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Pero nada había más inseguro que el porvenir de Gens, a juzgar por aquel piso.

Algo en la impersonalidad de ese mundo me asustaba. Era como descubrir a un hombre joven sentado a la mesa en el comedor de una residencia de ancianos. Me hacía pensar que Gens había aceptado aquello a cambio de otra cosa: quizá dinero, anonimato o quién sabía qué. Me ponía nerviosa.

– Esto es una colmena de jubilados de clase media -explicó mientras buscaba un sitio (o el sitio) para dejar el sombrero y la chaqueta que acababa de quitarse-. Nos llevamos aceptablemente bien, pero yo he dejado de ir a las reuniones mensuales porque una sesentona pretende ligarme. No puede evitarlo, está en su psinoma, je, je. No me gustan los vecinos -sentenció innecesariamente, ya que mientras subíamos las escaleras lo había visto mirar hacia las puertas como quien espía madrigueras de animales peligrosos-. Siéntate, por favor. ¿Qué quieres tomar? Puedo hacer café, a lo mejor Anushka ha dejado hecho… Y tengo vino. El dueño de una bodega me regala una caja cada Navidad… Oh, no te preocupes más por el barro…

Yo me contemplaba las botas, en efecto, pero pensé que aquello lo decía como excusa para explicar la forma que tenía de mirarme, sobre todo mi malla amarilla de laterales transparentes. Seguí de pie, dejé el abrigo en una silla y pedí agua. La pausa me ofreció la oportunidad de acabar mi examen. Parecía haber tres habitaciones, salón, cocina y dormitorio, sin contar un baño al fondo de un distribuidor en forma de cruz. El salón era luminoso, predominaban el metal y el plástico, sin rastro de antiguos tesoros. Lo más llamativo: estanterías repletas de libros, mesa con pantalla incorporada y una reproducción del retrato Chandos de Shakespeare (lo único que había conservado de antaño) en el pequeño espacio de pared que carecía de libros o ventanas. Había mondaduras de naranja en un plato sobre la mesa y un vaso con restos de café con leche. Y olía a escondite: esa clase de aroma de los que viven refugiados.

Gens regresó arrastrando unas zapatillas grises y portando un pañuelo violeta atado al cuello, lo cual, unido al jersey verde, pantalones turquesa y pelo níveo, le hacía parecer una especie de artista extravagante. Se había quitado las gafas desnudando unos ojos azul desvaído, y al darme el vaso vislumbré en ellos el destello de poder del Gens de siempre. Luego la vejez lo apagó. Se disculpó como si hubiese olvidado algo, regresó a la mesa y movió la mano frente a la pantalla. Sin duda era un chequeo médico online. Observé el parpadeo de una pulsera clínica en su flaca muñeca izquierda.

– Tengo la tensión caprichosa -explicó mientras revisaba los datos en la pantalla y se escuchaban pitidos intermitentes-, y el hecho de que hoy casi me pegaran un tiro no ha servido para calmarla… También controlo la frecuencia y el ritmo cardíacos… Supongo que quiero seguir vivo y bien el mayor tiempo posible, porque si no, no me explico por qué coño tanta preocupación por todos estos detalles…

Bebí un par de sorbos y de repente decidí que el drama de Gens me importaba mucho menos que el mío. Y que, en cualquier caso, el mío era más urgente.

– ¿Qué quiere de mí, Gens? -espeté-. Suéltelo de una vez.

– ¿Qué quiero de ti? ¡Qué voy a querer! -Sus ojos me repasaron de arriba abajo antes de regresar a la pantalla-. Placer, por supuesto. Eso es lo que queremos todos, sin excepción, en todo momento. Incluso cuando queremos dolor, es placer lo único que queremos. Y tú lo sabes.

Apreté los puños. Recuerdos de ejercicios humillantes en la granja y fuera de ella me vinieron a la cabeza como explosiones al oírlo hablar de esa forma. Seguí mirándolo a través de mis gafas oscuras.

– Eso no es una respuesta.

