Cuando vacié la botella, el Espectador la apartó y sonrió.
– ¿Quién… es usted? -gimoteé en mi papel de víctima.
– Oh, ya lo sabes. -Hizo un vaivén con la mano anillada-. Y yo sé quién eres tú. No perdamos el tiempo. Me has hecho algo especial. Quiero saber qué es.
Lo miré parpadeando tras un mechón de pelo. El Espectador lo despejó con un gesto suave mientras llevaba la otra mano al bolsillo y me mostraba un carnet electrónico con su foto. Fingí asustarme.
– Mi nombre es Juan Leman Godoy, y la compañía que dirijo se llama AZ-Sec. Tengo solo treinta empleados pero somos líderes en seguridad de nivel dos en Europa. ¿Sabes lo que significa eso? Te lo explicaré. Diseñamos software de seguridad informática. Trabajamos con particulares y organismos públicos, entre ellos la policía española y la Europol. No es que haya averiguado las contraseñas de documentos confidenciales, es que yo las invento. Sé bastante sobre los cebos, excepto vuestra identidad. Y sé que te han entrenado para mí. -Sus finos labios volvieron a sonreír-. ¿Has venido a rescatar a tus compañeras? Están vivas, abajo, atadas al torno.
Cabeceó hacia una puerta cerrada al otro extremo de la habitación, junto a las escaleras. Mi expresión no cambió, pero sentí frío en el estómago.
– Supongo que sabes lo que hace esa máquina -continuó el Espectador-: habrás visto imágenes de víctimas. Pero he añadido algunos detalles. -Extendió el brazo como si le mostrara la casa a un invitado-. ¿Ves esa pequeña cámara sobre aquella pantalla, la que parpadea? Es un visor de conducta. También hay otro en esa repisa. Están grabándote. ¿No te lo crees? Ya sé que se necesita un ordenador cuántico para detectar máscaras en un cebo, y no presumiré de disponer de uno. Pero he hackeado el sistema del Departamento de Psicología, llevo años haciéndolo. Así que puedo utilizarlo como si fuera mío. El torno, abajo, está controlado con otro ordenador que recibe señales del primero. Si comienzas una máscara, el torno se pondrá en marcha y… -Juntó ambos puños frente a mi cara y los separó lentamente-. Bueno, para tus compañeras será como en el ballet ruso: piernas abiertas, siluetas estilizadas. ¿Me crees ahora?
No, no le creía. Ni la cuarta parte. Sabía que interpretaba su propio papel, el que mejor les salía a los monstruos: el de un condenado mentiroso, un manipulador, el Yago de todos los Yagos. La información de la que disponía no probaba nada, y aquellos aparatos tanto podían ser visores de conducta como simples cámaras de circuito cerrado.
Pese a todo, el frío seguía aferrando mis entrañas. Comprendí que él no esperaba que le creyese: quería jugar con mi duda, utilizarla en su provecho.
Seguí mirándolo sin responder, jadeando.
– Tú y yo nos vamos a entender muy bien -dijo-. Pareces una chica inteligente, y comprenderás el trato enseguida: si me dices lo que quiero saber, os mataré con rapidez. A ti y a tus compañeras. Nada de torno, dolor ni abusos: un disparo en la cabeza. Lo juro. Los cebos no me excitan, no me sirven para nada. Pero si no me lo dices, os mantendré vivas el mayor tiempo posible… Un mes o dos en el torno y os volveréis pulpos, la cabeza en medio de un cuerpo de gelatina. Puedo hacerlo. Tú eliges.
– No… no sé a qué se refiere… -murmuré, atenta a mi propio papel.
– Por favor, deja de fingir. Dime qué me has hecho.
– No le he hecho nada. No sé de qué me habla…
El Espectador chasqueó la lengua. Parecía defraudado. Atrapó con cierta dificultad, porque estaba húmedo de sudor, un tirante de mi camiseta, el que había descendido por mi brazo, y me lo colocó de nuevo en el hombro con delicadeza, junto a la cinta del sujetador. Gemí, mostré miedo. Él habló con voz suave, sin atender a mi actuación.
