Escombros, paredes desconchadas, hasta algunos de los colchones que usábamos (ahora de pie y apoyados en la pared) y bultos de mohosas cortinas en un rincón: todo estaba más o menos como lo recordaba, aunque con mayores signos de deterioro. Comprendí que dos años de abandono perjudicaban incluso a unas ruinas.
Entonces, al llegar al final del salón, miré casualmente por la ventana hacia una de las ventanas del segundo cobertizo, y vi a un hombre.
Asomaba medio cuerpo por la abertura y apoyaba la pierna en el vano formando un ángulo imposible con el torso ladeado. El conjunto resultaba aterrador, o cuanto menos inquietante, pero también me lo esperaba. Era uno de los maniquíes. Gens los usaba como figurantes mudos en mascaradas o en escenas de Shakespeare. Solíamos disfrazarlos y colocarles nombres de personajes escritos en carteles cuando la escena requería la presencia de varios. Este en concreto estaba desnudo y calvo, y sus ojos pintados aparentaban asombro. Detrás de él, en la penumbra del segundo cobertizo, atisba brazos, piernas y cabezas arramblados en un desorden de fosa común. Maldije a quienquiera que fuese el que hubiera colocado aquel muñeco en la ventana con el fin de dar un susto de muerte al visitante. Sabía que había grupos de gamberros incordiando en la zona «fantasma» del 9-N, y rogué (por el bien de ellos) que no se les ocurriera molestarme.
En todo caso, ni ratas ni gamberros constituían mi principal preocupación.
Regresé junto a los colchones, dejé la bolsa de deporte en el suelo y la abrí. No quería ocultar que había venido a esperar. «Hazlo todo sin disimulo, como si tu propia realidad fuese también un teatro», había aconsejado Gens. Saqué un par de bocadillos envueltos en celofán, un termo de café, una botella de agua mineral, una manta y una linterna plana de larga duración. Tumbé uno de los colchones y lo sacudí para apartar el polvo. Mohoso, pero apropiado. Me senté en el colchón, saqué de la bolsa mi notebook, abrí los archivos con la máscara de Holocausto diseñada por los perfiladores y le eché un vistazo mientras comía y tomaba sorbos de agua.
Cuando me sentí preparada, comencé. Me quité la cazadora y las zapatillas de deporte por comodidad, pero no la camiseta amarilla de tirantes ni los vaqueros ni los calcetines. «Nada de disfraces, y no te desnudes. Haz la máscara como si lo tuvieras delante de ti», había dicho Gens. Primero ejecuté la versión clásica de Holocausto y luego la nueva de los perfis. Gens había asegurado que daba igual la que eligiera. «Solo importa que no seas sutil. Hazla toda, con los gestos y voces que suprimirías en un ensayo. Utiliza los recuerdos del lugar donde estás, piensa que haces teatro para atraerlo. Ante todo: sé completamente impura.» Aquello significaba que no debía ocultar por qué y para quién lo hacía. «No disimules tus propias dudas», había añadido, y eso sí que me salía bien. De hecho, al tiempo que me contorsionaba y gemía sobre el colchón no podía dejar de pensar que todo aquello era una estupidez. No era posible atraerlo encerrada a kilómetros de las áreas de caza. Aunque en teoría una máscara podía llegar a ser percibida a distancia por el psinoma de la presa sin que esta fuera consciente de ello, solo funcionaba con objetivos inespecíficos. Lo llamábamos «red de arrastre»: capturabas peces inocentes también. Una presa concreta exigía una distancia concreta. Gens estaba pirado.
Sin embargo, seguí adelante. Mi tarea no era entender sino persistir, sin destino, sin voluntad. Ser cebo era ser nada, o menos que nada. Ni siquiera tenía que «obedecer» como un soldado a su superior. «Yo tenía» o «yo hacía» eran erróneos. Solo dejando de ser «yo», siendo «eso» que se retorcía sobre aquel asqueroso colchón entre jadeos, sudor y mejillas rojas, me perdería a mí misma. Y solo perdiéndome a mí misma podría confiar en que la bestia me encontrara y se agachara a morderme.
Y cuando lo hiciera, mi cepo se cerraría implacable sobre su garganta.
