– ¿Me harás daño? -preguntó, inalterable.
– No seré yo quien se lo haga. Usted piensa que la gente oculta la verdad para protegerse. Yo la oculto para proteger a otros. Por eso me marché el otro día de su consulta cuando usted empezó a rascar en mi cristal. No le mentí en lo de mis síntomas: duermo mal, tengo dolores de cabeza… Hay médicos oficiales que habrían podido atenderme, pero quise hablar con alguien ajeno a mi vida. Al principio pensé que usted me ayudaría sin que yo tuviese que contar nada, con recetas de cocina psicológica, no sé si me entiende. Algo así como «tómate esto, haz lo otro». Fue una estupidez. Es usted demasiado bueno. Y cuando me dijo lo de Winf-Pat, comprendí que debía irme para protegerle.
Hice una pausa. La expresión de Valle era la del profesional que ya ha llegado a una conclusión. Me veía como la pobre chica que «quiere hacerse la importante», y para ello no duda en enloquecer. «Mire, doctor, lo importante que soy.» Estaba decidida a sacarlo de su error, pero quería ir despacio, sin saltar a la pasarela como una debutante.
– Esa es mi parte buena -continué-. La mala es que soy una egoísta y… y con usted me he sentido por primera vez calmada y acogida. Eso me ha hecho volver a necesitarlo… De modo que esta mañana decidí regresar y ponerlo en peligro para recibir otra dosis de ayuda. Pero la decisión es suya: si no quiere escucharme más, lo comprenderé. Me iré y no volverá a verme. Ya le he advertido de los riesgos.
Ni siquiera me dejó concluir. Cuando dije «me iré» alzó una mano como si mis palabras fuesen personas que avanzaran hacia él con ganas de lucha.
– Diana, estoy aquí para escuchar cosas. Tú has venido a contarlas, y yo las escucharé e intentaré ayudarte. -Se permitió una sonrisa-. Y no te preocupes: por muy raro que sea lo que cuentes, te aseguro que me han contado cosas aún más raras.
Yo también sonreí. La pausa fue larga como una sobremesa entre amigos. Entonces dije, sin perder la sonrisa:
– No tiene ni puta idea de lo que voy a contarle.
Hablé durante unos diez minutos antes de que me interrumpiera. Ya nada era igual, desde luego: yo era la actriz, Valle mi público. Él había ido desplazando gradualmente el centro de su interés desde mi persona a lo que yo decía. Al menos, mi lenguaje, al principio, le sonaba familiar.
– Espera un momento, conozco la teoría del psinoma…
– Qué bien -me burlé-. Así podrá explicármela. Yo nunca la he entendido.
– Viene a decir que lo que somos, pensamos y hacemos depende exclusivamente de nuestro deseo, y que estamos expresando ese deseo cada fracción de segundo: con los gestos, los movimientos de los ojos, la voz… Algunos psicólogos, incluso, plantearon hace años la posibilidad de que esa expresión fuese cuantificable. Es decir, que pudiera medirse y formularse mediante una especie de… código matemático como el genoma, de ahí el nombre de «psinoma». El psinoma sería, pues, algo así como el código de nuestro deseo. Pero se comprobó que era imposible computar los billones de datos de la fisonomía y el entorno, y sus variaciones cada cierto tiempo. Es como querer computar las infinitas posibilidades del ajedrez. -Señaló el tablero-. De modo que la teoría cayó en el olvido. No se puede comprobar. ¿Me equivoco?
– Solo en una cosa -dije sonriendo-: ahora sí se puede. Cuando se inventaron los primeros ordenadores cuánticos, que realizan… bueno, tropecientas operaciones por segundo… se registraron los gestos, los tonos de voz y las conductas de las personas ante un sinfín de estímulos y se comprobó que podían agruparse según cualidades comunes. Hay más de cincuenta grupos: se les llama «filias», y cada persona tiene una.
– Interesante. -Valle sonreía, escéptico-. Pero no conozco esos estudios.
– Son secretos -repliqué bajando la voz, y Valle pareció tomárselo de buen humor y dijo «ah» también en voz baja-. Los sujetos de la misma filia reaccionan igual ante estímulos iguales. A los cebos se nos adiestra para identificar las filias.
Me di cuenta de que Valle retornaba a su primer diagnóstico: lo que yo estaba contando tenía que ser mi «delirio».
