– Además, en el peor de los casos, Vera podría ser el cebo ideal para eliminarlo… Créeme, cielo, todo saldrá bien.
– Vale. Gracias.
A lo largo de mi entrenamiento, algunas pruebas por las que había pasado no requerían de mi inteligencia, mi memoria, mi destreza, mi fuerza física o siquiera de mi voluntad para superarlas. Solo me exigían aguantar. Lisa, llanamente, que el tiempo transcurriese, tictac, tictac, y ese dolor o placer insoportables -no pocas veces una mezcla de ambos- cediera al fin. Mientras Miguel trataba de consolarme hice igual. No especulé con lo sucedido. No me desahogué. No apreté los dientes ni contraje los músculos del cuerpo. Tan solo aguanté, la vista fija en el techo.
¿Y ahora, devochka? Ahora sí que te vas a reír.
Mi viaje a la granja formó parte del mismo ejercicio: pisar el acelerador y aguantar. Salí al mediodía, tras realizar otra extenuante exhibición en casa. Me di una ducha, preparé todo lo que pensaba llevarme, bajé al aparcamiento de mi bloque, cogí el coche, pisé el acelerador y me dio la impresión de que no lo solté hasta llegar a mi destino. Fue un trayecto poco memorable. El cielo gris descargaba a ratos, como sin ganas, pequeñas ráfagas de lluvia. Mientras conducía, pensaba en Vera. Estuve pensando en ella durante la hora aproximada que duró el viaje.
La granja se hallaba a unos ochenta kilómetros al suroeste de Madrid, en una zona despoblada tras la bomba atómica del 9-N. El lugar no había sufrido los efectos directos de la explosión nuclear, pero el gobierno decidió evacuarlo debido al riesgo de radiación. Suburbios, industrias y parcelas agrícolas quedaron abandonados. Y cuando el peligro pasó, los propietarios se mostraron renuentes a regresar. Hubo indemnizaciones, y hasta un ambicioso plan de reconstrucción con ayuda de la Unión Europea, postergado una y otra vez por interminables debates y vaivenes electorales. El resultado de todo ello fue que, varios años después, aquellas tierras se habían convertido en una especie de gran pueblo fantasma con casas y fábricas en ruinas, lugar más que apropiado para instalar el recinto a la vez clausurado y abierto que Gens requería, el monasterio perfecto para sus jóvenes novicios.
Aún hoy me cuesta hablar de la granja. Supongo que he acabado aceptando que se trató de un período indispensable de mi trabajo, y el hecho cierto es que me gustaba mi trabajo. Supongo, igualmente, que los cebos profesionales aprendemos a separar la razón de los deseos, y que en la brecha que se abre entre ambos solo la fuerza de voluntad puede tender un puente. Pero mi ser racional, todo lo que no constituía mi psinoma, se rebelaba indignado ante los recuerdos de las experiencias pasadas allí durante mi formación. Siempre agradecí que el entrenamiento se moderara tras la ausencia de Gens, y que mi hermana no hubiese tenido que vivir aquella indignidad.
Gens despreciaba los teatros oficiales. Muchas máscaras, afirmaba, debían ser aprendidas en aislamiento absoluto y con cierta sensación de indefensión. No pocas veces nos hacía ensayar en alta mar, a bordo de su velero, durante inhóspitas travesías; o en su casa de Barcelona, en la que solo él dictaba las normas. Pero añoraba un ambiente único, apartado y a la vez cercano, donde «sus cebos» se sintieran realmente vulnerables. De modo que cuando eligió aquella granja en ruinas en la zona «fantasma», varios espinazos se doblaron en rápidas reverencias y varias manos se apresuraron a firmar documentos. Eran otras épocas, claro; tiempos de asombro y pánico ante lo que el odio y la locura del «enemigo común» podían llegar a provocar. Entregar una casa apartada y un puñado de adolescentes al doctor Gens para proteger el país no tuvo que costar más a los altos cargos para quienes Álvarez trabajaba que a las autoridades nazis la decisión de ceder laboratorios y niños judíos al doctor Mengele. A fin de cuentas, unos y otros quedaban exculpados, pues eran tan solo rostros anónimos de burócratas que se turnaban con los sucesivos cambios de administración. Si alguna culpa había, sería de Gens; el resto se llamaban «responsabilidades políticas», siempre fáciles de asumir mediante dimisiones. En cuanto a las vejaciones que sufrimos en aquel lugar los jovencitos imberbes a quienes Gens seleccionó para el entrenamiento especial, supongo que lo calificarían de «daño colateral».
