Выбрать главу

Intenté torcer el cuello y mirar, pero tras un esfuerzo agotador solo alcancé a distinguir las patas de la primera mesa. Las lámparas del techo me cegaban.

Dos pequeños pies de piel tersa y salpicada de sangre se detuvieron a medio metro de mi cara. Una cosa cayó junto a la papelera, la golpeó y rodó un instante sobre las baldosas. Oí la voz del niño:

– Se ha hecho caca.

Me quedé como hipnotizada. Olvidé, incluso, mis propios dolores, y hasta la preocupación por mi hermana pasó a un segundo plano. Había visto muchas atrocidades en mi vida, pero aquello me impresionó de una forma que no sabría explicar.

Era un cachorro. Quizá de labrador, no podía saberlo ni aunque hubiese sido experta en razas caninas. Nadie habría podido averiguar a primera vista el linaje de aquel bulto de pelaje oscuro, desfigurado de manera tan inmisericorde, con las patas cortadas y vendadas y los ojos como coliflores púrpuras. Pero no fueron tanto las heridas, antiguas o recientes, lo que más me aturdió, sino aquella especie de entrega, de resignación, aquel modo de permanecer allí donde había sido arrojado, como una vejiga que se hinchara respirando y gimiendo en una agonía que semejaba no tener fin.

El niño se agachó entonces. Vestía pantalones cortos y camiseta de tirantes con un número de jugador de baloncesto en la espalda, pero seguía llevando la gorra con visera sobre las rastas. Su ropa estaba manchada de sangre, y también tenía sangre en las manos. Recogió al perrito con un gesto de enfado y se esfumó de mi campo visual. Escuché varios aullidos más, luego nada.

Al instante la luz del techo volvió a desaparecer. Miré hacia arriba: la silueta con largas rastas parecía un ser de otro mundo.

Un chorro frío cayó sobre mi rostro, haciéndome parpadear. Pensé en cualquier cosa, ácido u orina, pero era agua.

– Bebe.

Yo tenía una sed abrasadora y giré la cara con avidez, pero al hacerlo la columna de agua se desplazó. Estiré el cuello, y el líquido quedó fuera de mi alcance.

– Bebe -repitió.

El agua caía ahora a un palmo de distancia. Giré el cuerpo aferrándome a las cuerdas y casi grité cuando me desplomé bocabajo, los pechos aplastados contra las heladas baldosas. Repté milímetro a milímetro. Mis manos y tobillos atados juntos se balanceaban en el aire y la aspereza de las baldosas me arañaba los pezones.

«Muévete. Bebe», era lo único que oía, una y otra vez, y el ruido del agua al derramarse a centímetros de mi rostro. Logré beber un poco lamiendo el suelo y capturando las gotas que rebotaban cerca, pero al final desistí, exhausta.

Entonces el agua dejó de caer, y de improviso una mano pequeña y fría se apoyó en mi mejilla y un objeto se introdujo en mi oído derecho. Podía ser un punzón. Su extremo puntiagudo invadió el conducto deteniéndose antes de llegar al tímpano. Quedé paralizada de pánico. El rostro del niño llenó de repente todo mi mundo: una tersura enorme de ojos fijos. En su expresión no había nada, ni siquiera diversión.

– Muévete o te lo clavo.

El rostro se apartó, pero el punzón siguió en mi oído. El agua volvió a caer y no me quedó otro remedio que contorsionarme como una posesa. De repente comprendí lo que el niño quería, y me esforcé en dárselo. No era diferente de lo que podía querer cualquier otro niño: quería jugar. Jugaba conmigo de la misma forma que lo había hecho con aquel cachorro, y me cortaría otro dedo o hundiría el punzón en mi oído si tales cosas le divertían más de lo que yo pudiera ofrecerle. No tenía que alcanzar el agua, tenía que entretenerlo. Eso era lo que se esperaba del juguete de carne y hueso en que me había convertido. De modo que no pretendí beber, ni siquiera arrastrarme realmente, sino representarlo. Le ofrecí el teatro de gruñidos, lengua afuera y espasmos en el suelo que deseaba contemplar, y al poco perdió el interés, retiró el punzón y se alejó. Yo seguía sedienta, pero mi oído se hallaba ileso.

