Y dejaría la temida visita a la granja para el jueves.
La máscara de Exhibición había sido descubierta por el psicólogo franco-argelino Didier Kora, pero Gens creía hallar sus claves en esa sátira feroz de la guerra de Troya titulada Troilo y Crésida, que Shakespeare había llenado de guerreros pervertidos, alcahuetes vulgares y amantes infieles, donde el valor de la vida y la dignidad dependen de la opinión de otros. «El hombre aprecia más lo que aún no ha obtenido», dice Crésida, y los gestos de la máscara consistían, precisamente, en exhibir el cuerpo activando el inconsciente pero reprimiendo el deseo y la expresión, «como una joya e una vitrina: expuesta pero protegida», decía Gens.
Cuando estuve lista, puse manos a la obra. El disfraz de la máscara era sencillo y lo encontré enseguida: zapatos negros de tacón, un fino tanga negro. Me desnudé, me peiné el cabello recién lavado y lo até en una cola. Luego me coloqué el disfraz. Gens sugería que activáramos el inconsciente mediante un recuerdo, un suceso desagradable, traumático. Los cebos no carecíamos de tales experiencias, y en mi caso utilicé mi propia tragedia. Intenté concentrarme en lo que había recordado en casa de Gens el día anterior: lo que nos hicieron a mi familia y a mí Hombre Caballo, Oksana y la otra mujer. Luego cerré las cortinas del salón y encendí las lámparas, iluminando la pared vacía que necesitaba como escenario. Todo eso eran cosas típicas del teatro de la Exhibición.
Lo único que jamás había hecho era interpretar sin público.
Mientras me movía de cara a la pared, las piernas separadas, recitando a ratos pasajes del Troilo y dedicada a activar mi memoria manteniendo percepciones y emociones al mínimo, me preguntaba si aquello estaría sirviendo de algo. «¿Estás ahí? ¿Me sientes?», interrogaba al silencio. Imaginaba a mi amor secreto, a mi objetivo, a mi hijo de puta, sentado en la oscuridad, contemplando mis gestos, oyendo mi voz…
El teléfono sonó al cabo de media hora, interrumpiéndome. Me reproché no haberlo desconectado. Pero cuando el visor me informó que se trataba de mi hermana llamándome por un canal seguro, me alegré. No habíamos vuelto a hablar desde la pelea que habíamos tenido en casa una semana antes, y el solo hecho de que me llamara constituyó para mí un gran alivio. Detuve el ensayo jadeando, volví a colocarme el tanga que había deslizado por las piernas y acepté contestar imaginando que todo era posible: Vera me insultaría, lloraría, me pediría perdón. O quizá -temía pensarlo- se trataba de algo más serio. Pero fue eso lo primero que me dijo: aún no había ni rastro de Elisa.
– Lleva una semana perdida… -Su voz nasal, trémula, llenaba el salón-. Una semana… Si hubiese tenido éxito, ya sabríamos algo, ¿verdad?
– Quizá sí, quizá no.
– ¿Tú crees que todavía puede eliminarlo?
– Elisa es buena. Cualquier cosa podría ocurrir.
Ambas sabíamos que si era el Espectador quien la había capturado, Elisa ya estaría muerta o jodida para siempre, pero Vera había llamado en son de paz y yo no quería estropear ese momento por nada del mundo.
Aproveché el descanso para dirigirme al baño, secarme un poco el sudor y orinar mientras escuchaba a Vera por los altavoces.
– Padilla está de los nervios… Nos ha colocado controles subcutáneos a todas las nuevas… Sistema de posición, nano-micros, ya sabes…
– Eso es… -dije, y frené a tiempo. Las opciones que barajaba eran «capullada», «inútil», «absurdo». Pero de nuevo pensé que Vera solo quería que yo refrendara sus acciones-. Eso es aceptable -concluí.
– Sé que no servirá de mucho, pero al menos demuestra que le importamos…
– Por supuesto.
«Demuestra que quiere mantenerte pura, gilipollas -pensaba-. Si llevas aparatos encima, te creerás más segura y actuarás con naturalidad.» No era cuestión, sin embargo, de explicárselo a Vera, aunque seguía sintiendo la necesidad de protegerla.
