Выбрать главу

Chen volvió a guardar la escoba en el vestidor por otra razón.

– No, la escoba no forma parte del escenario del crimen -respondió Chen negando con la cabeza-. Será mejor que la guarde en el vestidor. -Chen cogió el estuche alargado que contenía el pergamino-. Tendré que entregárselo a las autoridades de Pekín.

De ese modo, lo que pudieran hacer con la escoba escaparía a su control. Y ya no sería asunto suyo.

No pensaba actuar contra la voluntad de Jiao, no con sus propias manos. Al menos, eso podría decirse a sí mismo después.

Y tampoco habría tratado de encubrir a Mao, pese a lo que pudieran juzgar o interpretar los demás.

La escoba, como muchos otros objetos del dormitorio, iría a parar a la basura. Tal vez alguien la recogiera y la usara para barrer, hasta que, sucia y gastada, acabara convirtiéndose en polvo…

Tal vez el objeto guardado en su interior saliera a la luz algún día. Para entonces, nadie podría afirmar que el material de Mao, fuera lo que fuese, había pertenecido a Jiao. Cuando ya no estuviera al frente del caso, Chen no tendría inconveniente en ver de qué se trataba. Él también sentía curiosidad.

Pero, por el momento, mientras no lo viera con sus propios ojos, no estaría ocultando información. Era algo que había aprendido de Xie.

– No se preocupe por mí, Viejo Cazador. Pekín me ha dado vía libre para la investigación. Y me conocen por mis métodos excéntricos.

Chen oyó el ulular de las sirenas y el pitido de los cláxones. Los coches de policía se acercaban al edificio. El Viejo Cazador se dirigió hacia la ventana y miró a la calle, que de repente se había vuelto tan ruidosa como el agua hirviendo.

Chen miró hacia arriba y vio la luna carmesí encaramada en lo alto del cielo nocturno, como si estuviera cubierta de sangre. Las pálidas nubes y la fría lluvia parecían lavarla.

Comenzó a susurrar un poema, en voz muy baja.

Los caballos galopan, el cuerno solloza. Puede que el paso entre las montañas sea de hierro, pero vamos a cruzarlo de nuevo, vamos a cruzarlo de nuevo; las colinas se extienden como si fueran olas, el sol se hunde en sangre.

– ¿Qué está recitando? -preguntó el Viejo Cazador, volviéndose para mirar a Chen.

– «El paso entre las montañas Lou», un poema de Mao -explicó Chen-; lo escribió durante la primera guerra civil.

– Deje en paz a Mao -replicó el policía jubilado, estremeciéndose como si se hubiera tragado una mosca-, ya sea en el cielo o en el infierno.

AGRADECIMIENTOS

Estoy en deuda con muchas personas por todo el apoyo que me han prestado: particularmente con Patricia Mirrlees, cuya cálida amistad deshizo los momentos más gélidos de la escritura; con Yang Xianyi, cuyo ejemplo de integridad moral ha inspirado los personajes de este libro; y con Keith Kahla, cuya extraordinaria labor editorial ha contribuido a que la novela se publique tal y como aparece ahora.

Qiu Xiaolong

***