Intenté concentrarme durante aquella pausa. Me costaba respirar, bocabajo como estaba, y al tomar aire mi espalda era la que se movía, tensando más la cuerda que me unía manos a pies. Descubrí que si hacía el esfuerzo de contraer el vientre podía llenar mejor los pulmones. El corazón me palpitaba como si el latido brotara del propio suelo. No creía que hubiese pasado mucho tiempo desde mi llegada al sótano. Los calambres y el entumecimiento no eran excesivos, y la anestesia, o lo que fuese aquella droga, seguía camuflando el dolor de mi dedo amputado. Ello me hacía pensar que habían transcurrido solo algunas horas. Sería viernes por la mañana, todo lo más. Imaginé que ambos se habían ido a dormir un rato y me dejaron allí, y el niño se había levantado antes a jugar con el cachorro. En todo caso, el padre no tardaría en llegar.

El hecho de que el Espectador hubiese regresado del segundo sótano a tiempo para detener la hemorragia y vendarme la mano no probaba que me vigilara, pero quizá sí lo hacía, y no solo con visores sino con cámaras normales. Luego me había desnudado, y atado con aquellas cuerdas. No creía que hubiese abusado sexualmente de mí mientras estaba dormida: más bien me había quitado la ropa para construir conmigo la materia degradada que luego destrozaría. Me sentía sucia, olía a sudor, orina y sangre, lo cual acentuaría mi aspecto de animal de matadero, listo para ser sacrificado. ¿Quién comenzaría de los dos? ¿Él? ¿El niño?

Maldije en silencio mi error con este último. Había intentado engatusarlo de forma racional, sin comprender que se hallaba fuera de mi alcance en ese aspecto. De hecho, era él quien me había engañado. Quizá contaba con una serie de reglas que obedecía en la escuela o con su padre, pero frente a mí, como frente al cachorro, era puro psinoma. «Materia ciega», lo habría llamado Gens, una criatura repleta de deseo sin restricciones. Conmigo llegaría allí donde su placer le dictara, sin que nada en mi persona lo detuviese: me abriría agujeros, me cortaría, me trituraría, atravesaría mi carne como una termita hasta quedar saciado. No había nada que hacer con él a nivel humano. Su pobre y corta vida junto al Espectador lo había convertido en eso. Tenía que haberlo sabido.

Había cometido un grave error, debido a lo nerviosa que me sentía por mi hermana, y lo había pagado muy caro.

Pensé en las posibilidades que me quedaban. No se me ocurrió ninguna. Gens me había advertido: «Desde el momento en que te desnude y te ate la cara, empezará la cuenta atrás. Las oportunidades de poseerlo a partir de ahí serán mínimas». Claro está, tanto Gens como yo habíamos dado por supuesto que sería posible hacer máscaras, y, de acuerdo a eso, yo me había preparado para el Espectador de la única forma en que sabía hacerlo un cebo.

Pero no había anticipado su treta. Había esperado encontrar a mi hermana viva o muerta, no un chantaje con visores de conducta, fueran o no verdaderos. Eso me confundía, me atenazaba más que las propias cuerdas. Estaba casi segura de que el Espectador mentía, de que era imposible que sus cámaras detectaran una máscara rápida. Y si quería contar con unas mínimas probabilidades de salvar a Vera, o de sobrevivir yo misma, tendría que optar por hacer una máscara tarde o temprano.

Pero necesitaba tiempo y calma para tomar una decisión, y sabía que el Espectador no iba a concedérmelos.

25

No le oí llegar. El niño había puesto un rock estridente.

– Quita eso -dijo el Espectador.

El brusco silencio me molestó tanto como el ruido. A esas alturas ya no había nada que no me molestase.

– ¿Le has dado agua? -Por un momento no supe si se refería al cachorro o a mí.

No hubo respuesta. El Espectador repitió la pregunta y el niño dijo «sí».

– Respóndeme cuando te pregunte, Pablo.

Yo seguía bocabajo en el suelo, sujetando las cuerdas que unían mis muñecas a los tobillos para aliviar la tensión. Cuando me cansaba, intentaba contraer los músculos de las piernas. El dolor de mi dedo cortado era como un perro hambriento esperando soltarse. Todo tenía un aspecto muy jodido, pero sabía que lo peor quedaba por venir.