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– No estoy diciendo que…

Pero Padilla ya estaba suelto y nada podía pararlo.

– ¡Y su querido niño, el hijo de los Monster, el que ahora está liado con cubos de plástico y rodeado de psicólogos! ¿Sabes lo que quería hacer ese angelito de las rastas?

– Diana ya sabe lo que quería hacer, y yo también -dijo Seseña.

Era cierto. No solo lo sabía, sino que cada vez que lo oía mencionar mi cuerpo volvía a arder. Había ardido veinte veces en la imaginación mientras aquella cerilla volaba hacia mí. Solo me había salvado el simple hecho de que mi agresor era un niño. Un adulto jamás habría pretendido golpearme con el fósforo: lo habría dejado caer en el charco de gasolina. Pero Pablo era un niño, a fin de cuentas, y me lanzó el proyectil como si yo fuese un mutante en un juego virtual. «¡Muere, monstruo!» La cerilla se apagó como una estrella fugaz en mitad del trayecto, ni siquiera me rozó. Fue una especie de milagro. Ello me permitió correr hacia él y reducirlo intentando no hacerle daño.

Pero el daño ya estaba hecho, y era mucho mayor que la pérdida de mi meñique izquierdo o la posibilidad de haber sido quemada viva: era aquella carita tersa convertida de repente en el rostro de una barracuda dando dentelladas en el aire, mientras yo sujetaba su cuerpo con el mío desnudo y empapado de gasolina. El peor daño era aquello en que se había transformado Pablo. Si el Espectador merecía la condena eterna, razonaba, era por esa única víctima. Porque, a diferencia de las chicas torturadas, el niño no había tenido otra vida antes. Ni tendría otra después; residiría para siempre en el infierno que su padre le había construido.

Cuando el huracán Padilla perdió fuerza, Gonzalo Seseña restauró la calma.

– Solo pretendía entender de qué va todo esto, Julio… El asesino más peligroso que ha tenido Madrid desde hace años ha sido capturado con métodos, digamos, poco convencionales… Necesito conocer el terreno que piso… -Se levantó de la cama y miró a su alrededor («mirada de palacio», como definía Gens esa cualidad del Aura). Luego me sonrió-. Siento haberte hecho tantas preguntas. Sé que debes descansar. -Tras felicitarme «en nombre del presidente y el ministro», huyó con sus guardaespaldas.

Padilla meneó la calva cabeza cuando nos quedamos solos.

– Este Seseña tiene más mierda dentro que un baño público en un festín de espinacas -rezongó-. Pero puedo entenderle, el cabrón de Leman era uno de los expertos en seguridad informática que consultaba nuestra gente… Resulta que teníamos la víbora bajo el culo, y no lo sabíamos… A veces me pregunto si sería posible que uno de vosotros apareciera en el Congreso de Diputados, hiciera una máscara y convenciera a todos los partidos políticos de que necesitamos hacer lo que hacemos. ¿Cómo estás?

– Cansada, pero mejor -reconocí.

– Siento no haber podido venir antes. El viernes, cuando te trajeron, estabas para el arrastre, y ayer sábado tuvimos reunión de urgencia en el ministerio para dar carpetazo al asunto del Espectador… -Dije que lo comprendía, y Padilla pareció animarse-. ¿Qué tal, princesa? Ya veo que rodeada de ramos de flores… ¿Te tratan bien? ¿Te dan sopa de albóndigas y cocido madrileño? -Se acercó con las manos cruzadas en el vientre y bajó la voz-. Ahora que se ha ido el capullo ese, te diré en confianza que Martos quiere darte una medalla, una orden o algo así… Todo se hará en privado, claro, pero están que te besan el culo… Y hacen bien, los cabrones. -Me guiñó un ojo y sonrió-. Oye, ¿sabes que estás muy guapa? Te imaginaba con peor aspecto…

– Cuánto lamento decepcionarle.

– No seas idiota. Te felicito, de veras. Menuda captura. Chapeau.

– Gracias.

Julio Padilla, siempre torpe con el cariño, se sumió en un silencio incómodo. Era un hombre corpulento, casi tan ancho como alto, de cabeza perfectamente rapada, ojos grises y facciones de perro de presa emergiendo de jerséis de cuello vuelto. Conocía bien a los cebos, pero su veteranía al frente de Psicología Criminal se debía a un innegable talento para echar balones fuera, así como a su carácter frío cubierto por un hábil barniz emocional. Se decía que le había influido mucho el accidente que había dejado a su hija paralítica. Sin embargo, era fílico de Petición, como Vera, y le encantaba sentirse indispensable y atender ruegos. En ese momento lo complací.

