– No tardaremos… maletero, por favor…
¿Qué me había sucedido? ¿Por qué me encontraba así? Imágenes de maniquíes y muñecas ahorcadas iban y venían como en un carrusel dentro de mi dolorida cabeza. Era evidente que me habían drogado. Olor a rosas. Nacho Puentes, uno de los perfiladores, me había dicho que había un anestésico que dejaba ese aroma cuando…
Entonces la voz suave dijo algo así como: «Ahora vuelvo… Tranquilo, chavalote…», y otra voz, también cercana, le respondió.
– Vale. -Aguda, sin énfasis, como la de un mal actor infantil.
Un niño. Rastas bajo la gorra. Cazadora violeta. Rostro muy hermoso.
La revelación fue inmediata.
«Estaban esperándome en el aparcamiento de casa, el niño me distrajo y él se acercó por detrás y me cubrió la nariz y la boca con algo…»
Los nervios me removieron el estómago, y por un instante me horroricé pensando que iba a vomitar, y que me ahogaría con mi propio vómito. Lo que hice fue concentrarme en seguir pensando. «No dejéis la mente inactiva: una mente que no se cuestiona a sí misma, cae de inmediato en la trampa del miedo», indicaba Gens. Hamlet, Hamlet, siempre Hamlet, ante cualquier situación: pensar, pensar, pensar.
¿Qué ocurría? ¿Dónde estaba? Antes escuchaba un motor: me hallaba dentro de un coche. «Me llevan a algún sitio.» Pero nos habíamos detenido. ¿Por qué?
Un ruido imprevisto, como un disparo en mi cabeza. Una compuerta abriéndose muy cerca. «Es el maletero. Estoy dentro de un saco en el maletero de su coche. Pero ¿por qué lo está abriendo?»
Recordé lo que había escuchado antes. ¿Pasa algo, agente? No, un control.
Entonces comprendí. Se trataba de algo azaroso, claro, la policía elegía uno de cada diez coches en un punto cualquiera de la carretera, lo hacían detenerse y examinaban el interior con un escáner de bolsillo. Probablemente aquella vigilancia era una de las medidas tomadas por Padilla tras la desaparición de Vera. Anticipé lo que ocurriría a continuación. Hallarían un saco sospechoso. No tendrían ni siquiera que ordenarle que lo abriera, el escáner me descubriría. Lo arrestarían.
Según aquel esquema, quedaban unos cinco segundos para que todo concluyera.
Pero algo extraño ocurría.
El maletero tenía que estar abierto, y el saco a la vista. Oía claramente el escaso tráfico, las órdenes de los otros policías y hasta los débiles pitidos de lo que debía de ser el escáner. Entonces, ¿por qué el policía no mencionaba el saco? Intenté gemir, pero solo logré un débil gorgoteo. De repente volvieron a hablar:
– ¿Qué hay en esas cajas?
– Oh, repuestos para máquinas de jardín. Quiero hacer obras este fin de semana.
– ¿Puede abrir una?
– Claro. -Golpes metálicos cerca de mi rostro, palabras perdidas-… bricolaje. Por favor, agente, ¿hemos terminado? Mi hijo se siente…
«Cajas», pensé con rapidez. Yo sabía que no me encontraba dentro de una caja sino de algo blando. ¿Quizá oculta detrás? Sí y no. Sin duda se trataba de una artimaña más elaborada: un vehículo grande, un maletero especialmente preparado, una plancha de separación entre las cajas y yo. El policía tenía que estar contemplando un falso fondo. En cuanto al escáner, en una caja de «repuestos» podía camuflarse con facilidad un deformador de señales. Naturalmente, él había previsto aquel control.
Un truco muy ingenioso, con un grave fallo.
Yo.
Mi hijo se siente mal. Comprendí la ansiedad que revelaba aquel tono de voz. «El niño no se siente mal, eres tú quien está jodido, ¿eh, compañero? Sospechas que los efectos del anestésico han pasado ya, y si estoy despierta puedo hacer ruido, ¿verdad?»
Seguía necesitando aire, me dolía hasta la raíz de los cabellos, cada vez que contraía un músculo deseaba morir y sentía náuseas, pero sabía que, si lo intentaba, lograría hacer ciertas cosas muy molestas: agitar el saco con manos o pies, incluso mejor aún, girar sobre mí misma. El espacio en que me encontraba debía de ser muy estrecho, y estaba segura de que tan solo con ladearme armaría el suficiente alboroto.
