Sentí sus dedos sobre mí y deseé que mi piel fuese ácido y lo quemara. Me tomó el pulso en la garganta, me exploró el vendaje y recibí un picotazo en el bíceps derecho. Algún tipo de analgésico subcutáneo, quizá; el Espectador no quería que me desmayase antes del espectáculo. Yo solo veía su rodilla apoyada en el suelo envuelta en un pantalón negro, pulcro, recién planchado. Aspiré un perfume masculino. Entonces me tiró del brazo y me puso de costado. En el instante en que gemía sentí un tubo de plástico en la boca, entre las cuerdas. Bebí todo lo que pude. Vomité parte del agua. El Espectador era una silueta borrosa bajo los focos.
– ¿Ha descansado bien? -Cerró el tapón de la botella-. ¿Tiene hambre? ¿Hay algo que podamos hacer por usted?
Ninguna de esas preguntas esperaba respuesta. Advertí, en cambio, que de vez en cuando miraba hacia atrás y desplazaba un poco el cuerpo. «Se asegura de no bloquear la lente de los visores», pensé.
Volvieron los aullidos, ahora débiles, y el papá estricto alzó la cabeza.
– Llévate al perro abajo, Pablo.
– ¿No puedo tenerlo aquí?
– Ya me has oído. Y dúchate, cámbiate de ropa y ponte zapatos.
Hubo un silencio tenso, roto por algo que se estrelló en la mesa, detrás del Espectador, y rodó hasta el borde: el niño, sin duda irritado, había lanzado el cúter que sostenía antes de marcharse. Su padre emitió un suspiro. Volvió a mirarme y sonrió. Parecía como si se disculpara ante una vecina por el comportamiento de su hijo.
– Te confieso que, a veces, yo mismo le tengo miedo -dijo-. Es un chico muy listo, pero vive su propio mundo. Supongo que ha sido el precio que he tenido que pagar por sentirme seguro. Convencí a su madre, en Bruselas… Viví varios años allí, ¿sabes? Trabajaba como profesor de informática mientras organizaba mi propia compañía de seguridad… Ella era una alumna de origen norteamericano. La convencí de tener un hijo. Cuando lo logré, la eliminé. Necesitaba un niño. Había leído mucho sobre vosotros, y sabía que un niño sería la defensa perfecta. Trampa por trampa, supongo. Vosotros engañáis, yo engaño. Lógico. -Mientras hablaba no paraba de tocarme: despejaba cabellos de mi frente, me magreaba un pecho, el culo o los muslos. Con la otra mano se acariciaba la entrepierna. Se había puesto una camisa nueva, morada, y zapatos de ante-. No te lo vas a creer. ¿Sabes lo que cambió mi vida? El 9-N. Hasta ese momento mi compañía era pequeña, casi doméstica, pero tras la bomba atómica en Madrid, los gobiernos empezaron a pedirnos ayuda a todos los del sector. Yo era español, y los de aquí pensaron que sería ideal para asesorarles en seguridad. El 9-N fue lo que me trajo a España, sí. -Sonrió casi como confiando en que yo lo imitara-. Luego esperé hasta que Pablo cumplió los once años para empezar en serio. Espera, voy a ver cómo tienes eso.
Al hacerme girar para ponerme de nuevo bocabajo me agarró de ambos brazos. Hurgó en el vendaje. Quizá me lo estaba cambiando, no lo sabía, tenía aquella zona parcialmente insensible. Pese a todo, me dolía. Gruñí bajo las cuerdas. Siguió hablando.
– Lo que no quería, por encima de cualquier otra cosa, era que me engañarais. Tenéis poder. Sois brujas. Usáis la psicología como antaño las pociones. Sé que hay otras como tú dando vueltas por Madrid, acechándome. A veces he creído ver a una y me he obsesionado tanto que no he podido dormir. Pero siempre he dejado elegir a Pablo. A él no lo engañáis. Hasta que te vi a ti.
De repente lo supe: me tenía mucho más miedo que yo a él. Y era porque me deseaba como jamás había deseado a nadie. La técnica de Gens se había abierto paso en su psinoma como una riada, arrastrándolo todo, derribando sus bien cuidadas defensas y hasta su confianza racional en su hijo.