– Pues es la única que puedo darte. -Apagó la pantalla con un vaivén-. Eres la misma de siempre: buscas respuestas que puedes comprender. La alumna frente al profesor… ¡Cuánto me he esforzado por quitarte esa manía! ¿Sabes lo que quiero? Quiero soñar. No dormir, fíjate bien… Duermo como un bebé, y sin sedantes. Pero mis noches son completamente negras, como si la película de mi inconsciente se hubiese acabado ya y no hubiera segundo pase. Todo lo que hago es solo lo que quiero hacer. Siento que hasta mi corazón late porque me empeño. Añoro hacer algo involuntario.

– Hágase cebo -repliqué.

– Muy graciosa… -Lanzó su ronca risita al tiempo que se alisaba, en un gesto coqueto, su notable mata de pelo blanco-. No trato de inspirarte compasión, querida, sino de responder a tu pregunta…

– No ha logrado ninguna de las dos cosas.

Hizo una pausa y señaló de repente la ventana.

– Quiero mar. Esa es otra cosa que quiero. Lo echo de menos. Me gustaban incluso los días grises de Barcelona, por el mar. Aquí en Madrid hay demasiado polvo. Mal sitio para esperar. Yo me limito a esperar, como todo el mundo. Fastidia un poco, pero ¿quién puede abandonar la sala de espera, así como así?

No me esforcé en descifrar el sentido de sus palabras. Estaba acostumbrada a no entenderlo. Gens vivía para ser enigmático. Ser comprendido era, para él, ser destruido.

– A fin de cuentas -agregó-, ni siquiera quiero tu amor. No soy tu padre.

– Hace bien -susurré.

– Solo deseo explicarte mi vulgaridad. Es decir, mi aparente vulgaridad. Si fueras poco atractiva, incluso siendo cebo… Pero, mírate: veinticinco años, tan hermosa… Has ganado un poquito de peso, lo cual te sienta de maravilla. Ese aire que tienes, tan… despampanante… Por la calle, las cabezas giraban a tu paso, querida. -Aferraba el respaldo de una silla mientras hablaba, como si necesitara el bastón también para estar quieto. Parecía tan viejo de repente que los piropos que me dedicaba adoptaban, en efecto, cualidades paternales-. Mañana seré la comidilla de este barrio en ruinas… Mis vecinos los vejetes se preguntarán quién eres… Algunos creerán haberte visto de estrella en una película. «¿Cómo se habrá podido permitir ese lujo de chica?», pensarán. Y eso es lo vulgar. Odio eso.

Lo corté, impaciente.

– Dígame lo que quiere, vulgar o no, y yo le diré si acepto.

Pareció más molesto que sorprendido, pero yo sabía que, a cierta edad, la molestia deja de sorprendernos.

– En parte, lo que quería era explicarte por qué lo quiero -contestó, y por un instante dejó de ser la abuelita cariñosa para mostrar los colmillos.

– Ya he entendido esa parte.

– No con tu cerebro emocional. Lo has razonado, tan solo. Pero tu emoción siempre prevalece, por mucho que tu gran inteligencia quiera controlarla… Tu inteligencia es como ese moño que te has hecho: complicado, pero incapaz de albergar del todo tu cabello. Es curioso. Recuerdo que te decía lo mismo en los primeros tiempos. Eras puro fuego a los dieciséis años. Habías descubierto el goce de ser cebo, y yo insistía: «Diana, quítale emoción. Si quieres ser cebo, no lo serás. Es el único trabajo que solo se hace bien cuando no se quiere hacer». Y sin embargo, sabía que serías de los mejores. Por eso te elegí, ¿no? Entrenamiento personal. Y este es el punto al que quiero llegar: estuve cuatro años formándote. Eras una chiquilla preciosa. Vi todo lo que había que ver en ti, y te hice hacer de todo. Hay amantes que mueren tras toda una vida de lujuria sin haber hecho ni la mitad de lo que tú hiciste frente a mí. Igual que Claudia Cabildo, o esa inglesa a la que entrené, Mia Anderson, o Miguel Laredo, o Alfredo Frommer… Disculpa, pero estoy obligado a ser muy claro. Si te pido algo, no quiero caer en la vulgaridad del viejo verde. Me sentiría mucho más humillado con mi petición de lo que tú podrías sentirte complaciéndola…