El hombre seguía pensando en todo lo que le faltaba por hacer. Llamaría a Cristina para sugerirle otra cita. Haría que le enviaran un ramo de flores. La cita con Rebeca, la analista de sistemas que buscaba trabajar para su selecta compañía, era a las once de la mañana del jueves, es decir, al día siguiente. No había planeado almorzar con ella porque quizá vendría acompañada, y no le apetecía que nadie lo mirara a él mientras él miraba los ojos verdes de Rebeca. Además, esa mañana tenía que recoger el Mercedes del taller, donde lo había llevado el lunes para que arreglaran el arañazo en la carrocería que aquellos dos ladronzuelos habían…
Recordar eso fue un error. Sus nudillos emblanquecieron aferrando el volante.
– … es una buena profesora, aunque todavía está muy verde en relaciones…
– Comprendo, señor Brooke -cortó el hombre, impaciente-. Pero no voy a hablar más del asunto. Sencillamente, no quiero que esa chica vuelva a dar clases a mi hijo. De hecho, no quiero volver a verla. No quiero ni cruzármela por casualidad. Me da igual lo verde o amarilla que esté. Si la veo, señor Brooke, si tan solo vuelvo a verla, aunque sea de lejos y sonriendo, o incluso de espaldas, señor Brooke, si vuelvo a verla en su colegio, hablaré con su jefe, señor Brooke, y me llevaré a mi hijo. Pero antes hablaré con su jefe para que quede claro quién es el responsable… Usted elige.
– Por supuesto, señor Leman, por supuesto… Solamente quería…
– Usted elige, señor Brooke.
– Ya… Ya he elegido, señor Leman.
– Gracias, señor Brooke. Adiós, señor Brooke.
Cortó la comunicación mientras apretaba los dientes. Había mujeres que creían que todos los hombres eran masoquistas, se dijo. Él, desde luego, podía serlo hasta cierto punto. Recordó que existía una de esas cosas… (los nombres técnicos le inquietaban)…una «filia» llamada de Leopold, relacionada con Sacher-Masoch y con su propia «filia», así como con la obra teatral Las alegres comadres de Windsor en que las mujeres se reían a mansalva de los hombres obligándolos a llevar astas de ciervo en la cabeza. Pensar que una mujer se riera de él le provocaba una erección, pero no lo atribuía a ninguna «filia» sino a un afán de sinceridad: cuando la mujer se burla del hombre está siendo sincera, opinaba. Él, a veces, las obligaba a reírse por el mismo motivo. Las hacía sentarse en un retrete y mirarle y reírse. De niño solía espiar a su madre en el cuarto de baño, y luego a las chicas que habían vivido con su padre, y siempre que lo descubrían se reían. «¿Sabes lo que eres?», le increpaba su madre. Las mujeres eran expertas en burlas: las aprendían de niñas, las ensayaban de adolescentes y al llegar a una madurez de comadres ya no practicaban otra cosa.
Descubrió que había salido a la autopista, vio una desviación, la tomó y regresó a Madrid. Estaba seguro de que había pillado una gripe: seguía sudando profusamente.
– ¿Puedes apagar la consola, por favor? -dijo-. Me pone nervioso ese ruido.
El niño la apagó pero no la guardó. El hombre añadió:
– Al llegar a casa, quiero que te duches antes que nada. Apestas a barro.
– Entonces, ¿vamos a casa? -preguntó el niño.
– Claro que vamos a casa. Solo estoy dando un rodeo.
– ¿Podré ver holovídeos antes de ducharme?
– No.
– ¿Y después? -Ya veremos.
Se dio cuenta de que no había encendido las luces de posición y lo hizo en ese instante. El coche las encendía automáticamente, pero el hombre había desconectado todos los mecanismos automáticos porque le molestaba que una máquina pensara por él. Además, de esa forma ahorraba dinero.
– ¿Qué has dicho?
– «Vagina» -repitió el niño-. Naru dice que es igual que «coño».
El hombre rió, y se dio cuenta de que se le había pasado el mal humor.
– Dile a tu amigo hindú que, a diferencia de ti, no ha visto un coño de verdad en toda su vida… No, mejor no se lo digas. Es una broma.
– ¿Lo de Naru es una mentira «laborada»?
