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Hubo un silencio.

– ¿Y tú? -Decidí cambiar de tema-. ¿Quieres a alguien?

– Mi pareja me dejó hace dos años; odiaba que la analizara durante la cena.

En coincidencia con nuestras risas distinguí en la pantalla de noticias, a espaldas de Valle, las fotos de varias víctimas del Espectador. El corazón me dio un brinco, y pensé que se trataba de un nuevo secuestro o el hallazgo de otro cuerpo, pero al parecer era una especie de reportaje de los casos ya conocidos.

– Me pregunto qué te impide dejarlo… -dijo Valle-. Qué te obliga a continuar, si todo tu ser odia lo que haces…

– Tengo trabajo pendiente -murmuré, y no me importó que Valle captara mi tensión y se volviera siguiendo la dirección de mi mirada.

El reportaje acabó en ese instante, pero de súbito Valle parecía muy nervioso.

– Diana, déjalo de una vez… -No respondí. Él se inclinaba mucho hacia mí y su voz era suplicante-. Me contaste cómo te reclutaron… Fue espantoso. ¿Para ti fue «complacer tu psinoma»? Eras una niña de apenas doce o trece años… Habías vivido una tragedia horrible de la cual otros se aprovecharon para convertirte… ¿en qué? ¿En una especie de arma? -Sus labios se fruncían con desprecio-. Merecen morir quienes te hicieron eso, Diana. Déjame ayudarte. Me importas. Me importas mucho…

Y, de improviso, yo ya no estaba allí, en el restaurante, sino en algún lugar oscuro, con el rostro de Valle -aquel óvalo de mirada tranquilizadora tras unas gafas sin montura- como única luz.

– ¿Sabes? -dije-. Lo recordé ayer. Aquello que no podía recordar. Lo que nos hicieron a mis padres, mi hermana y a mí. Lo que me hicieron.

Oksa: ve a por las niñas.

Me parecía que, con cada palabra que nacía de mi memoria, me acercaba un poco más a esa luz que era Arístides Mario Valle.

– Subí gateando a la habitación de Vera, que estaba dormida. La desperté como pude y la hice esconderse bajo la cama, pero Oksa nos encontró enseguida. Intenté defenderme, pero amenazó a Vera y supe que solo la salvaría si obedecía. Me dejé llevar. Oksana nos arrastró hasta el salón de la planta baja, y allí ataron y amordazaron a Vera, igual que a mis padres, pero cuando iban a atarme a mí, el… el hombre al que yo llamaba «Hombre Caballo» dijo que se le había ocurrido algo divertido. «Pareces fuerte, devochka», dijo. Me llamaba así. «Vamos a ver si lo eres de verdad.» Y me ordenó que hiciera todo lo que ellos me dijeran. «Te reirás. O toserás. O ladrarás como un perro. O me darás un beso en la boca, a mí o a Oksa. O te bajarás las bragas y bailarás…» Si no me esforzaba en fingir bien, me dijo, golpearían por turno a alguien de mi familia…

Hice una pausa. Las lágrimas me brotaban como palabras, hirvientes, costosas.

– Lo intenté. Entré en el juego. Tenía doce años, pensaba que era lo único que podía hacer para ayudar a mis padres y a Vera… «Ahora te reirás, devochka», ordenaba el hombre, y si yo no me reía como él quería, golpeaba a mamá. Me obligó a bailar. A cantar. «Se nota que finges», decía, y golpeaba a Vera en la cabeza. «Estás fingiendo. Hazlo otra vez.» Cuando a papá le falló el corazón y murió, mamá, pese a la mordaza, se puso a chillar, histérica. El hombre le colocó un cuchillo en la garganta y le dijo que se callara o la mataría. Yo le dije: «!Mamá, finge también, por favor, mamá!». Pero mamá gritaba sin parar, y el hombre la degolló… -Tras otra pausa, agregué-: Un vecino oyó jaleo y llamó a la policía. Eso nos salvó a Vera y a mí… A ellos los arrestaron días después. Creo que siguen en la cárcel, no lo sé. No me importa.

Sentí una mano sobre la mía como arrastrándome a la realidad. Abrí los ojos y allí estaban el mantel, las copas y los platos. Valle me miraba sin dejar de acariciarme. Cuando pensé que me dedicaría palabras compasivas, volvió a sorprenderme.

– Ese hombre tenía razón -dijo-. Fingías muy mal.

