a cal y canto todas las puertas y ventanas de la casa. Protegido por la magnífica mansión, y por la fortuna de que aún disponía su familia, Xie coqueteó con la pintura en lugar de buscar un empleo corriente. Fue casi un milagro que consiguiera mantener la casa intacta durante la Revolución Cultural. A mediados de los ochenta volvió a dar fiestas en su casa, pero la mayoría de asistentes eran muy parecidos a éclass="underline" pasaban de la mediana edad y lo habían perdido casi todo, salvo los recuerdos de sus otrora ilustres familias. Las fiestas de Xie les permitían mantener vivos sus sueños, siquiera por una noche. Gracias a la oleada de nostalgia que invadió la ciudad, las fiestas se hicieron muy populares. Algunos invitados se enorgullecían de acudir a la Mansión Xie, como si la casa simbolizara su posición social. Los taiwaneses y los extranjeros también comenzaron a asistir a las fiestas. Un periódico occidental escribió que éstas eran «el último vestigio de la antigua ciudad que estaba a punto de desaparecer».

Fueran o no el último vestigio, la existencia del anfitrión no era precisamente idílica. Al carecer de trabajo fijo, Xie apenas podía mantener la casa y pagar las fiestas. Su esposa se había divorciado de él y había emigrado a Estados Unidos varios años atrás, dejándolo solo en el caserón vacío. Xie se consolaba coleccionando antigüedades de los años treinta: una máquina de escribir Underwood, una vajilla bañada en plata, un par de gramolas con forma de trompeta, varios teléfonos antiguos, un brasero de latón y otras cosas por el estilo. Después de todo, éstos eran los objetos de los que sus abuelos y sus padres tanto le habían hablado, unos objetos que aparecían en álbumes de fotos familiares amarillentos por el paso de los años, y que Xie contemplaba una y otra vez para combatir su soledad. Con el tiempo, su colección contribuyó a alimentar la leyenda de la mansión.