Muy preocupante.
Tomó una curva a más velocidad de la debida, y levantó un poco el pie del acelerador. Las palmas de las manos le sudaban y sentía los cabellos pegados a la frente.
Sospechaba cuál podía ser el verdadero motivo. Había estado leyendo todo lo necesario al respecto durante años. Sabía que existían formas de obligarte a elegir incluso aquello que te producía rechazo. Mejor dicho: lo elegías precisamente porque lo rechazabas. Creía recordar que una de aquellas técnicas, llamada «máscara de Espectáculo», estaba descrita en Hamlet. Vamos a montar una obra para atrapar tu conciencia, un teatro-trampa para pillarte los dedos, una ratonera. Te ofreceremos justo el espectáculo que más odias, y por esa misma razón no podrás dejar de verlo. Con ese falso cebo pescaremos tu carpa de la verdad.
Tendría que indagar, desde luego. Necesitaría aclarar las cosas. La interrogaría, vaya que sí. Con exquisita precaución, como si manipulara un explosivo líquido, pero debía aceptar el riesgo, porque estaba en juego su propia identidad de criatura libre y consciente, ese vórtice negro que era su ser.
De pronto se sintió avanzando a tientas en la tiniebla, como perdido e incapaz de concretar la realidad. Respiró hondo, oyó un rato la melodía del saxofón y la sensación pasó. La atribuyó al cansancio. «Calma… Es ella la que se halla en la oscuridad, es ella la que lo ha perdido todo, y será ella quien grite… Vamos a darle bien…»
– ¿Qué? -oyó.
– ¿Qué quieres? -Miró al niño, sobresaltado. -Estabas hablando, papá.
Se percató de que había expresado algún pensamiento en voz alta y lanzó una carcajada que le hizo sentirse de nuevo en desventaja frente al niño.
– Decía que vamos a darle bien por el culo… -canturreó. Y repitió alzando el tono, como si quisiera que lo escucharan de lejos-: Vamos a darle a esa puta por el culo.
– ¿Es una de esas… trampas? -El niño pronunció la palabra de forma tan peculiar, dotándola de todas las temidas y aceptadas cualidades que el hombre le había enseñado, que, en esta ocasión, este decidió ofrecerle una respuesta optimista:
– Te aseguro, Pablo, que, si lo es, pronto va a comprobar que nosotros somos también dos buenas trampas, así que no te… -La pantalla del ordenador de a bordo cobró vida de repente, dibujando un relámpago blanco en el rostro del hombre-. Mierda.
– ¿Qué pasa?
El hombre no respondió, entre otras cosas porque aún no lo sabía con seguridad. Luces parpadeantes a menos de un kilómetro de distancia. La pantalla señalaba un pequeño embotellamiento. Cabían varias posibilidades.
Mientras disminuía la velocidad, deseó que se tratase de un simple accidente.
Oscuridad.
Por dentro y por fuera.
No solo no veía nada, sino que mis propios ojos parecían inútiles. Al parpadear, algo me rozó las pestañas. Escuché un gorgoteo: mi voz. Quise moverme, pero solo mi voluntad lo hizo, entre contracciones inútiles.
¿Era un sueño? No estaba segura.
Un momento antes me hallaba en una especie de camilla. Veía luces de quirófano y escuchaba música tenue de saxofón y el ronroneo de un motor que, sin duda, era algún tipo de aparato quirúrgico. Hombre Caballo se inclinaba sobre mí, como si fuese a operarme. Me había colocado unas gomas en la boca que apenas me dejaban respirar y atado manos y pies. Yo tenía que girar la cintura para elaborar una máscara (un Espectáculo, según la técnica de Baumann), pero solo logré mover la cabeza, y al hacerlo contemplaba, en otra camilla junto a la mía, el cuerpo desnudo y retorcido de Álvarez, con los ojos como cosas metidas a presión en las órbitas y la lengua hinchada como el cadáver de un sapo. Hombre Caballo, todo cubierto de sangre, sostenía un cuchillo.
Ahora sí que vas a reírte, devochka.
En ese momento la música de saxofón cesó, y también el ruido del motor, y el quirófano desapareció en medio de una densa y opresiva oscuridad.