El ordenador se ocupó de guiarme a través de la carretera de Extremadura, salida tal, desviación tal, comarcal, vereda. Y al divisarla en medio de los desolados campos manchegos, como tantas otras veces me había ocurrido en los autocares donde nos llevaban a ella, al final de un camino lleno de barro por las lluvias recientes que discurría entre matorrales y promesas urbanísticas, sentí una punzada de angustia pero también un subidón de adrenalina pura; después de todo, aquel era el decorado de las superproducciones de muchas de mis pesadillas.
Tras el bailoteo incesante de los neumáticos sobre el barro, paré el motor en el terreno de acceso y, todavía dentro del coche, contemplé el panorama. Dos cobertizos de tejado ondulado, paredes de piedra con ventanas sin cristales, un viejo molino reconvertido en una especie de torre desmochada para servir de decorado. No diré que eso era todo lo que quedaba, porque eso era lo que había sido siempre. En verano, o cuando Gens lo decidía aunque fuese pleno invierno, ensayábamos en aquel lugar pavoroso que se ofrecía a mi vista. Las demás ocasiones bajábamos a los sótanos, construidos aprovechando una vieja bodega, donde la atmósfera estaba caldeada con climatizadores, pero donde los ejercicios resultaban bastante más duros.
Mientras miraba todo aquello con una especie de estúpida curiosidad, me preguntaba qué hubiese dicho Gens de haber venido conmigo. Quizá: «Alégrate, Diana Blanco, alégrate: este lugar te convirtió en uno de los mejores cebos del país». Puede que fuese cierto, pero no experimentaba la menor alegría por ello. Y en cualquier caso, no había regresado a la granja por nostalgia.
«¿Es aquí donde tengo que esperarte? -le dije mentalmente a mi objetivo, mi presa, mi pasión secreta-. ¿Vendrás a mí babeando, estés donde estés, con tu niño o sin él?» No lo creía, pero no me quedaban más opciones que confiar en Gens. Y de repente pensé que si aquel montón de sufrimientos elaborados con viejos pedruscos me servía ahora para salvar a mi hermana, entonces, oh, por supuesto que sí, profesor…
«Claro que me alegro. Siento una alegría de la hostia.»
Eché un vistazo al reloj del salpicadero y comprobé que faltaban menos de tres horas para que oscureciera. Tenía que ponerme en marcha.
La portezuela de mi Toyota sonó a disparo mortal cuando la cerré tras bajarme; fue eso lo que me hizo percibir el inmenso silencio. Hacía más frío que en la ciudad, pero eso ya lo sabía. Y olores: a tierra húmeda, a madera podrida. Saqué del asiento trasero la bolsa de deporte que traía y me dirigí a la entrada.
El cobertizo principal contaba con una puerta cerrada con un grueso candado, pero aquel detalle parecía ridículo, dada la facilidad con que podía accederse saltando por el hueco de una ventana. Tras sacudir el polvo de mis gastados vaqueros recorrí aquella planta. Se trataba de una sola habitación con algunos recodos. La luz penetraba todavía, aunque ya moribunda, formando cuadriláteros grises bajo las aberturas. En el centro, unas escaleras conducían a la zona subterránea. Pasé frente a ellas, pero por supuesto no quise bajar. Se oían ruidos remotos como de correteos, y pensé que no sería la primera vez que veía ratas en aquel recinto, sobre todo cuando llegábamos tras una larga ausencia. Me estremecí al recordar que, a veces, Gens las utilizaba en los ensayos.