– No quiero medallas -murmuré-. Solo quiero saber dónde está mi hermana.

– Joder, reina, ojalá lo supiéramos. Han escaneado toda la zona alrededor de esa puta casa en la sierra. Mañana lunes rastrearán el embalse cercano. Te juro que…

Lo interrumpí sin elevar la voz, desde la cama, mirándolo a los ojos.

– El Espectador no la secuestró, Julio. Ni a Elisa Monasterio tampoco.

– ¿Qué? ¿Cómo lo sabes?

– Él me lo dijo -respondí, dubitativa.

– ¡Anda, coño! ¿Y qué más te dijo? ¿Que quería casarse contigo? ¡Era un psico! ¡Te hubiese dicho que eras la emperatriz de Egipto, si con ello…!

– No tenía por qué mentirme en eso. Y nunca ha hecho desaparecer los cuerpos, ni las ha eliminado en un solo día. El cadáver de esa chica húngara aún estaba allí…

– Rumana -corrigió Padilla rascándose la papada-. Eva Rutlu, veintidós años. Estaba tramitando los papeles en nuestro país y nadie denunció su desaparición…

– Rumana o húngara, ella era el único cadáver, Julio. La última que secuestró.

– Diana, el análisis informático ha determinado que a Elisa y Vera se las llevó ese tío con un noventa y nueve, coma…

Lo escuché en silencio. «Alguien ha amañado los datos», había dicho el Espectador. «Alguien de tu departamento os está engañando.» Pero ¿debía creerle?

Tras cansarse de dar cifras, Padilla me miró un instante, pensativo.

– Estás agotada, Blanco. Estresada por la desaparición de tu hermana y por la captura. Ese salvaje y su retoño te… te hicieron mucho daño. Pero has realizado una cacería impecable. Eres la mejor, siempre lo has sido. -Me sorprendió aquella alabanza, más bien propia de Claudia Cabildo, y a él también, quizá, porque de improviso optó por dar una de cal con una de arena-. Por supuesto, estoy al tanto de lo que hiciste, y de cómo lo hiciste…, pero vistos los resultados, no tengo nada que objetar, al contrario…

Sabía a qué se refería. Yo ya había contado mi entrevista con Gens a los psicólogos que me habían interrogado en el hospital, así como la técnica empleada para cazar al Espectador. No hubo grandes sorpresas. Como el propio Gens me había dicho, los altos cargos del departamento sabían que seguía vivo y le pasaban informes de vez en cuando. El hecho de que Gens revelara sus trucos a una antigua discípula antes que a ellos les fastidiaba, pero encajaba dentro de la imagen orgullosa del viejo psicólogo.

Yo estaba pensando en otra cosa. Decidí plantearlo con naturalidad.

– Julio, ¿qué ha ocurrido por fin con lo de Álvarez?

Fue como si hubiese entrado un coroneclass="underline" Padilla se irguió, muy serio.

– Un suicidio. Dejó una carta, lo típico… Fuiste a ensayar a la granja en coincidencia con su muerte, nada más.

Alisé la sábana con la mano que no tenía vendada y asentí.

– ¿Y qué era ese… túnel? He estado años allí y no sabía que existiera.

– Oh, una ampliación que hizo Gens en el sótano para construir nuevos escenarios, pero nunca llegó a utilizarse. -La entrada de un enfermero le dio la excusa que precisaba. Se quedó mirándome, como indeciso-. Vendré mañana. Intenta descansar.

No respondí: pensaba en un túnel de paredes de madera y techo de vigas en aspa.

Y en lo mal que mienten todos los filícos de Petición cuando se les pregunta.

El Taller era una clínica sin carteles ni distintivos con un jardín seco por el que los cebos podíamos pasear en camisón, como viejos patricios que ya han entregado a su prole la parte de mundo que poseyeron. Lo habían edificado en un polígono industrial más próximo a Segovia que a Madrid, Dios sabía por qué, y contaba con un quirófano y una sección de larga estancia con veinte camas. La decoración me recordaba desagradablemente la de los sótanos del Espectador: paredes y muebles blancos, ventanas metálicas. Desde el techo te espiaban visores de conducta y cámaras de holovídeo.