– Escucha, ayer miércoles por la tarde recogí a mi hijo del colegio. -Señaló al niño, que se hallaba sentado en una mesa balanceando los pies, aún enfundado en la cazadora y con la gorra calada sobre las rastas-. Me disponía a regresar a casa, pero en vez de eso me puse a dar vueltas con el coche sin razón aparente. No pretendía elegir, pero tampoco sabía qué quería. Entonces te vi por casualidad, o así pensé en un principio, ya de noche, entrando en un portal. Giré en una rotonda, y casi choqué contra otro vehículo. Memoricé el número del portal. Luego creí olvidarte y me dediqué a secuestrar a tu compañera en su casa: ya la había seguido en otras ocasiones, y sabía dónde vivía. Cuando acabé, regresé a mi piso en Madrid y, aunque estaba agotado, encendí el ordenador y entré en el registro civil. No te encontré en las fotos de los propietarios, pero supuse que tu piso de cobertura sería alquilado. Revisé los contratos de alquiler del bloque, y te hallé. Elena Fuentes, veinticinco años, teleoperadora. A partir de ahí extraje el resto. Esa noche apenas dormí, y cuando cerraba los ojos seguía viéndote. Estaba seguro de que eras una jodida trampa, pero tenía que saber cómo lo habías hecho. Cómo me habías obsesionado sin apenas mostrarte, en tan solo unos segundos…
Calló un instante y acarició el pequeño cúter eléctrico. Ahora estaba de rodillas en el suelo, como yo. Su larga perorata me importaba un bledo: demostraba el abrumador éxito de la técnica de Gens. Lo que me agobiaba, lo que no podía apartar de mi cabeza, era Imposibilidad de que Vera estuviese aún viva y atada al torno, y que mis máscaras pusieran en marcha el aparato. Naturalmente, incluso aunque él no supiera que era mi hermana, contaba con eso para presionarme. «Si te habla, tratará de manipularte -había dicho Gens-. Es muy bueno usando a los demás; entre su objetivo y él solo existen herramientas.» Pero ¿podía arriesgarme? Tal como me encontraba, de rodillas y con una argolla al cuello, un Holocausto sería sencillo. «Pero si Vera…» Calculé la probabilidad de realizar una máscara más rápida, pues había algunas que los visores podían pasar por alto, como la de Agonía, basada en las técnicas con las que Yago engaña y tortura a los demás personajes en la obra Ótelo, pero no siempre funcionaban.
El Espectador pareció percibir mi dilema, porque sonrió mientras proseguía.
– Esta mañana visité el aparcamiento subterráneo de tu bloque, hallé tu coche y coloqué un rastreador bajo el parachoques trasero, lo cual me permitía seguirte todo el día a través de una pantalla… El resto consistió en esperar. Saliste al mediodía y te dirigiste por la carretera de Extremadura a la zona evacuada del 9-N. Estuviste allí toda la tarde. Supuse que habías ido a ensayar, sé que utilizáis edificios abandonados para eso. Mi hijo y yo aguardamos en tu aparcamiento con un hambre de lobo, ¿eh, Pablo? -El niño asintió con la cabeza-. Estábamos cansados y nerviosos, y por un momento pensé que pasarías la noche fuera, pero al fin el punto en la pantalla se movió. Lo del saco y las ataduras vino después. Quería hacerte el viaje incómodo. -De improviso alzó la afilada punta del cúter eléctrico y la deslizó por mi rostro. Aparté la cara-. Ahora te contaré lo que pienso. Conozco las máscaras. No las entiendo del todo, pero he leído lo bastante sobre ellas… Sin embargo, esto es distinto, ¿verdad? Es como estar borracho o fumar opio. No me gustas, no eres mi clase de tía… Podrías resultar atractiva vestida de otra forma, sí, quizá, pero nunca… nunca como para esto. Dime qué me has hecho. -Empecé a balbucir, pero su voz me detuvo, convertida en un susurro-. ¿Sabes? Finges muy mal.
Lo miré un instante.
Hazlo otra vez, devotchka.
– No tengo ni puta idea de lo que dice -dije con firmeza.
El Espectador suspiró.
– Tus compañeras están bien todavía… pero puedo empezar a manejar el torno.
– No sé a qué compañeras se refiere -repliqué en el mismo tono.
Empezó a asentir despacio, dirigió la mirada hacia una esquina de la pared y se cambió el cúter de mano. Yo había estado observándolo y logré anticiparlo y volver la cabeza, pero de todas formas el puñetazo en mi mandíbula fue brutal. Ambos gritamos. Al girar la cara sentí el tirón de la argolla en el cuello, y me enderecé para evitar asfixiarme. Noté la sangre resbalándome por la comisura.