– Ah, bien, bien… ¿Y cuál es mi «filia»? ¿Ya la sabes?
– Usted es fílico de Presa -contesté de inmediato-. No le haga caso al nombre, es una manera de llamarlo.
– ¿Y qué significa? -preguntó Valle como si se tratase de su signo del zodíaco.
– En general, que a usted le gusta que las personas se sacrifiquen, pero no por usted… Le gustan las víctimas, las derrotadas, las que claudican… Pero, más aún que todo eso, lo que a usted realmente le gusta es el giro de los cuerpos para mostrar la zona posterior. No quiero decir que le guste solo el culo, pero también el culo. -Sonreí-. A su psinoma le encanta ver la zona divisoria del culo alejándose de usted. Y las imágenes partidas, como reflejadas en espejos rotos. Ya sé que no me entiende.
Arístides Valle había descolgado la boca. Supuse que era la primera vez que alguien, loco o no, le decía algo así. Pero se recobró enseguida, como yo ya esperaba.
– Lo siento, pero no me reconozco en nada de lo que has dicho.
– Eso es debido a que no somos conscientes de lo que realmente deseamos. Cuando vemos a alguien hacer algo que nos gusta, lo atribuimos a otra cosa para entenderlo: decimos que nos hemos enamorado, o que nos agrada su inteligencia… Mis profesores me decían que el psinoma no está en la conciencia: la contiene.
– A veces ocurre que nos enamoramos de verdad -objetó Valle.
– Ya le he dicho que los nombres no importan. A usted puede gustarle mucho una mujer y llamar a eso «amor», pero lo que en realidad sucede es que, cuando usted la conoció, ella se movió de una forma, o dijo algo en un tono o ante un decorado que complació a su filia de Presa. Fue pura casualidad. Si usted hubiese encontrado a esa mujer en el decorado preciso y vestida de la manera apropiada, y ella hubiese actuado mejor, usted habría quedado «enganchado» y le sería difícil dejarla. Y si ella continuara complaciendo su filia, el placer que usted sentiría sería máximo y quedaría «poseído». Ya no podría actuar voluntariamente. A los cebos se nos enseña a enganchar y poseer.
– A ver, a ver… -Valle seguía escéptico, pero era obvio que mi locura le intrigaba-. Según lo que dices, no existirían los verdaderos sentimientos. Esa mujer de tu ejemplo se mueve, dice algo, yo me enamoro… Visto así, el mundo sería solo un teatro.
– Exacto, un teatro. Los cebos somos como actores: aprendemos un conjunto de gestos, voces, escenarios y ropas, y ofrecemos una especie de… espectáculo que engancha a otros. A eso lo llamamos «máscaras». Existe una máscara para cada filia.
– ¿Solo eso son los sentimientos para ti? ¿«Máscaras»?
Me encogí de hombros.
– Nuestra inteligencia los llama «sentimientos», pero a nuestro psinoma le basta con la «máscara». Los nombres no importan, ya le dije. Al menos, para un cebo no importan… Y la verdad, tampoco me interesan las especulaciones filosóficas.
– Así que trabajas como cebo… -Valle meneó la cabeza, pensativo-. Siempre he sabido que hay personas que hacen eso para la policía, pero no creí que fuera tan complejo. Pienso que existen métodos más simples y directos para luchar contra el crimen…
– No ahora. La tecnología hoy está al alcance de todos. Los científicos inventan una sustancia para impedir que el ADN del asesino sea eliminado del cadáver, y mañana se inventa otra que anula el efecto de la anterior. Igual ocurre con las armas y con todo. Hace tiempo que se ha renunciado a continuar por ese camino. Cuando se descubrió y clasificó el psinoma, se mantuvo en secreto por esa razón: porque era lo único que podía ofrecernos seguridad… El asesino puede borrar su ADN, pero no la forma en que elige, mata y abandona a la víctima, que dependen de su psinoma. Una empresa sospechosa de blanqueo de dinero borrará las pruebas con tecnología informática avanzada, pero un cebo puede infiltrarse en ella y conseguir pruebas si engancha el psinoma de un alto cargo… El psinoma no puede fingirse ni ocultarse: nuestro placer es una fórmula matemática. Aunque lo intentáramos, los ordenadores lo descubrirían. Y cuando se conoce la filia del delincuente, los cebos realizamos máscaras para atraerlo.