– No. Solo es un error. Y es «mentira elaborada».
– Ya -aceptó el niño-. ¿Estamos eligiendo? -preguntó entonces desviando la cabeza para mirar por la ventanilla a un grupo de chicas que se reían en la acera.
– No. Estamos dando una vuelta, tan solo.
– ¿No teníamos que ir esta noche a la otra casa?
– Sí, es decir, no. Iré yo solo.
El hombre se mordió el labio intentando capturar un pequeño pellejo. La pregunta del niño le había hecho recordar que, en efecto, tenía que ir a la casa de la sierra a sacar el cuerpo. El climatizador del segundo sótano lo conservaría un tiempo, pero no quería esperar. Aquella última fase se estaba volviendo cada vez más complicada, y el hecho de que a la chica le hubiese fallado el corazón durante la sesión de torno le había cogido por sorpresa: había confiado en mantenerla con vida por lo menos tres…
– Papá.
– Sí.
– ¿Has oído lo que te pregunté?
– No -dijo el hombre.
Hubo una pausa, y cuando el niño hizo la pregunta el hombre no pudo saber si se trataba de la que él no había oído o de otra nueva.
– ¿Sigo siendo tu ayudante, papá?
Sonrió levemente. Sabía el motivo de aquella duda. Llevaban desde la noche del domingo intentándolo sin resultados apreciables -él rechazaba a todas las que el niño escogía: por demasiado jóvenes, o demasiado bajitas o demasiado maduras-, y eso mermaba la confianza de su hijo, por mucho que él le explicase que la elegida tenía que gustarles a ambos. Ya había cedido en un par de ocasiones a los gustos infantiles de Pablo, incluso a sus caprichos, pero no podía seguir doblegándose.
Sin embargo, era preciso animarlo de algún modo, porque Pablo era su seguro de vida. Si el niño influía en la elección, él estaría a salvo de las trampas.
Y de súbito se sintió bastante mejor. Seguía sudando pero ya no pensaba que estuviese enfermo. Echó un vistazo a la hora en el tablero iluminado -las ocho y treinta y cinco de aquella noche de miércoles- y se dijo que por qué no, al fin y al cabo, necesitaban otra, así que por qué no probar otra vez. Quizá esa noche tuvieran suerte.
– Por supuesto que sigues siendo mi ayudante -dijo, girando en otra bocacalle-. El mejor que he tenido nunca. Y ¿sabes qué? He cambiado de opinión… Abre los ojos, ayudante, porque te aseguro que esta noche elegimos.
19
Cuando abrí los ojos solo había oscuridad.
Te llamas Eduardo. Ahora te reirás, devochka.
Entonces supe lo que me había despertado: el insistente sonido del teléfono.
Alargué la mano, una luz se encendió. Vi la silla de enea, reconocí mi dormitorio. Las sábanas estaban arrugadas a mis pies, como si me hubiese pasado la noche peleando. En el reloj digital era jueves, 6.50 de la mañana. Dije en voz alta: «Contestar».
Y me preparé para oír una mala noticia.
Más tarde recordé lo que había soñado aquella noche. Había visto a papá y mamá; a Vera, a sus cinco años; a Aída Domínguez, la última víctima conocida del Espectador; a Claudia Cabildo, la última víctima de Renard. Y a muchas más. Todos observándome con esa clase de mirada sin vida que dedicamos cuando, por azar, contemplamos a alguien desde un espejo, o como esas muñecas sucias y mutiladas que colgaba Renard junto a los cuerpos de las personas a las que asesinaba. Pensé que me exigían… ¿qué? No justicia, tampoco venganza. Quizá entrega. O ni siquiera: actuación.
Todas las víctimas de aquella guerra infinita clamando que actuara para ellas, que me cubriese con una máscara sin rasgos y accediese a interpretarles el olvido.
La mañana anterior, la del miércoles, un día después de mi conversación con Gens, la había pasado en la cama con mi notebook en el regazo, dedicada a revisar la máscara de Exhibición mientras tomaba sorbos de café. Gens había dicho que podía realizarla en casa mientras hacía mi «vida normal» durante uno o dos días, y yo seguiría sus instrucciones. Saldría, iría al supermercado y al gimnasio, vería algo de televisión.