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Otra pausa. Otra pregunta:

– ¿Cómo está?

– Tiene momentos -dije-. Estuve viéndola la semana pasada y creo que me reconoció. Pero, en general, no sale del estado de estupor. A veces ni se da cuenta de que estoy con ella.

– Renard realizó un legrado a fondo de su conciencia y sus impulsos. Se especializaba en eso, entre otras cosas. Sí, sí, la chica-soldado… Mi chica-soldado… Pienso mucho en ella. A fin de cuentas, yo la formé, como a ti. Diana, mi Diana…

– Dejó que su voz se extinguiera mientras repetía mi nombre. Luego rió-. ¡Cuánto te costaban las mascaradas de obediencia! Hacer de alumna arrojada a un banco, horas y horas sobre aquella sábana, y al mismo tiempo de soldado, de marine testosterónico… «¡Señor, sí, señor!». ¡Qué mal lo hacías! A Claudia, en cambio, eso le resultaba fácil.

Se detuvo. Al mirar atrás me di cuenta de que no habíamos recorrido tanto camino como yo creía. Seguía viendo a los chavales junto al murete y oyendo sus risas. Comprendí que moverse en el espacio junto a Gens era como hacerlo en su tiempo. Ahora estábamos a un paso de la acera. La pequeña calle frente a nosotros seguía siendo Corin, y más allá, una sucursal de banco, un supermercado y un bloque de apartamentos ofrecían aires de falsa tranquilidad.

Una ráfaga de viento levantó a la vez los faldones de mi abrigo y la gruesa chaqueta de lana de Gens.

– ¿Y tú? -preguntó-. He oído decir que te retiras…

No me sorprendió que estuviese al tanto de la noticia.

– Bueno… estoy terminando algunos trabajos. Cuando acabe, lo dejaré, sí.

– Ya -dijo Gens.

Me odié a mí misma por el tono avergonzado con que hablaba y decidí añadir, desafiante:

– Estoy enamorada. Quiero pasar otras experiencias, tener hijos, quién sabe… Recuerda a Miguel Laredo, ¿verdad? Nos relacionamos desde hace un año, o cosa así. Vamos a vivir juntos.

Gens estuvo asintiendo y diciendo «ah» mientras me escuchaba. Sostuve su mirada, pero no pude traspasar los negros cristales de sus gafas. En cambio, tuve la absurda impresión de que él sí podía traspasar los míos. Cuando callé, dijo:

– ¿Y tu hermana? Tengo entendido que sigue entrenándose…

– Se ha vuelto un grano en el culo. -Sonreí-. Está empeñada en hacer algo gordo.

– Ah, sí. El Espectador. No te sorprenda que lo sepa -advirtió-: Padilla me envía puntualmente los informes.

– Ignoraba que Padilla supiese que está usted vivo.

– Oh, por Dios, claro que sí. Y ese mercachifle… Se me ha ido el nombre ahora… Álvarez, sí… Álvarez Correa. Esos dos lo saben todo. Puede que uno visite al otro, compartan cama e información… -Graznó de nuevo su risa-. Lo que no saben es dónde estoy. Por eso no quiero que les digas que me has visto. Piensan que sigo en París, o en la granja… -La sola mención de la granja, como la llegada de una visita esperada y temida, hizo que me estremeciera. Por fortuna, Gens cambió de tema, distraído-. Precisamente fue a Padilla a quien se le ocurrió la idea de utilizar mi costumbre de navegar con el balandro para fingir mi muerte… De ese modo tenían la excusa perfecta para no encontrar mi cadáver. Ya comprenderás que yo no podía montar el teatro de mi muerte sin contar con ellos… Es como robar en un local de la mafia: no puedes hacerlo solo. Pero a ellos les negué la posibilidad de verme bajo ninguna circunstancia… Me envían los informes a un buzón anónimo de correo electrónico, yo los hago pasar por varios filtros y luego los reenvío a mi propio servidor. Son medidas muy banales: el día en que les dé la gana, me encontrarán, pero lo bueno es que yo me enteraré. Y no les va a dar la gana nunca. Me necesitan.

De pronto sentí el estúpido impulso de adularlo.

– No pueden prescindir de alguien como usted.

Me miró sin cambiar de expresión, y recordé que era su pose con cualquier cebo: demostrarnos que no podíamos afectarlo con halagos.