Un hormigueo me recorrió el cuerpo. Comprendí que era eso lo que necesitaba escuchar, lo que había estado esperando escuchar durante todos aquellos años.

– Nunca has querido fingir, Diana. Lo haces por el recuerdo de tus padres y tu hermana, pero eres una mala actriz. Lo tuyo no es el teatro. Ahora comprendo qué quieres de mí: quieres que te ayude a dejar de fingir. Quieres recuperar tu sinceridad.

Lloré de nuevo, pero esa vez me sentía mejor. No quisimos postre.

Lo estaba esperando, y sucedió por fin en la puerta, cuando el último de los camareros había terminado de inclinarse apartando la hoja de cristal para que saliéramos. La noche era fría, lloviznaba. Mario Valle se entretuvo más de lo debido poniéndose la chaqueta y percibí que por primera vez sus ojos se concedían un descanso y bajaban hacia mi camiseta, apretada sobre mis pechos sin sujetador -yo había decidido salir con el disfraz de Exhibición bajo la ropa: el fino tanga negro y los zapatos-, se detenían un instante y volvían a mirarme. Pero al contemplar su rostro y verlo enrojecer, supe que no era mi aspecto lo que más le perturbaba sino la «droga», el recuerdo de lo que yo le había provocado el último día con mis gestos.

– Me encantaría que nos viéramos otra vez -dijo.

– A mí también -reconocí-. Gracias por… todo.

Busqué su mejilla con los labios. El movió la cabeza en coincidencia y nuestras bocas se rozaron por azar. Sonreímos, incómodos, y de repente nos miramos y volvimos a besarnos. Cada beso que nos dábamos parecía nuevo, y el último fue como si no nos hubiésemos besado nunca.

De repente pensé que no podía quedarme un segundo más junto a él.

No podía permitirme ninguna debilidad. No todavía, mientras mi hermana siguiera en peligro.

El Espectador esperaba; yo tenía que seguir siendo actriz.

– Debo irme -dije, pero Valle me detuvo con un gesto.

– Diana… Sea lo que sea aquello que estés haciendo, por favor, cuídate.

Dejé a Valle preocupado y gozoso, moviendo la mano en la acera para despedirme, y me alejé hacia una parada de autobús. Llegué al portal de casa casi a las once de la noche, pero aún había gente caminando presurosa por las calles. «¿Estás ahí? ¿Me sientes?» Miré alrededor, y pulsé el código de acceso. Desactivé las alarmas de mi apartamento, me desnudé hasta quedar en tanga y zapatos y reanudé la Exhibición. «Deséame. Finjo ser tuya. Ven a mí. Quiero engañarte.» Era lo que Gens me había recomendado: «Admite que eres un cebo, no te lo calles a ti misma, no intentes ocultarlo». Sin embargo, cuando acabé, dos horas después, me había desanimado. ¿Cómo iba a poder atraerlo así? Gens chocheaba.

Caí dormida enseguida, en contra de lo que esperaba. Pero no soñé con Mario Valle, ni con su beso, ni con aquella cena tan especial en la que había contado lo que nunca contaba a nadie y me habían dicho lo que jamás me decían. Tampoco con el Espectador. Soñé con todas las víctimas que había conocido, el público lleno de dolor para el cual trabajaba. Aquellos que aún reclamaban mi actuación.

Y cuando el teléfono me despertó a las 6.50 de la mañana del jueves, me preparé para la mala noticia.

– ¿Diana…? -La voz de Miguel. Yo lo escuchaba desde la cama, a oscuras-. Quería… quería que lo supieras cuanto antes… -Rogué por que se tratara tan solo del hallazgo de Elisa Monasterio, pero incluso antes de oírlo supe que no se trataba de eso.

«Es Vera -pensé, con absoluta, horrenda certeza-. La ha elegido a ella.»

20

La noche del miércoles, Vera Blanco repasaba sus labios frente al espejo del cuarto de baño cuando creyó escuchar algo.

– Stop -dijo en voz alta, y la minigrabadora que repetía monótonamente los versos grabados por ella misma de Bien está lo que bien acaba se detuvo.

Escuchó. Nada. Había creído oír el sonido de una cerradura. Algún vecino quizá. Desde que Elisa faltaba, sus nervios saltaban como resortes ante los sucesos más banales. Recordó que, minutos antes, había sonado el teléfono y le había provocado otro sobresalto. No escuchó nada al contestar, y dedujo que se había tratado de una equivocación, pero eso no había impedido que se sintiera estúpidamente nerviosa.