– Llevo casi toda mi vida haciendo esto -continuó-. No solo a mujeres, pero sobre todo a mujeres. En varias ciudades de Europa. Cuando descubrí que podía borrar rastros y cambiar informes con un simple ordenador, me resultó fácil dedicarme, digamos, de lleno. La única diferencia es que ahora he saltado a la fama, porque lo hago en una misma ciudad y he empezado a usar a Pablo. Tú crees que soy una bestia, y lo comprendo. Pero te pregunto, ¿no está todo en eso que llamáis el «psinoma»? Si solo he hecho lo que vosotras, cebos o no, me inducís a hacer, ¿quién es el culpable? Si te he traído aquí porque tú me has tentado, ¿quién es el culpable? ¿Puedo evitar hacer lo que hago? Una vez, en Bruselas, secuestré a un técnico alemán de psicología y le obligué a decirme cuál era mi filia. Me gustó el nombre: de Holocausto. Pues bien, no puedo hacer nada contra eso. Holocausto es lo que soy. En otros tiempos, la psicología suponía que estábamos enfermos o tarados. Ahora sabemos que somos así porque nuestro psinoma es así. Es como nacer con ojos azules o piel oscura. Necesitamos complacer nuestra filia como cualquier otra persona, Shakespeare ya lo había dicho antes que nadie: Macbeth no es más culpable que Lear, ¿no es cierto? Veamos… No tiene mal aspecto…
Supe que se refería a mi herida. Notaba en la piel roces de gasas y cremas. Seguía bocabajo, mi cuerpo formando un arco, la mejilla izquierda aplastada en el suelo, la cara rodeada de cuerdas, tobillos y muñecas contra las nalgas. Tenía que soportar el examen con los músculos tensos, incapaz de moverme. En un par de ocasiones creí que me desmayaría, y mordía las cuerdas que cruzaban mi boca para impedirlo.
– Lamento lo del dedo -dijo el Espectador mientras lo vendaba de nuevo-. Regañé a Pablo, pero hay que tener en cuenta que intentaste camelarlo, ¿eh? Eso fue una mala pasada por tu parte. En fin, la herida ha dejado de sangrar. Y te he puesto crema para que no se te pegue el vendaje. ¿Te duele?
No respondí. Seguí mirándolo parpadeante.
Se agachó más. Su aliento en mi cara olía a café.
– Dime qué me has hecho. Solo eso, solo eso, y te mato ahora mismo, te lo juro.
Chapurreé un insulto a través de las cuerdas.
No pareció sorprendido ni enfadado. Me palmeó suavemente el hombro.
– Voy a hacerte más daño del que puedas imaginar -dijo en tono afable-. Tanto, que terminarás creyendo que soy Dios y me rezarás para que pare. Pensarás en la muerte como en un orgasmo, y te irás al otro mundo recordando lo que te hice. Y cuando reencarnes, soñarás todos los días de tu nueva vida con lo que te va a suceder a partir de ahora, y despertarás gritando. Enloquecerás todas tus existencias futuras con lo que vas a sufrir aquí, en este mismo momento…
Me hablaba como si ya lo hubiese hecho. Era el clásico tono del psico, yo lo había oído ya otras veces. En el teatro de los horrores de su mente, todo eso ya había sucedido. Luego me besó en el pelo, se levantó e hizo como acostumbraba: pareció olvidarse de mí y se dedicó al niño, que acababa de regresar vestido con unas bermudas y calzado con sus flamantes botas amarillas.
Comieron algo situados en un punto en el que no podía verlos. Después colocaron una especie de trípode y estuvieron un rato entretenidos con una pequeña holocámara, ajustando la luz y el color de la imagen. Trabajaban mano a mano, sin muestras de afecto, pero sin aparentar necesitarlas. Eran simbióticos, como diría Gens, se ayudaban mutuamente: Macbeth y Lady Macbeth colaborando en lo que más les gustaba. El papá quería saber de qué forma el color de mi carne podía contrastar mejor con la pared blanca que tenía detrás y cómo hacer para que la cámara se moviera automáticamente y me filmara en primeros planos cuando me llevaran a la mesa. Calificaba mis piernas de «demasiado largas y flacas» o se extendía hablando de mis tetas o mi culo como si le agradara que el niño oyese todo eso. Yo era un objeto que penetrar, cortar, quemar, romper. No creí que aquella conversación tuviera otro fin que caldear sus propios ánimos. Estaban habituados a hacerlo.