Regresé al salón, donde brillaban las cegadoras lámparas, y aguardé de pie con los brazos cruzados a que Vera colgase para reanudar el ensayo.
– Padilla me llamó al teatro todas las noches del fin de semana, ¿sabes? Estuve entrenándome, y ya me siento preparada…
– ¿Vas a salir esta noche? -pregunté, intentando no mostrar mi ansiedad.
– Salgo todas desde el lunes, Diana. Quiero ser yo quien salve a Elisa.
Tuve que morderme el labio para no suplicarle que se quedara en casa. Fue tan difícil como evitar un vómito.
– ¿Y qué estás haciendo tú? -indagó.
– Nada. Descansar. -Me ajusté la banda elástica del tanga, enrollada sobre mis caderas.
– Por aquí dicen que has regresado al trabajo…
– No. Lo he dejado.
Aún me hizo otro par de preguntas que me intrigaron, como si quisiera curiosear en mi vida. Entonces añadió:
– Quería llamarte para disculparme por lo del otro día. Me sentía fatal…
En ese momento sí que la corté.
– No tienes que disculparte por nada. Mejor lo olvidamos. -Mientras hablaba, el visor de mi teléfono parpadeó con otra llamada en espera: el nombre era «Dr. Valle»-. Debo colgar. Cuídate -agregué, deseando que mi voz fuese mágica y realmente la protegiera. «O ella o yo -pensé con absoluta seguridad-: elegirá a una de nosotras dos.»
– Y tú también -respondió-. Un beso.
Colgamos tras aquellas palabras banales. Supuse que, para concluir en paz una conversación con mi hermana, ambas teníamos que fingir.
– Gracias por querer verme -le dije a Valle nada más llegar, esa misma tarde.
– ¿Por qué no iba a querer verte?
Valle me miraba de hito en hito. Parecía receloso.
– No sé -contesté-. Creí que, a estas alturas, usted ya habría hecho las maletas y estaría oculto en algún país remoto con otra identidad… Es broma. Realmente me agrada que me haya llamado -agregué.
– Y yo lamento haber sido tan brusco el otro día. -Entonces se burló también-. Eres muy rara, pero si no me gustasen los raros, ¿qué haría trabajando en esto?
– En parte, yo me hago la misma pregunta.
Tras aquel preámbulo de suaves sonrisas, Valle retornó a la seriedad.
– Yo también me alegro de que hayas venido. Quisiera que charláramos un rato.
– Adelante.
– Pero, me preguntaba… ¿Qué te parece si nos vamos a otro sitio? Es tarde, mi último paciente se ha marchado ya… Podría invitarte a un café o… a cenar.
Su tono de voz había ido perdiendo gas conforme hablaba hasta acabar en un susurro. De pronto pensé que me apetecía mucho que Valle me acompañara esa noche. Pareció más sorprendido que yo cuando acepté, se echó una elegante chaqueta negra sobre su camisa blanca y rechazó mis protestas por ir tan desaliñada en comparación, con mi cazadora, camiseta y vaqueros. El sitio que propuso quedaba al doblar la esquina, se llamaba Cassandra y en su interior refulgían budas, máscaras doradas, yelmos griegos y fotos del Dalai Lama en misteriosa convivencia, acorde con la fusión entre cocina griega e hindú que prometía la carta. Una gran pantalla de televisión sin voz, situada en el salón del horno tandoor y sintonizada con un canal de noticias, ponía la nota europea al conjunto. Apenas había nadie salvo extranjeros a esa hora temprana.
Mientras las cartas volaban ante nuestros ojos, entregadas por una camarera de apropiado aire exótico, volví a agradecerle a Valle la invitación.
– Por favor, tutéame -dijo desplegando su servilleta-. Y llámame Mario.
– Creí que te llamabas Arístides.
– Arístides Mario. Si tienes valor, puedes usar mi primer nombre.
– Mario me gusta.
Decidimos saltarnos el bufet y pasar directamente a un pollo deshuesado con curry y una botella de vino. Cuando la camarera se marchó con el pedido, Valle miró a su alrededor, asegurándose de que estábamos lo bastante solos. Entonces se inclinó hacia mí y supe que había llegado la hora de hablar. Respondí afirmativamente cuando me preguntó si me sentía capaz de charlar «de lo mío».