Al acabar, volví a ponerme la cazadora y me calcé y, aún sentada en el colchón, devoré el segundo bocadillo empujando los trozos con sorbos de café. Luego extendí la manta, me arrebujé en ella y me preparé a pasar varias horas de espera. Te olfateará, irá hacia ti. Pensé que ya había seguido todas las instrucciones de Gens. Sin entenderlas, sin asumirlas, pero al pie de la letra. Fueran o no una locura, las había ejecutado fielmente, como de costumbre. Ya no podía hacer más.
Vendrá hacia ti aunque tenga que arrastrarse por todo Madrid babeando.
La trampa estaba montada, y ahora solo era preciso esperar a que la pieza la olfatease y se acercara a ella.
La trampa era yo.
No recuerdo con exactitud cuándo supe que sucedía algo.
La noche había comenzado a levantarse en las ventanas, eso sí lo sé, porque la atmósfera tenía esa borrosa cualidad azul de las horas tardías en pleno campo. Los rincones del salón ya eran solo nidos de tiniebla. Yo me hallaba en cuclillas sobre el colchón envuelta en la manta, mirando hacia la creciente oscuridad y oyendo el vagabundeo de las ratas, cuando me percaté. Fue como esas veces en que decimos: «¿Cómo es posible? Lo tenía todo el tiempo junto a mí, y no lo veía…». Todo el tiempo.
Las ratas.
De repente no estaba segura de que fueran ellas quienes producían aquel ruido.
Escuché. Se repitió. Silencio. Se repitió. No había cesado, que yo supiera, desde que había llegado a la granja, pero no parecía un simple rebullir de roedores. Era como cuando respiramos sobre un cristal y oímos nuestro propio aliento: una crepitación sorda, ondulante. ¿De dónde procedía?
Intrigada, salí de la manta y me asomé por el hueco de la ventana más próxima, pero el campo, ya negro, y la torre en ruinas del molino no se oían; solo rachas de viento frío al agitar los matorrales. También había silencio al otro lado, en el segundo cobertizo, donde yacían los maniquíes.
Quedaba una tercera posibilidad.
Tras unos cuantos segundos de búsqueda torpe debido a la oscuridad, hallé la lámina delgada de la linterna y la sostuve como una placa de policía contra mi mano. La luz, enorme y pura, convocó sombras en las paredes. Me dirigí a la angosta escalera del centro de la sala y bajé despacio, pensando que la puerta de acceso al sótano estaría cerrada, pero no era así. El gancho del candado se hallaba vacío. La empujé con la mano izquierda alzando la linterna con la derecha y haciendo crujir la vieja madera, como en las clásicas películas de terror. Detrás, solo tinieblas. Tanteé, recordando las luces, pero, por supuesto, lo único que hicieron los interruptores fue ruido; el gobierno no iba a pagar la electricidad de un recinto inútil. Entonces apunté al interior con la linterna.
Fue como recibir un golpe. Me detuve, aturdida, ante la mareante invasión de imágenes. «Junto a esa pared, a Lilian le… En aquella esquina, Claudia y yo… Dios mío, ese era el alto taburete de metal… y el diván rojizo, apolillado, donde…»
Ninguna persona ajena a la granja habría visto lo que yo, desde luego, sino tan solo un espacio de negrura húmeda y gélida, sin salida al exterior, con algunos muebles viejos. Quizá le habrían llamado la atención los maniquíes apoyados en las esquinas y la sorprendente presencia de una cabina de ducha en un rincón. Pero no hubiese podido imaginar la perenne orgía de cuerpos adolescentes, las escenas teatrales gritadas por nuestras jóvenes gargantas, las idas y venidas de Gens señalando, dirigiendo.
Era difícil para mí avanzar por aquel campo minado de mi memoria. No bien daba un paso cuando otra vergüenza me saltaba a la cara. Allí había dejado de ser una niña para siempre. Allí, Cecé y yo, como tantos otros, nos habíamos convertido en pura rabia y pura mentira. Allí el teatro nos había estallado dentro. Pero no eran las horas de crueldades fingidas o reales que soportábamos lo que más humillación me causaba recordar, sino la vacua mirada de Gens detenida en nuestros cuerpos con minuciosa concentración, como el armero experto observa la pistola que fabrica día a día.