El policía volvió a hablar:
– Llévelo a un médico, si se siente tan mal el chico…
– Quizá lo haga, en cuanto me permita usted irme…
Decidí que giraría el cuerpo hacia mi izquierda. Aunque no lograse derribar el doble fondo con las piernas atadas, haría ruido y el poli me descubriría. Pero me quedaban pocos segundos antes de que el registro finalizara. Atesoré todo el aire que pude, me preparé. Inicié una breve cuenta atrás.
– ¿Ha terminado, agente?
«Tres… dos…» De repente me detuve.
Pensé otra cosa.
Me pregunté qué ocurriría si lo arrestaban en aquel momento. «Juicio… Sentencia… ¿Diez años, quince?» ¿Cuánto tiempo pasaría en la cárcel antes de conseguir una reducción de condena, o antes de que una desmemoriada justicia echara tierra sobre la cabeza de Aída Domínguez y el resto de sus pobres víctimas y se apiadara del culpable? Ello sin contar con que podía no ser arrestado. Era un guerrero nato, tan bueno en lo suyo como yo en lo mío. Quizá consiguiera subir al coche y huir antes de que aquellos policías tuviesen ocasión de reaccionar. Y si llegaba a su cubil, aunque lo arrestasen media hora después, ¿qué ocurriría con mi hermana?
¿Hacer ruido? ¿No hacerlo? Duda hamletiana.
– De acuerdo -dijo el policía-, puede seguir, gracias.
– Gracias a usted.
«Pues va a ser que…
Un golpe enorme, como una losa de acero sepultándome… no.»
Imaginé que había cerrado el maletero con gran alivio por su parte, sin sospechar que también por la mía. Casi sonreí bajo la mordaza. «Juntos para siempre, tú y yo.» No iba a perderlo, ahora que ya lo tenía. Oh, desde luego que no. «No he venido a enviarte a la cárcel, hijo de puta: he venido a destruirte.»
Sentí una vibración. Reanudábamos la marcha. Me hallaba mareada, sedienta, casi asfixiada, amortajada por el dolor y deseosa de terminar con aquel abominable tormento, pero sabía que no tardaríamos en llegar a dondequiera que fuese. «No va a matarme en el trayecto. Debemos de estar cerca.»
Y me pregunté si el Espectador sospechaba que, de nosotros dos, quien verdaderamente se hallaba en peligro era él.
23
Y terminó, claro. Como todo en la vida. De repente dejé de balancearme. Una portezuela se abrió. Otra, segundos después.
Pero tardaban en venir a por mí, y mi suplicio, ahora que confiaba en ser liberada, se hizo insoportable. Era como si tuviese que bailar ballet clásico dentro de una bañera: necesitaba mantener en equilibrio todos mis malestares. Si relajaba las rodillas, las vértebras me lanzaban disparos de dolor. Cuando creía que iba a desmayarme de dolor, la sed me lo impedía. Para no pensar en la sed me concentraba en respirar un aire cada vez más escaso, con lo cual necesitaba estar quieta para ahorrarlo. Pero si me quedaba mucho tiempo quieta, relajaba las rodillas y todo volvía a empezar como en un círculo dantesco. Gens decía: «A veces tendréis que fingir que estáis muy jodidos, pero no os preocupéis, porque la mayoría lo estaréis de verdad».
Después de lo que me pareció una eternidad, llegaron los esperados ruidos: maletero, cajas, panel. Algo tiró de mi saco y me sentí cargada sobre unos brazos. No hablaban, ni él ni el niño, pero escuchaba sus jadeos: «Uh, ah». Él me transportaba como un novio a la novia en la noche de bodas. «Ven, Desdémona: no tengo sino una hora de amor… para pasarla contigo.» Lo celebré con apropiados murmullos bajo la mordaza. Sentirme llevada en volandas, agazapada en su pecho como una víbora, me había recargado la batería. Sabía que, inevitablemente, mi presa estaba introduciendo en su hogar el veneno que lo destruiría. «Así, así: llévame contigo, no me sueltes…»
Me soltó, pero con delicadeza. Sin embargo, volví a ver las estrellas cuando lo hizo, y mordí la seca mordaza como un perro rabioso un palo quemado.