Al intentar tomar aire con la boca abierta no lo recibí, lo cual me alarmó, aunque por la nariz aspiré un denso aroma a rosas. De hecho, tenía algo entre los dientes, una goma delgada y larga, y, al masticarla, también saboreaba rosas. Eso no estaba mal, pero deseaba poder respirar con normalidad.
De golpe supe que aquello no era un sueño: no podía moverme, hablar ni ver nada, y me asfixiaba. Si sumaba todas esas cosas, el resultado era igual a «pánico», pero durante mi entrenamiento había aprendido que tenía que experimentar cada sensación por sí sola, sin ejecutar con ellas la aplastante álgebra del terror.
En principio, la asfixia no parecía grave. Si respiraba por la nariz sin forzarme a dar bocanadas, recibía lo suficiente para no ahogarme. De modo que la nariz era una de las pocas cosas que funcionaban bien en todo mi cuerpo. Otra era el oído; lo que escuchaba me hacía pensar que alguien había abierto una ventana hacia la calle, aunque el sonido me llegaba atenuado, como si estuviese envuelta en algodones. Coches pasando. Vocerío. Un tono recio, militar:
– ¿Me permite… del coche y el permiso…, por favor?
No me esforcé en intentar recordar lo sucedido, pues acabaría haciéndolo tarde o temprano, y lo único que lograría con ese vano esfuerzo sería angustiarme. En vez de ello, proyecté la mente de dentro afuera para explorar mi situación, como me habían enseñado: «Podéis estar encerrados en una nuez -decía Gens- y sentiros reyes del espacio infinito: recordad a Hamlet, Hamlet, siempre Hamlet».
Estaba viva, desde luego, pero mi vida no era envidiable. Me hallaba recostada de lado sobre algo duro, los brazos torcidos hacia atrás y las muñecas atadas a la espalda con lo que parecía una goma que se extendía hasta mis tobillos, de forma que mis piernas, más fuertes, tiraban de los brazos haciendo que me arqueara dolorosamente. En la cara notaba una venda y una mordaza. Esta última era, en primer lugar, una doble correa de goma anudada en la nuca con una parte central algo más gruesa que empujaba mi lengua hacia atrás. Podía morderla, y eso hacía. Lograba gemir, pero el sonido se atenuaba con una gruesa tira de cinta adhesiva colocada por encima, que me picaba en las mejillas. La venda me tapaba los ojos por completo y no parecía de nudo sino de velero, daba varias vueltas a mi cabeza y acababa en la mitad de mi nariz.
Estaba vestida, aunque sin zapatos, pero conservaba los calcetines. Sentía la ropa interior, los vaqueros y una camiseta con uno de los tirantes -el perteneciente al hombro que se hallaba en posición superior- caído hasta la mitad del brazo. Creí reconocer la prenda: era la camiseta amarilla que a veces usaba en las máscaras de Espectáculo y Holocausto. Me la había puesto por alguna razón que no lograba recordar, en ese punto todo era muy confuso. También percibía la tela que rozaba mi piel por fuera, como una especie de sábana arrojada sobre mí.
Pero no era una sábana; al mover la cabeza en todas las direcciones que pude, sentí el mismo obstáculo, y las puntas de mis dedos lo palparon hasta el suelo.
«Un saco. Estoy dentro de un saco.»
Eso explicaba la sensación de falta de aire y el horrendo calor que me hacía sudar a chorros, así como el hecho de que escuchara los sonidos atenuados, como si tuviera la oreja pegada al cristal de un acuario: coches, voces remotas, un grito discernible:
– ¡Circulen, por favor!
La voz fuerte y autoritaria de antes, más cerca.
– ¿Podría abrir… maletero…?
Una respuesta suave pero más próxima.
– ¿Pasa algo, agente?
– No… control, señor. Abra el…
Me concentré en escuchar, aunque empezaba a sentirme mareada y las palabras eran como agua entre los dedos.
– Escuche, por favor… mi hijo ha estado en… cumpleaños y lo llevo a… Pero se siente mal… ¿Podríamos, por favor, continuar…? Uno nunca sabe…