– Estoy retirado, en todo caso. Desterrado en mi bosque de Arden… -Alzó los brazos mientras sonreía-. Soy…¿quién? ¿El viejo Adam? ¿Jacques, el melancólico? ¿Sabes? Se cuenta que Shakespeare hacía de Adam en Como gustéis. Es curiosa, ¿no? Digo esa leyenda de que siempre interpretaba a viejos: Adam, el fantasma del padre de Hamlet… Quería fingir vejez, quizá… No recuerdo por qué estaba contando esto…

– Decía que está retirado.

– Sí, así es… Exiliado en mi bosque de Arden… hasta que tú, una preciosa Rosalinda, has venido a sacarme a la luz del sol.

– No he venido a sacarlo de ningún sitio -repliqué-. Solo quiero pedirle ayuda.

Esperé en vano a que me preguntase para qué. Se limitó a asentir en silencio. Durante la pausa intenté colocar mejor una maldita hebra de pelo que no había recogido en el apresurado moño que me había hecho antes de salir y que ahora el viento usaba para martirizar mi rostro. En la calle, frente a nosotros, una pequeña furgoneta se detuvo con un súbito frenazo. Bajaron dos personas que entraron en el supermercado, una era una mujer robusta que se contoneaba bajo una boina de cuero. Gens dijo entonces:

– Ayuda para tu hermana, claro. Quieres salvarla del monstruo.

– ¿Ha leído su perfil? -pregunté.

– Claro que lo he leído. Buena pieza, el Espectador. De trofeo. El psico más astuto que hemos tenido en muchos años. Cuánto daría por estar todavía al frente y dedicarme a él… Pero yo haría lo mismo que Padilla: usaría a tu hermana. A estas alturas deberías saber tan bien como yo que ella es el cebo ideal para cazarlo.

Procuré mantener la calma.

– No lo creo, pero aun si fuese así, no es la ideal para eliminarlo.

– Vamos, Diana, con diez años de experiencia, ¿es necesario leerte la cartilla? El paso clave para eliminar a la presa consiste en que te elija. No solo eso… -Llevó la temblorosa mano izquierda a la boca y movió los dedos frente a ella-: Que babee al elegirte.

– Pero Vera no podrá eliminarlo. Este psico me recuerda a Renard… Él…

Gens alzó el índice, interrumpiéndome.

– Tú no conociste a Renard. -Y repitió, con dureza-: No lo conociste. No hables de lo que no sabes. -Apoyó de nuevo las dos manos en el bastón mientras retornaba a la calma-. Los cebos veteranos sois graciosos. Os retiráis antes que los futbolistas, ganáis un pastón y una pensión de por vida. Ese abrigo de piel sintética verde o esa malla que llevas… ¿Qué chica a tu edad puede permitirse comprar todo eso? ¿Y qué es lo que has hecho para conseguirlo? Gozar. Complacer tu psinoma. El resto es silencio, querida. Ignorancia, más bien. No tienes que saber nada; el cebo perfecto es el cebo ignorante. Y la ignorancia es una aceptable imitación de inocencia… La inocencia es lo opuesto al fingimiento. Es un estado adánico previo al pecado en el que ni siquiera nos diferenciábamos sexualmente. Tu hermana es lo bastante ignorante como para parecer inocente. Si el monstruo la muerde, su psinoma puede disrupcionar de placer, y quizá se elimine a sí mismo. En eso confían en el departamento, y lo sabes.

– No, no lo sé.

– Lo sabes -insistió Gens-. No con tu cerebro emocional, claro. Tu parte emocional te lleva a querer protegerla. Pero, fíjate bien, cuanto más deseas protegerla, más inocente se vuelve ella, porque te rechaza y elige al Espectador. Es como si la condimentaras con tu protección. Perdona el símil, pero a estas horas me entra siempre hambre y suelo pensar en comida… La sazonas al querer ayudarla. Y tu hermana se convierte así en el bocado más exquisito, dulce, casi empalagoso… Los perfis piensan que el Espectador morirá de un empacho. ¿Comprendes ahora por qué no la retiran? Estás enrojeciendo, veo que lo comprendes.

En realidad, sentía furia. Sabía que Gens tenía razón: Padilla nunca había pensado en retirar a Vera. Confiaba en su inconsciencia como en una bomba envuelta en papel de regalo. Tras un breve acceso de tos resuelto con el pañuelo, Gens añadió:

– El punto de vista a adoptar aquí es cuánto placer puedes ofrecerle al monstruo. ¿Mucho? Entonces, no sirves. ¿Todo? Entonces quizá sirvas.